El camino del vino tiene un desvío encantador

En el Alto Valle Calchaquí, las pequeñas bodegas familiares son un recorrido que propone detenerse a probar blends de vinos de altura y disfrutar del contacto directo con sus hacedores.

01 Oct 2014

A 150 kilómetros de Salta existe una reserva casi inexplorada para los vinos de altura, un valle a 2500 metros sobre el nivel del mar, donde el agua nunca falta y hay miles hectáreas de tierra dispuestas a producir uvas de las mejores cepas. El área sigue sin embargo sin explotarse demasiado. Apenas un puñado de bodegas familiares, una producción que cada año no supera los 60 mil litros y que se distribuye y vende de manera igual de artesanal.

Fuera del microclima que generó Colomé -y que desde 2001 explota 140 hectáreas que dan medio millón de litros de vino anuales- el Alto Valle condensa a no más de una decena de viticultores pequeños y medianos entre Payogasta y Molinos, aunque la cuenta indica que hay casi cinco mil hectáreas propicias para cultivo de vides, con agua de vertientes o del deshielo incluso en mayor volumen que la disponible en la zona más baja de los Valles Calchaquíes.

Una vuelta por sus bodegas -organizada para medios locales por el programa de Posicionamiento de los Vinos de Altura que promueve el Ministerio de Ambiente y Producción Sustentable de la provincia- da cuenta de la dedicación personal y afectiva que invierten en la producción, que no solo abastece un creciente mercado de culto de vinos finos, sino que además atrae al turismo especializado. Alejandro Alonso, de Bodega Viñas de Payogasta, trabaja hace 11 años en viñedos que producen unos seis mil litros por año, en ocho variedades de uvas con las que diseña sus propios blends: malbec, torrontés, tannat, syrah, sauvignon blanc, cabernet, sangiovese y petit verdot. La piel curtida por el sol, el entusiasmo expansivo de la marca –que también incluye un hotel y un restorán provisto por su propia huerta orgánica y ganado caprino y ovino- la mira puesta en seguir creciendo. “Esta región no tiene desventajas para producir, nada más falta quien invierta”, explica, y apunta que el costo para hacer vinos es de unos 15 mil dólares por hectárea en sistemas de represas para riego por goteo, filtros, plantas, maderas, alambres y estructuras para vides que tardan unos cinco años en rendir al 100 por ciento. “Los tres primeros años son todos gastos, al cuarto hay un 40 por ciento de la producción que rinde y en el quinto ya está plena”, explica.

Ganar la tierra

A esa región privilegiada se llega en auto desde Salta, tras casi cuatro horas de viaje por curvas y contracurvas en ascenso, atravesando un parque de cardones que parece salido de un paisaje lunar, y con el ánimo dispuesto a un ritmo que impone bajar la velocidad interna y acompañar las pausas del apunamiento. Allí se instalaron algunas de las familias que hoy se encargan de mantener vigente la mística que sostiene el enoturismo en lugares como Cachi. Salir a encontrarlos, abrirse a sus historias, es parte de la degustación de los vinos que presentan como conquistas.

La punta de esa nueva sinergia de productores vitivinícolas la hicieron Nuni y Alberto “Payo” Durand, al frente de la bodega El Molino, una empresa familiar que se fundó alrededor de un molino de granos, instalado por los padres mercedarios en el siglo XVII, y que sigue funcionando en el corazón de la finca. Allí cultivan merlot, syrah y malbec en 14 hectáreas y fabrican 10 mil botellas al año en una bodega gravitacional. “El problema que tenemos ahora es que hay 300 millones de litros de vino que no se pueden exportar en Argentina por el precio de los insumos y esa presión está colapsando el mercado interno”, opina Durand.

El costo de producción lo apunta Alonso y es un dato para nada menor: la botella terminada, en caja, con etiqueta, capuchón, corcho pero sin el vino, cuesta entre 20 y 25 pesos, mientras que su contenido ronda los 20 o 30 pesos de costo. A esos valores habrá que agregarle el transporte, la publicidad, los gastos en recursos humanos y demás variables que operan en el precio final del producto. “El secreto para que esto sea un éxito es que a la gente le guste y esté dispuesta a comprar los vinos”, define, sin misterios, y distingue en el terroir del alto valle las condiciones que lo benefician. “Tenemos un vino de altura con cantidades altas de aromas y colores, de alcohol. Es una zona que da particularidades que hoy son las más buscadas del mundo”, agrega.

El vino que hace Dios

En la cava de Isasmendi, muy cerca de la plaza de Cachi, la temperatura y humedad ambiente están medidas con la precisión de un orfebre. Jean Paul Bonnal es el artista enólogo que diseñó los blends de la casa y su nombre es la marca de uno de los tres vinos –Cellarius y Familia Isasmendi son los otros dos- que ofrece la bodega, comandada por su hija, Silvia, y por su yerno, Ricardo Isasmendi, de la misma familia que hace 180 años fundó la primera bodega del país, hoy convertida en Colomé. “La bodega nació porque tenía que nacer”, dice ella, que se encarga además de la alquimia de los vinos y explica desde la magia lo mejor de los procesos. “Le sacamos el alma al vino, pero al vino lo hace Dios”, asegura, con palabras de su papá, y apunta que a las mezclas de varietales le dejan siempre espacio a la uva criolla, como una manera de mantener la esencia de la bodega local que funcionaba antes de la llegada de Isasmendi.

En la casona, ubicada en lo alto de una quebrada con vista al valle, se cultiva tannat, cabernet sauvignon, malbec, merlot y torrontés y se fabrica de manera artesanal en un volumen que llega a los 10 mil litros anuales y se vende en locales y vinotecas escogidas del centro salteño. Visitar el predio es lo mejor de la invitación, con sauces al pie de las viñas y permiso para pasear entre los surcos con la copa en la mano.

Bajo la luna

Otra tierra ganada para el vino fue la de Miraluna, una estancia que contiene también cabañas para alojamiento, crianza de cabras y mirador estelar en lo alto de un cerro. La bodega es la cuarta pieza del puño de productores que se asocian como familia para comprar máquinas, conseguir financiamiento y asesoría de enólogos en sus bodegas. La manera de hacer el vino es lo que los diferencia, pero también lo que los une. Marcela Canals y Carlos Urtasun son la pareja que comanda el emprendimiento, que hoy fabrica 20 mil litros de vino anuales y planea expandirse a 30 mil en el corto plazo.

Malbec, tannat y merlot son las especialidades de la casa, con blends que preparan asesorados por Luis Asmet (el mismo de El Porvenir y Finca Humanao). De ahí salen el Merlot, Reserva Malbec y Malbec, trío de etiquetas que se consiguen en tiendas de vinos y en los locales del Café del Tiempo que regentea la familia. La ejecución de la bodega es parte del proyecto de vida del clan Urtasún, que buscó en suelo calchaquí la calidad de vida que se les escapaba en las capitales. “Todo esto es para los nietos, parte del sueño, para que algún día vean la foto de la locura que comenzaron los abuelos”, dice Marcela, que también pinta, diseña, organiza y lleva el libro de vuelo de la empresa.

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