NUNCA HABLES CON EXTRAÑOS. Por Alejandro Tolosana.
Nunca se habla con extraños
Por
tercera vez en la semana tuve que quedarme en la oficina hasta cualquier hora,
para terminar un presupuesto. Mi jefe se fue temprano, como de costumbre,
dejándome la llave para que cierre todo al terminar.
Antes
de irse, me dijo, con una sonrisita socarrona:
— No
la vayas a cagar, Javi, querido, que esto es importante.
No la
vayas a cagar. El muy hijo de puta.
Ya
van dos años así, no aguanto más. Todos los días pienso en largar este trabajo
e irme a la mierda, pero ni soñarlo. La tasa de desempleo, en este país, es de
terror, y yo necesito trabajar, porque el alquiler es cada vez más caro—los
servicios, la comida, todo es cada vez más caro—y siempre estoy con la tarjeta
de crédito reventada, sin poder ahorrar un peso como para decir: bueno, ya fue,
largo todo y veo si puedo encontrar algo mejor, más tranquilo, más digno.
No,
no puedo hacer eso, seamos realistas.
Al
menos es viernes, pienso.
La
última claridad del día se va evaporando en el horizonte mientras camino por
las veredas arruinadas por la desidia municipal, esquivando soretes y
escuchando a los Smiths.
Podés
patearme, podes pegarme, podés romperme la cara—canta Morrisey—pero no podés
cambiar lo que siento.
No
tengo planes para el viernes a la noche. O, mejor dicho, sí, tengo el plan de
todos los viernes, que consiste en comer unas salchichas calentadas en el
microondas, acompañadas por un tomate cortado al medio—sin orégano, por
supuesto, porque en casa no hay, ni va a haber orégano, al precio que está—,
mientras miro algo en la compu. Finalmente, algo de porno y una paja antes de
dormir. Vida de reyes. De ducharme, ni hablar. Mañana, no sé. Tal vez. Mañana
será otro día.
Cuando
llego a la parada del colectivo ya es de noche. Pasan uno, dos, tres, seis
colectivos que no me sirven, y luego llega el mío, a los veinte minutos. Me
hundo en el último asiento individual, con las rodillas tocando el respaldo de
adelante.
Si te
sobran cinco segundos—canta Morrisey—podría contarte la historia de mi vida.
El
colectivo llega a la avenida y suben varias personas; turistas, laburantes,
zombis varios, con los ojos extraviados y las zapatillas roñosas, que van para
el lado del hospital o buscando el refugio de los árboles del parque.
Una chica rubia,
indudablemente extranjera, sube en la parada de la gomería y se para delante de
donde estoy sentado. Tiene el pelo amarillo, casi blanco, y los ojos verdes muy
claros. Lucha con una mochila enorme que carga a sus espaldas, hasta que
finalmente logra desembarazarse de ella. Es bonita y huele a sudor de otro
lugar; esa mezcla fuerte de curry y especias que acá no se usan, ni se
consiguen. Luego de acomodarse en su sitio, de pie con la mochila entre las
piernas, saca un mapa del bolsillo de la campera y se pone a estudiarlo. En un
momento me mira y me pregunta, en un español quebrado, pero razonable, si sé
cómo llegar al Abasto.
—Falta
un montón, le digo.
Pone
cara de no entender.
—Es
lejos, falta mucho.
—Ah—me
dice—¿Y tú-- vos vas allá?
Pronuncia
la palabra allá en porteño. Ashá.
—Sí,
voy cerca, si querés te aviso dónde podés bajarte, no hay problema.
Sonríe
y la cara se le ilumina. Tiene los dientes más perfectos que vi en mi vida.
—Gracias—dice.
Luego
me saca conversación, en castellano. Veo que le cuesta hablar el idioma. Le
pregunto si prefiere que hablemos en Inglés. Asiente y suspira aliviada.
—¡Tu
idioma es muy difícil!
—No
tanto como el tuyo—bromeo.
Me
cuenta que es de Liverpool y que está de vacaciones, pero pensando en venirse a
vivir durante unos meses a Buenos Aires.
—Mi
país está mal—me explica. Bunch'a bloody racists.
