Relato de una fuga del infierno

Una víctima de violencia cuenta su historia desde un refugio. La psicopatía del padre, la complicidad de la madre. La maratón burocrática para conseguir ayuda. Su hijo, el presente impotente a 90 kilómetros de casa y el futuro anhelado.

25 Nov 2015
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IMÁGEN ILUSTRATIVA: GLOBOVISIÓN

M. tenía un bolso chico preparado con documentos, ropa y algo de plata ahorrada por si algún día tenía que escapar.

En su cabeza seguían las frases que le repetían sus amigos: “andate, no seas boluda, tomate el palo. Hacelo por vos y el bebé”. Hoy M. vive con su bebé en uno de los tres refugios que tiene la provincia para mujeres víctimas de violencia. Su relato sobre las agresiones de su padre fue suficiente para que el Ministerio de Derechos Humanos decidiera alojarla para proteger su vida.

Como el de todas las mujeres en su situación, M. hizo un camino largo y complejo para salvarse, después de una vida abollada a golpes y que relata desde el anonimato en un encuentro con LA GACETA. 

“No era un chirlito”
 
M. es simpática, coqueta y maternal; tiene el pelo largo, castaño, enrulado, cejas cortas y depiladas con cuidado, las uñas pintadas de lila, sin morder.

En el refugio para víctimas de violencia, las letras y flores recortadas en papel de diario le dan al pasillo un aire alegre, de jardín de infantes. La decoración es precaria y contrasta con las frases estridentes de los afiches. “Mientras más grande la lucha, más grande es el triunfo”, dice uno de ellos.

La casa tiene un patio chico con el cielo enrejado, al igual que las puertas y ventanas. Después está una oficina donde M. se sienta frente al escritorio y se dispone a la entrevista. El grabador se enciende y ella empieza a hablar muy rápido al principio y sin dejar pausas para hacer preguntas. “Disculpen, el discurso ya lo repito de memoria”, dice, sonríe. Es natural para ella contarlo así. Aprendió a revivir el padecimiento en cada oficina pública y ante cada profesional con el que se entrevistó. El discurso, como dice M., es de memoria, la del cuerpo y las emociones que aprendió a contener para pedir ayuda.

“Yo no vengo de una familia no pudiente, tampoco toda mi vida fue siempre así. Las circunstancias me llevaron a estar hoy acá”. No solo en la pobreza hay violencia, también en las clases medias y más acomodadas, asegura. “Esto le puede pasar a cualquiera. Yo he sido una niña consentida: muchos regalos, pero a la vez mucha soledad”.

M. nació hace poco más de veinte años a 90 kilómetros de la Capital salteña. Estudió en un colegio católico y había comenzado a cursar una carrera universitaria que tuvo que abandonar.

“Sufrí abusos físicos y psicológicos. No era un chirlito. Mi padre es una persona que tiene la lengua muy larga y sucia, la mano muy suelta”, cuenta, con metáforas precisas. Está segura de que todas esas imágenes grotescas hoy son parte del pasado. En un futuro cercano, hasta que encierren a su padre, planea escribir una nueva historia para ella y su bebé. El optimismo es combustible para ella y su hijo, y se piensa en el impulso de despegar.

Inocencia interrumpida

A los 15 años, cansada de los golpes, gritos y amenazas, fue con su hermana a la comisaría a denunciar al padre. El expediente policial abrió una nueva etapa de persecución, miedo y golpes en su biografía.

“Cuando era chiquita había muchas cosas que me tenía que callar, por amenazas y por miedos. Mucha gente ya me lo ha dicho: la única manera de frenar a tu padre es poniéndolo tras las rejas. Él es compulsivo y se ensaña conmigo. Está mal de la cabeza y no puede controlar sus impulsos”, cuenta, mientras los corazones de la pulsera golpean con el escritorio.

La Justicia le impuso al padre una orden de restricción que nunca cumplió. “Las pericias psiquiátricas han determinado que tiene un perfil psicópata”. Pero el psicópata continúa suelto y ella sigue escondiéndose –en un refugio- a 90 kilómetros de donde vivió toda su vida.

