Grafitis, uno de los cuentos de Necrópolis

Mario Flores ganó el concurso provincial en la categoría cuentos. Te adelantamos uno de los relatos que integra el libro.

22 Abr 2019
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GRAFITIS

Una ciudad tatuada de grafitis. En la pared del costado de la iglesia, en pleno centro frente a la plaza principal de Tartagal, una mano anónima escribió Cura abusador no te salva ni tu dios. Los trazos de aerosol azul son precisos y cortos. Más abajo, en la misma pared, que da a la avenida: Aborto legal ya! Y al final, ya cerca del atrio y con otro color: Virginia te amo.

A pesar de ser la esquina más concurrida de la ciudad (la plaza San Martín que hay en toda ciudad, dos colegios privados católicos —uno al lado de la iglesia grafiteada— una galería comercial, el único cine que proyecta las películas con un mes de retraso) son pocos los que advierten las pintadas. El primero en leer detenidamente las frases en aerosol es Claudito, el canillita que todas las mañanas lleva el diario a la oficina parroquial. Esta mañana El Tribuno tiene una foto de Messi en la primera plana. Iba leyendo los titulares cuando levantó la vista para cruzar la calle y vio la pared.

Cuando entró en la oficina saludó a Mirta, la secretaria que anotaba misas y pasaba recados para el sacerdote. Esa mañana tenían la bendición a una panadería que inauguraba y darle el responso a un ex intendente que había estirado la pata la noche anterior. Mirta le devolvió el saludo casi sin mirarlo, estaba apurada y escribía con la cabeza baja, concentrada. Va a haber que pintar todo de nuevo, le dijo como para sacar conversación.

—¿Qué cosa? —preguntó ella.

—La pared, pué.

El canillita dio media vuelta y se retiró por el mismo camino que había llegado. Tenía más diarios que entregar y vender. Y notas que leer, aunque no siempre entendía las palabras largas y difíciles que usaban los periodistas. Más que nada, le gustaba ver las fotos de fútbol, las tomas congeladas con la pelota en el aire. Ahí a la vuelta, donde tenía el puesto, había dejado la bicicleta doble caño con el canasto lleno de diarios y revistas además de un par de facturas por pagar. Últimamente no le alcanzaba la plata para nada y tenía a una mujer inflándose con un embarazo no deseado. No había leído ni escuchado antes la palabra aborto.

Dios está en otra. Los alumnos de 4to. A del turno mañana de la Escuela de Educación Técnica N° 3135 de Tartagal tienen la ventana que da al frente de la sala de velatorios. Cada vez que alguien suelta un alarido de dolor se levantan y mirotean hacia allí. Para saber quién grita, para ver la escena.

—Ese intendente era un chorro, menos mal que se murió.

—¡Así no sigue choreando, jaja!

—Eh, respeten el dolor ajeno, pajeros.

—Pajero tu viejo que no se le para.

Cada tanto llegaba una 4x4 con coronas inmensas, y gente con lentes oscuros y el pelo teñido se amontonaba para despedir al político. A las 10 de la mañana el profesor de Química, don Segovia, dijo que tenían hora libre: él no iba a dictar clases.

—Me voy al frente a despedir a un compañero peronista.

Segovia siempre hablaba de política más que de los elementos de la tabla periódica. Dejaba las fórmulas a medio hacer en el pizarrón y empezaba a contar sobre la vez que se fue en un vagón de tren carguero a esperar el regreso del General.

Justo cuando el profesor de Química entraba en la sala velatoria, haciéndose lugar entre los que estaban parados en la vereda tomando un poco de aire, fumando un cigarro y comentando qué empresa, institución o familia había llevado la corona más grande, el cura de la iglesia del centro salía de la oficina directo para dar la última bendición al muerto. La corona de la familia Zottos era monumental. La de la Municipalidad no se quedaba atrás, pero se notaba que había poco presupuesto.

El sacerdote solo pudo llegar hasta la esquina, volvió sobre sus pasos y pasó la palma de la mano por la pared, como si quisiera borrar mágicamente una mancha molesta en su paisaje cotidiano. Después cruzó a la vereda del frente, donde estaban las tiendas de ropa, para leer bien y sacar una foto de aquel acto vandálico.

El dueño del local de la esquina acariciaba el busto del maniquí desnudo al que tenía que vestir cuando vio al cura parado afuera, sacando un celular de entre los pliegues del hábito franciscano.

—¿Qué pasó, padre? ¿Le pintaron la iglesia?

—¿Podés creer? —respondió el cura, sin voltear a verlo. Esto lo llevo a las noticias del canal, pensó. Y se fue para ahí, tomando la otra calle, olvidando que había un ex intendente esperando por una última rezada.

Embriones espaciales toman el té en tu casa. En el Hospital de Tartagal también amaneció una pintada de Aborto legal ya!, pero con aerosol de color rojo. La frase era más pequeña y estaba cerca de la guardia. Casi nadie se detenía a leer. La semana anterior una chica de dieciséis años había muerto desangrada al someterse a un aborto clandestino en una salita de emergencia, de noche y con el mínimo cuidado de un enfermero entrado en años. La madre salía en las noticias, en la radio, en el diario. Siempre con los ojos vidriosos y rojos, como si le hubieran destrozado algo por dentro. Los noteros del canal local habían pasado toda la tarde en la escuela de la muerta, para sacar a los compañeros al aire, conseguir información, a lo mejor el novio que la había preñado se animaba a hablar. Pero ningún alumno aceptó ser grabado, ni dar nombres, ni dar detalles sobre cómo era en vida la compañera caída, cuáles eran sus ilusiones, cuál era su materia favorita. Al final la nota

se redujo a la directora del Hospital dando cinco minutos de confusa información incompleta sobre métodos anticonceptivos.

