Hiroshima

El 31 de agosto de 1946 se publicó en el New Yorker una extensa nota de John Hersey sobre las secuelas de la bomba atómica lanzada en Hiroshima. Con los años, ese texto que para algunos es el “artículo más famoso del mundo” se convertiría en un libro emblemático del periodismo.

28 Ago 2016
1

Por Alejandro Duchini - Para LA GACETA - Buenos Aires

Hay una historia de Hiroshima que me impactó muchísimo cuando la leí, a mis más o menos 20 años, en un libro de Ernesto Sabato que se llama Abaddon el exterminador. Es, en verdad, la transcripción de un despacho de la agencia de noticias AFP, fechado en Tokio. Sobre la base de ese cable, el ciudadano norteamericano Cornelius Lippmann se dirige por carta al Secretario General de las Naciones Unidas para comunicarle su renuncia a “la raza humana”. Lippmann basa su decisión en la historia de Yasuo Yamamoto, quien cuenta cómo vivió la jornada del 6 de agosto de 1945, cuando el ejército de los Estados Unidos lanzó la bomba atómica sobre esa ciudad japonesa. Nunca leí algo tan duro acerca de la muerte de un hijo ni sobre Hiroshima. Hasta hoy, cuando doblo en edad a aquel joven que fui y acabo de leer Hiroshima, del periodista norteamericano John Hersey.

El 31 de agosto de 1946 -se cumplen ahora 70 años- se publicó en la revista New Yorker una única nota; y era sobre ese tema. Se trataba de un extenso relato del mencionado Hersey, quien había viajado unos cuantos meses después a lo que quedaba de Hiroshima para hablar con testigos del desastre. Quería saber en primera persona cómo vivieron los hechos. Luego escribió. Y 40 años después regresó para saber qué había pasado con ellos.

Esos testimonios se convirtieron en libro. Hace unos meses, el grupo Penguin Random House lanzó una nueva edición que ya se puede conseguir en el país.

De tapa dura, impecable, tiene un prólogo del escritor colombiano Juan Gabriel Vázquez. Hiroshima se divide en cinco capítulos.

Vázquez cuenta que ese texto original del New Yorker se convirtió en “el artículo más famoso del mundo”, que fue leído “entero, sí, por radio” y que su única traducción en castellano fue hecha en Argentina, en los 60. “Hersey explica por qué quiso escribir acerca de lo sucedido no a los edificios, sino a los seres humanos”, explica Vázquez para diferenciar ese relato de lo que se publicaba en aquel entonces.

Un resplandor silencioso es el primer capítulo del texto de Hersey. Presenta a los sobrevivientes: los describe en base a sus profesiones y lo que hacían minutos o segundos antes de la bomba. “Entonces cortó el cielo un resplandor tremendo”, le dice uno de ellos al autor, quien luego aclara que “casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba”. Y después: “Bajo lo que parecía ser una nube de polvo local, el día se hizo más y más oscuro”. Una mujer agrega que “todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto”. Y otro testimonio: “Justo al girar la cabeza y dar la espalda a la ventana, el salón se llenó de una luz cegadora. (...) Todo se desplomó”.

El segundo capítulo es El fuego. Se cuentan los momentos que siguieron a la bomba. “Las casas ardían; cuando comenzaron a caer gotas de agua del tamaño de canicas, el señor Tanimoto creyó que venían de las mangueras de los bomberos que luchaban contra el incendio. (En realidad, eran gotas de humedad condensada que caían de la turbulenta torre de polvo, aire caliente y fragmentos de fisión que ya se había elevado varios kilómetros sobre Hiroshima)”, describe Hersey en base a testigos. Alguien recordará que “los niños estaban callados, salvo Myeko, la de cinco años, que no paraba de hacer preguntas: ‘¿por qué se ha hecho de noche tan temprano? ¿Por qué se ha caído nuestra casa? ¿Qué ha pasado?’”.

Otro contará que se refugió en un río, bajo un puente, desde donde veía a gente inmovilizada entre maderas, y que escuchaba gritos; un médico dirá que ayudaba como podía y que al hospital llegaba gente “arrastrándose”. Hersey le pone números a los hechos: “En una ciudad de 245.000 habitantes, cerca de cien mil habían muerto o recibido heridas mortales en un solo ataque; cien mil más estaban heridos”. Ese mismo médico, unas líneas debajo, será descripto como alguien que “pasmado ante tanta carne viva, (...) perdió por completo el sentido de la profesión y dejó de comportarse como un cirujano habilidoso y un hombre comprensivo; se transformó en un autómata que mecánicamente limpiaba, untaba, vendaba, limpiaba, untaba, vendaba”.

El día después

En el capítulo III, denominado Los detalles están siendo investigados, hay más testimonios crudos. “Tanimoto recordó con desazón las quemaduras que había visto a lo largo del día: amarillas primero, luego rojas e hinchadas y la piel desprendida, y al final de la tarde supurando, hediondas”, se lee. Y lo que continúa es el paso de los días, la presencia del horror.

A partir del IV, Matricaria y mijo salvaje, se cuentan más días posteriores: el dolor que sigue y el intento por recomenzar en una ciudad destruida. Se habla de los primeros síntomas de enfermedades que padecerán, en los años siguientes, los sobrevivientes. Malestares, desmayos, cansancio y mutilaciones se vuelven moneda corriente.

El quinto capítulo es el mencionado Las secuelas del desastre. Estamos en 1985, cuando Hersey volvió a Hiroshima para ver qué era de la vida de quienes brindaron sus testimonios tras el ataque. Si se deciden a leer el libro, les recomiendo la descripción del encuentro en un set televisivo entre el capitán Robert Lewis, copiloto del Enola Gay, y Tanimoto, uno de los sobrevivientes. Tanimoto era el único que desconocía que se cruzaría con Lewis. En tanto, se cuenta cómo se ocultaba información oficial sobre las consecuencias de Hiroshima. Y cómo crecía, paralelamente, la carrera armamentista en el mundo. Algo que aún sucede.

Parece que no hemos aprendido nada.

© LA GACETA

PERFIL

John Richard Hersey nació en la ciudad china de Tianjin, el 17 de junio de 1914. A sus diez años, su familia regresó a los Estados Unidos. Escritor y periodista, fue ganador del Premio Pulitzer. Ha publicado novelas y libros periodísticos. Hiroshima es su máxima referencia profesional. Murió en su casa de Cayo Hueso, en Florida, el 24 de marzo de 1993.

Comentarios