La puerta a los abusos

A M. le cambia la voz cuando habla de su madre. La recuerda como la mujer con la que vivió grandes momentos, pero también quien la entregó a la peor de las miserias. 

“Ella siempre abrió las puertas a los abusos. Me ha costado mucho tiempo ponerle un fin a la relación con ella. Es una persona que quizá tiene problemas de valores”.

Durante la entrevista, interrumpe varias veces su relato para recordar a quienes la acompañaron en el calvario. “A pesar de que hubo mucha miseria en mi vida, quiero aclarar que también hubo mucha gente buena. Si no hubiera sido así, ya estaría loca o muerta”. 

David y Goliat

Con su primera denuncia, M. emprendió una batalla no solo contra su padre. También contra la burocracia estatal y judicial.

Recorrió decena de oficinas públicas buscando ayuda y denunciado su situación. La escucharon policías, abogados, jueces y psicólogos, pero nadie pudo ayudarla. “Hay un juego en esos lugares. Me tenían de un lugar para otro, y siempre terminaba en el mismo lugar. Es triste porque he visto personas a las que han estado boludeando en la cara y quizá están acostumbrados a que le hagan eso”.

En este caso, como en muchos más, ni el Estado, ni la Justicia estuvieron a la altura de las circunstancias. Apenas tuvo suerte, dice, de haber tenido tiempo para escapar y evitar un femicidio más. M. se decidió y saltó barreras judiciales, burocráticas, familiares y sus propios miedos para escapar en busca de un nuevo destino.

“Cuando termine con esto, voy a tener que pagar un abogado, porque con los que hay en el Estado ya hablé con un montón y siempre son solo orientativas las cosas, cuando hay que accionar ellos no son tan competentes”.

En la trinchera

Llegó en colectivo a Salta junto a su hijo de apenas meses. Se hospedó en un hostel durante un tiempo hasta que se le acabaron los ahorros y, a pesar de la generosidad de los propietarios del alojamiento, decidió salir a la calle a pedir ayuda.  

“En Salta me encontré con gente muy buena, que se solidarizó con mi situación. Estuve bastantes días en un hostel. Me cuidaron, me dieron alimentos y nos hicimos amigos. Agarré mis cosas y me fui a una ONG a pedir ayuda. Ahí han sido muy buenos y muy cariñosos. Hubo mujeres que tuvieron una actitud muy maternal conmigo. Me era difícil decir que estaba en situación de calle y más con un bebé”.

Compañeras en la violencia 

M. hoy comparte su vida con otras mujeres que se encuentran en el refugio donde fue alojada por el Ministerio de Derechos Humanos. Hay chicas de todas las edades, muchas con bebés en brazos. Cada una tiene su historia, todas están marcadas por la violencia. 

“Soy madre soltera por elección, yo busqué tener a mi hijo. Sabía que me iba a hacer feliz y hoy es una gran motivación para no bajar los brazos. Lo quiero mucho y hago todo esto para no terminar en la calle con él”, cuenta M y vuelve a sonreír, se le iluminan los ojos. “Yo a los 17 ya decía que me gustaría ser madre. Pienso en armar una familia y en mi proyecto no existe la violencia. Yo soy muy ambiciosa y planeo trabajar, terminar mis estudios. Gracias a Dios no soy de esas mujeres que quieren repetir la historia. En algún momento pienso que ese circo tiene que terminar”, cuenta, la mirada se le pierde por la ventana.

“A mí todo esto me condiciona emocionalmente. Estoy en una búsqueda constante de paz y tranquilidad y de una felicidad que no llega. Ojalá esta ya sea la última etapa. Hoy estoy buscando tener un techo y seguridad para mi bebé.  ¿Qué me deparará el futuro? No lo sé. Lo que sí sé es que quiero terminar con esta locura para yo poder seguir desarrollándome bien”.
 

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