Después: un día sin clases. Por respeto a la difunta. Después: a estudiar fuerte, que se vienen los finales, zánganos. En cada casa, a la hora del almuerzo, una madre con cara de preocupada habló con su hija con cara de triste. Y cada madre aconsejó a cada hija sobre

cómo cuidarse, sobre esperar al indicado, al que te ame de verdad, y sobre ir juntas a la ginecóloga por si tenían dudas que mamá no supiera responder.

Al cabo de dos días no se sabía nada de la salita nocturna, ni del enfermero implicado, ni de medidas de prevención o formación en escuelas.

A los cinco días, el cuarto banco de la tercera fila del aula, donde la muerta se sentaba en clase, estaba marcado con fibra negra: jodete por puta. Todos lo leyeron, pero nadie decía saber quién lo había escrito. Romina y Caro, que se sentaban en los bancos de al lado, fueron a la oficina de la celadora para pedir un trapo con alcohol para borrar el mensaje de odio del banco de su amiga.

A los siete días el muerto importante que llamaba la atención era otro. Hombre, político, de plata y de muerte natural.

Dios ama la pantalla, Dios ama la primera plana. El cura volvió a la iglesia con un camarógrafo y el conductor de las noticias del mediodía. El cameraman grabó las frases pintadas con su ojo y luego enfocó al sacerdote: una ensayada cara de angustia, pero con la suficiente superioridad moral, pidió a los responsables que se hicieran presentes.

—No habrá denuncia —aclaró el fraile—. Pero todos queremos nuestra iglesia limpia y sin rayones de odio. Con que vengan a limpiar lo que hicieron es suficiente. El Señor sabe lo que cada uno guarda en su corazón.

Hizo la señal de la cruz y el conductor, que cada vez estaba más pelado, dio por terminada la nota.

—Ya mismo vamos a editar y sale en el bloque principal del noticiero —le confió.

—Te lo agradezco, chango —dijo el cura.

Luego se abrazaron con un cariño muy parecido a la complicidad y se despidieron. El sacerdote se internó en la iglesia, para charlar con algunos feligreses y jubiladas que ya estaban ahí, compartiendo la indignación de las paredes mancilladas. Les dolía el templo.

Después de un rato se armó un grupo que se puso a rezar el rosario —como quien convence a los amigos de ir a tomar una cerveza o comer un choripán en la esquina, nos recemos unos cuantos misterios gloriosos— y el cura se dirigió a la sacristía, detrás del altar. Ahí estaba Joaquín, poniendo vino tinto de damajuana en una pequeña jarrita de vidrio, preparando todo para la misa de la tarde.

El fraile entró resollando, como si la media mañana lo hubiera desgastado por completo. Se desató el cíngulo blanco de la cintura y empezó a sacarse el hábito marrón de franciscano, oscuro y caliente para el verano de Tartagal.

Ayudame, le dijo al monaguillo.

El niño lo ayudó a sacarse el hábito y luego lo colgó en el respaldo de una de las sillas que había en la sacristía. Luego le dio la espalda y volvió a su tarea: poner una buena cantidad de hostias en el copón. El cura se dejó caer en la misma silla donde estaba el hábito, colorado de transpiración y —tal vez— de bronca. Todos lo apoyamos a usted, padre, le habían dicho hace un momento las viejas y creyentes que estaban rezando el rosario. Tenía que preparar una buena homilía para la tarde, defenderse, estarse calmo y dar la imagen de seguridad espiritual que lo caracterizaba.

Necesito relajarme un rato ¿sabés?, dijo.

Los pequeños pelos en la nuca de Joaquín se erizaron, de repente. Y la habitación se quedó en silencio como otras veces.

Para después volver como fantasmas. El cadáver del ex intendente quedó esperando a que le vinieran a rezar un padre nuestro, pero se acercaba la hora de marchar para quedar debajo de casi dos metros de tierra oscura cerca del mediodía en un lindo parque privado, nuevito: donde casi no había tumbas. Los alumnos de 4° A de la Escuela Técnica vieron, parados sobre sus sillas y bancos, cómo arrancaba el cortejo en la vereda de enfrente. Todos los autos eran flamantes, todas las señoras con las raíces imperceptibles y había hasta oficiales de tránsito dirigiendo a la muchedumbre.

No todos los del curso pudieron presenciar cómo el féretro se iba a su última morada ante los gritos desgarradores bien actuados de la viuda: Romina y Caro estaban en la dirección, cada una en una silla, cada una con la mirada clavada en los cerámicos del piso. La celadora las vigilaba de cerca, parada junto a la puerta. No se preocupaba en disimular una expresión de asco y vergüenza al verlas ahí. Estaba ocupada en dos cosas: evitar que se fueran sin avisar y encontrar el número del canal de televisión local, no quería desperdiciar sus quince segundos de fama. Por el otro pasillo de la escuela, la directora se acercaba con paso lento pero firme. Traía en sus manos la mochila de una de las dos chicas: en su interior tintineaban dos latas de aerosol azul y rojo.

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