NUNCA HABLES CON EXTRAÑOS. Por Alejandro Tolosana.

23 Oct 2017
1

Ilustracion, by Vicky Benetti.

 

Nunca se habla con extraños

 

          Por tercera vez en la semana tuve que quedarme en la oficina hasta cualquier hora, para terminar un presupuesto. Mi jefe se fue temprano, como de costumbre, dejándome la llave para que cierre todo al terminar.

          Antes de irse, me dijo, con una sonrisita socarrona:

          — No la vayas a cagar, Javi, querido, que esto es importante.

          No la vayas a cagar. El muy hijo de puta.

          Ya van dos años así, no aguanto más. Todos los días pienso en largar este trabajo e irme a la mierda, pero ni soñarlo. La tasa de desempleo, en este país, es de terror, y yo necesito trabajar, porque el alquiler es cada vez más caro—los servicios, la comida, todo es cada vez más caro—y siempre estoy con la tarjeta de crédito reventada, sin poder ahorrar un peso como para decir: bueno, ya fue, largo todo y veo si puedo encontrar algo mejor, más tranquilo, más digno.

          No, no puedo hacer eso, seamos realistas.

          Al menos es viernes, pienso.

          La última claridad del día se va evaporando en el horizonte mientras camino por las veredas arruinadas por la desidia municipal, esquivando soretes y escuchando a los Smiths.

          Podés patearme, podes pegarme, podés romperme la cara—canta Morrisey—pero no podés cambiar lo que siento.

          No tengo planes para el viernes a la noche. O, mejor dicho, sí, tengo el plan de todos los viernes, que consiste en comer unas salchichas calentadas en el microondas, acompañadas por un tomate cortado al medio—sin orégano, por supuesto, porque en casa no hay, ni va a haber orégano, al precio que está—, mientras miro algo en la compu. Finalmente, algo de porno y una paja antes de dormir. Vida de reyes. De ducharme, ni hablar. Mañana, no sé. Tal vez. Mañana será otro día.

          Cuando llego a la parada del colectivo ya es de noche. Pasan uno, dos, tres, seis colectivos que no me sirven, y luego llega el mío, a los veinte minutos. Me hundo en el último asiento individual, con las rodillas tocando el respaldo de adelante.

          Si te sobran cinco segundos—canta Morrisey—podría contarte la historia de mi vida.

          El colectivo llega a la avenida y suben varias personas; turistas, laburantes, zombis varios, con los ojos extraviados y las zapatillas roñosas, que van para el lado del hospital o buscando el refugio de los árboles del parque.       Una chica rubia, indudablemente extranjera, sube en la parada de la gomería y se para delante de donde estoy sentado. Tiene el pelo amarillo, casi blanco, y los ojos verdes muy claros. Lucha con una mochila enorme que carga a sus espaldas, hasta que finalmente logra desembarazarse de ella. Es bonita y huele a sudor de otro lugar; esa mezcla fuerte de curry y especias que acá no se usan, ni se consiguen. Luego de acomodarse en su sitio, de pie con la mochila entre las piernas, saca un mapa del bolsillo de la campera y se pone a estudiarlo. En un momento me mira y me pregunta, en un español quebrado, pero razonable, si sé cómo llegar al Abasto.

          —Falta un montón, le digo.

          Pone cara de no entender.

          —Es lejos, falta mucho.

          —Ah—me dice—¿Y tú-- vos vas allá?

          Pronuncia la palabra allá en porteño. Ashá.

          —Sí, voy cerca, si querés te aviso dónde podés bajarte, no hay problema.

          Sonríe y la cara se le ilumina. Tiene los dientes más perfectos que vi en mi vida.

          —Gracias—dice.

          Luego me saca conversación, en castellano. Veo que le cuesta hablar el idioma. Le pregunto si prefiere que hablemos en Inglés. Asiente y suspira aliviada.

          —¡Tu idioma es muy difícil!

          —No tanto como el tuyo—bromeo.

          Me cuenta que es de Liverpool y que está de vacaciones, pero pensando en venirse a vivir durante unos meses a Buenos Aires.

          —Mi país está mal—me explica. Bunch'a bloody racists.