Yo le
cuento que acá no estamos precisamente en el Paraíso, pero me dice que cualquier
cosa es mejor que su país, en este momento. Le digo que casi todo el mundo
piensa eso de su país, en casi todo momento.
—Puede
ser—concede, y se encoge de hombros—pero acá tienen fernet con Coca—agrega, y
se ríe.
—Ese
es un argumento que no puedo refutar.
Luego
hablamos de música, de libros, de viajes—los que hizo ella, los que nunca hice
yo, que jamás salí del Gran Buenos Aires, y lo más lejos que llegué, fue a
Tigre.
—Me
llamo Katie—se presenta.
—Javi—le
digo, y le doy la mano.
Es
terrible, pero me doy cuenta de que me estoy enamorando otra vez. No es nada
raro, en mí: me enamoro varias veces por día, todos los días. Al menos esta vez
me estoy enamorando de alguien que me dirige la palabra, para variar. Al menos
me siento a gusto hablando con Katie, no como si estuviese por rendir un examen
de álgebra, sin haber estudiado.
No
quiero que el colectivo llegue al Abasto, pero llega igual.
—Tu
parada es la próxima—anuncio, con una sonrisa melancólica.
—Ah. Ok.
Gracias.
—Si
querés, te ayudo con tu mochila y me bajo con vos. Mi casa no es lejos y no me
molesta desviarme unas cuadras—miento.
—No,
no hace falta, not really—responde, sin convicción.
—Está
bien, caminemos unas cuadras juntos y me contás más cosas de tus viajes.
—Hm.
Ok. ¡Perfecto, che!—dice, y se ríe.
Bajamos
del colectivo a una cuadra del shopping. Katie me cuenta que va al departamento
de una amiga, que queda ahí nomás. Su amiga está de viaje, pero le mandó la
llave por correo y le dijo que se ponga cómoda y que se quede a vivir ahí todo
el tiempo que quiera.
Le
pregunto si la puedo acompañar hasta la puerta y me dice que sí.
Seguimos
hablando de todo un poco, hasta que ella se frena, mira algo que tiene anotado en
una libretita negra, luego mira el número de una de las casas y me dice:
—Creo
que es—señala con el índice—aquí.
Miro
la libreta y corroboro que esa es la dirección.
—Sí,
es acá—confirmo. Bueno, en fin. Un gusto conocerte, Katie, espero que te guste
la ciudad.
—Espera.
Um, una... ¿Cervecita? I mean, if you don't have any other plans for the
evening.
—No,
no tengo otros planes—sonrío.
—Buenísmo,
um—me dice, y alza un dedo indicando que espere un momento.
Lucha
con la llave en el cerrojo hasta que logra abrir la puerta.
—Compro
unas cervezas enfrente y vengo—le digo. Yo te invito.
—No,
no—dice ella—my treat, yo te invito, yo pago. Pero primero dejamos el bolso.
—Ok—respondo.
Entramos
por un pasillo largo y caminamos hasta el fondo, departamento 23. Katie abre la
puerta y, sin mirar, tira la mochila adentro y vuelve a cerrarla.
Desandamos
la longitud del pasillo y nos cruzamos al supermercado, a comprar unas cervezas
y algunos ingredientes para hacer una picada—idea mía—, que, esto sí, insisto
en pagar yo. Me agradece.
Volvemos.
El departamento es increíblemente chico, una verdadera caja de zapatos.
Consiste en una habitación sin ventanas, toda pintada de gris y casi
desamueblada, salvo por un sofá que se hace cama, una mesa ratona delante del
sofá, la cocina, la mesada y una heladera viejísima apoyada contra la pared del
fondo. Eso y el baño.
Katie
pone los brazos en jarra y dice:
—Alright,
then. Not a palace, to be sure, huh?
Le
digo que no está tan mal, que se puede decorar, y que, en todo caso, siempre
puede mudarse a un lugar mejor, más adelante, si no se adapta. Estoy pensando
en mi departamento, por supuesto, que técnicamente es un lugar mejor, aunque no
por tanta diferencia. Claro que no le digo que pienso eso. No estoy loco.
Abro
el cajón de la mesada y, milagro, encuentro un destapador, un cuchillo para
cortar la picada y un plato dónde armarla. Debe ser mi día de suerte. Destapo
dos cervezas y brindamos.