          Yo le cuento que acá no estamos precisamente en el Paraíso, pero me dice que cualquier cosa es mejor que su país, en este momento. Le digo que casi todo el mundo piensa eso de su país, en casi todo momento.

          —Puede ser—concede, y se encoge de hombros—pero acá tienen fernet con Coca—agrega, y se ríe.

          —Ese es un argumento que no puedo refutar.

          Luego hablamos de música, de libros, de viajes—los que hizo ella, los que nunca hice yo, que jamás salí del Gran Buenos Aires, y lo más lejos que llegué, fue a Tigre.

          —Me llamo Katie—se presenta.

          —Javi—le digo, y le doy la mano.

          Es terrible, pero me doy cuenta de que me estoy enamorando otra vez. No es nada raro, en mí: me enamoro varias veces por día, todos los días. Al menos esta vez me estoy enamorando de alguien que me dirige la palabra, para variar. Al menos me siento a gusto hablando con Katie, no como si estuviese por rendir un examen de álgebra, sin haber estudiado.

          No quiero que el colectivo llegue al Abasto, pero llega igual.

          —Tu parada es la próxima—anuncio, con una sonrisa melancólica.

          —Ah. Ok. Gracias.

          —Si querés, te ayudo con tu mochila y me bajo con vos. Mi casa no es lejos y no me molesta desviarme unas cuadras—miento.

          —No, no hace falta, not really—responde, sin convicción.

          —Está bien, caminemos unas cuadras juntos y me contás más cosas de tus viajes.

          —Hm. Ok. ¡Perfecto, che!—dice, y se ríe.

          Bajamos del colectivo a una cuadra del shopping. Katie me cuenta que va al departamento de una amiga, que queda ahí nomás. Su amiga está de viaje, pero le mandó la llave por correo y le dijo que se ponga cómoda y que se quede a vivir ahí todo el tiempo que quiera.

          Le pregunto si la puedo acompañar hasta la puerta y me dice que sí.

          Seguimos hablando de todo un poco, hasta que ella se frena, mira algo que tiene anotado en una libretita negra, luego mira el número de una de las casas y me dice:

          —Creo que es—señala con el índice—aquí.

          Miro la libreta y corroboro que esa es la dirección.

          —Sí, es acá—confirmo. Bueno, en fin. Un gusto conocerte, Katie, espero que te guste la ciudad.

          —Espera. Um, una... ¿Cervecita? I mean, if you don't have any other plans for the evening.

          —No, no tengo otros planes—sonrío.

          —Buenísmo, um—me dice, y alza un dedo indicando que espere un momento.

          Lucha con la llave en el cerrojo hasta que logra abrir la puerta.

          —Compro unas cervezas enfrente y vengo—le digo. Yo te invito.

          —No, no—dice ella—my treat, yo te invito, yo pago. Pero primero dejamos el bolso.

          —Ok—respondo.

          Entramos por un pasillo largo y caminamos hasta el fondo, departamento 23. Katie abre la puerta y, sin mirar, tira la mochila adentro y vuelve a cerrarla.

          Desandamos la longitud del pasillo y nos cruzamos al supermercado, a comprar unas cervezas y algunos ingredientes para hacer una picada—idea mía—, que, esto sí, insisto en pagar yo. Me agradece.

          Volvemos. El departamento es increíblemente chico, una verdadera caja de zapatos. Consiste en una habitación sin ventanas, toda pintada de gris y casi desamueblada, salvo por un sofá que se hace cama, una mesa ratona delante del sofá, la cocina, la mesada y una heladera viejísima apoyada contra la pared del fondo. Eso y el baño.

          Katie pone los brazos en jarra y dice:

          —Alright, then. Not a palace, to be sure, huh?

          Le digo que no está tan mal, que se puede decorar, y que, en todo caso, siempre puede mudarse a un lugar mejor, más adelante, si no se adapta. Estoy pensando en mi departamento, por supuesto, que técnicamente es un lugar mejor, aunque no por tanta diferencia. Claro que no le digo que pienso eso. No estoy loco.

          Abro el cajón de la mesada y, milagro, encuentro un destapador, un cuchillo para cortar la picada y un plato dónde armarla. Debe ser mi día de suerte. Destapo dos cervezas y brindamos.