—New places
and friends—dice ella, alzando su botellita.
Chocamos
las botellas y bebemos. Katie parece recordar algo, y me hace una seña con la
mano.
—Ya
vengo—dice.
Me
pongo a preparar la picada. Corto todo en cubos y armo, sobre el plato, un prolijo
mandala de quesos, salame y aceitunas. Pongo el plato sobre la mesa ratona y me
siento en el sofá, a esperar a Katie.
Pasan
diez minutos. Qué raro, pienso, habrá ido al super, a comprar algo más.
Pasan
veinte minutos. El aire huele raro, pero no sabría decir a qué.
Me
levanto y voy hacia la puerta. Sacudo el pestillo, pero la puerta está cerrada
con llave.
Vuelvo al sofá y me doy cuenta de que no me siento bien. Estoy un poco mareado y me suda la frente.
Pasa un buen rato más, no sé cuánto, y vuelvo a levantarme. Voy hacia la puerta y forcejeo con el picaporte, pero la puerta está cerrada con llave. Pienso, de pronto, con esa claridad epifánica de la gente condenada que solamente puede atribuirse a un oscuro sentido del humor de Dios, que esa puerta está y va a permanecer cerrada con llave, por mucho que la sacuda.
Trato
de volver al sofá. Me desmayo a mitad de camino.
Me
despierto en el piso, acostado boca arriba. Un dolor de cabeza atroz me parte
el cráneo. Si abro los ojos, recibo directamente la luz sucia de la lámpara que
pende del techo, así que los mantengo cerrados.
Me
doy cuenta, de pronto, de que estoy desnudo y atado de pies y manos, como un
lechón. Quiero sacudirme, quiero hacer algo, pero no puedo, no logro
pensar con claridad. Mi mente recibe unos flashes de pensamiento pero, tan
pronto como los recibe, los vuelve a perder. Con esfuerzo, trato de entreabrir
los ojos, pero no distingo más que siluetas que se mueven. Alguien me acaricia
la cabeza.
—Aw.
You're awake, darling.
Es la
voz de Katie.
—Despierto—dice
otra voz de mujer, con un acento fuerte, acentuando exageradamente la letra r.
—Don't
be afraid, Javi. This is good for you. Muy bueno, muy bien. Esto no es muerto,
sino rebirth, nacer otra vez—dice—y me toca nuevamente la frente.
Escucho
la risa de la otra mujer y también escucho un ruido de... como de... no sé de
qué. Es un murmullo denso, como el de una tribuna en un partido de fútbol;
distante, monótono, y a la vez cercano y... en realidad no es exactamente eso.
Es varias cosas. Es una voz que suena como muchas voces, de personas, de
animales, pero también es un sonido y es muchos sonidos encimados.
Algo—no
alguien, sino algo—desliza un apéndice viscoso por mi espalda. Siento un
pinchazo en la base de la nuca y la sensación horrible de que un líquido espeso
se mete, o supura, por todos los orificios de mi cuerpo al mismo tiempo. Trato
de gritar, pero me ahogo con el líquido que baja por mi garganta y sigue bajando
hasta llenarme los pulmones. Por primera vez en mi vida, conozco el valor de la
desesperación verdadera, que nace como un fuego en mi centro y termina
quemándome, consumiéndome, anulándome.
—Javi,
Javi, Javi—dice Katie—You should know better. ¿Cómo se dice? Nunca se habla con
extraños.
En palabras del escritor, Alejandro Tolosana:
de chico, como hasta los 12 años (literalmente toda la época de los
80s), me aterraba hasta escuchar hablar de películas de terror, ni hablar de
verlas. Y un día decidí vencer el miedo, de puro cabeza dura, y vi la primera
de Alien, que me hizo ingresar a un mundo maravilloso de
películas, libros y cómics de terror, junto a Poe, a Lovecraft y a las pelis de
John Carpenter. Ahora, en casa no pasamos un viernes sin mirar una peli de terror. Toda una
tradición.
Ilustración, por Vicky Benetti.
Para
seguir su trabajo, visiten su página de Facebook VICKY
BENETTI. Y su Instagram VICKYB_S.