          —New places and friends—dice ella, alzando su botellita.

          Chocamos las botellas y bebemos. Katie parece recordar algo, y me hace una seña con la mano.

          —Ya vengo—dice.

          Me pongo a preparar la picada. Corto todo en cubos y armo, sobre el plato, un prolijo mandala de quesos, salame y aceitunas. Pongo el plato sobre la mesa ratona y me siento en el sofá, a esperar a Katie.

          Pasan diez minutos. Qué raro, pienso, habrá ido al super, a comprar algo más.

          Pasan veinte minutos. El aire huele raro, pero no sabría decir a qué.

          Me levanto y voy hacia la puerta. Sacudo el pestillo, pero la puerta está cerrada con llave.

          Vuelvo al sofá y me doy cuenta de que no me siento bien. Estoy un poco mareado y me suda la frente.

          Pasa un buen rato más, no sé cuánto, y vuelvo a levantarme. Voy hacia la puerta y forcejeo con el picaporte, pero la puerta está cerrada con llave. Pienso, de pronto, con esa claridad epifánica de la gente condenada que solamente puede atribuirse a un oscuro sentido del humor de Dios, que esa puerta está y va a permanecer cerrada con llave, por mucho que la sacuda.

          Trato de volver al sofá. Me desmayo a mitad de camino.

          Me despierto en el piso, acostado boca arriba. Un dolor de cabeza atroz me parte el cráneo. Si abro los ojos, recibo directamente la luz sucia de la lámpara que pende del techo, así que los mantengo cerrados.

          Me doy cuenta, de pronto, de que estoy desnudo y atado de pies y manos, como un lechón. Quiero sacudirme, quiero hacer algo, pero no puedo,  no logro pensar con claridad. Mi mente recibe unos flashes de pensamiento pero, tan pronto como los recibe, los vuelve a perder. Con esfuerzo, trato de entreabrir los ojos, pero no distingo más que siluetas que se mueven. Alguien me acaricia la cabeza.

          —Aw. You're awake, darling.

          Es la voz de Katie.

          —Despierto—dice otra voz de mujer, con un acento fuerte, acentuando exageradamente la letra r.              

          —Don't be afraid, Javi. This is good for you. Muy bueno, muy bien. Esto no es muerto, sino rebirth, nacer otra vez—dice—y me toca nuevamente la frente.

          Escucho la risa de la otra mujer y también escucho un ruido de... como de... no sé de qué. Es un murmullo denso, como el de una tribuna en un partido de fútbol; distante, monótono, y a la vez cercano y... en realidad no es exactamente eso. Es varias cosas. Es una voz que suena como muchas voces, de personas, de animales, pero también es un sonido y es muchos sonidos encimados.

          Algo—no alguien, sino algo—desliza un apéndice viscoso por mi espalda. Siento un pinchazo en la base de la nuca y la sensación horrible de que un líquido espeso se mete, o supura, por todos los orificios de mi cuerpo al mismo tiempo. Trato de gritar, pero me ahogo con el líquido que baja por mi garganta y sigue bajando hasta llenarme los pulmones. Por primera vez en mi vida, conozco el valor de la desesperación verdadera, que nace como un fuego en mi centro y termina quemándome, consumiéndome, anulándome.

          —Javi, Javi, Javi—dice Katie—You should know better. ¿Cómo se dice? Nunca se habla con extraños.         

 

En palabras del escritor, Alejandro Tolosana:

de chico, como hasta los 12 años (literalmente toda la época de los 80s), me aterraba hasta escuchar hablar de películas de terror, ni hablar de verlas. Y un día decidí vencer el miedo, de puro cabeza dura, y vi la primera de Alien, que me hizo ingresar a un mundo maravilloso de películas, libros y cómics de terror, junto a Poe, a Lovecraft y a las pelis de John Carpenter. Ahora, en casa no pasamos un viernes sin mirar una peli de terror. Toda una tradición.


Ilustración, por Vicky Benetti. Para seguir su trabajo, visiten su página de Facebook VICKY BENETTI. Y su Instagram VICKYB_S.

 

Comentarios