Paul Tibbets: “Nunca perdí una noche de sueño por Hiroshima”

El piloto que lideró el primer ataque nuclear de la historia borró del mapa una ciudad de medio millón de habitantes en 30 segundos; insistió hasta su muerte en que fue la decisión correcta y que aceleró el final de la guerra

28 Ago 2016
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ENOLA GAY. El bombardero B-29 dejó caer sobre Hiroshima una bomba con un poder explosivo equivalente a 20.000 toneladas de TNT.

Por Héctor D'Amico

La noche antes de lanzar la bomba sobre Hiroshima, el entonces coronel Paul Tibbets ordenó que pintaran el nombre de su madre sobre la trompa del avión. Enola Gay escribieron los mecánicos con grandes letras negras de imprenta. Ese extraño bautismo, improvisado en una diminuta isla del Pacífico horas antes del primer bombardeo atómico de la historia, despertaría con el tiempo la curiosidad morbosa de legiones de periodistas y escritores, quienes trataron de encontrar una explicación razonable para ese rito que, en definitiva, identificó para siempre a una madre del medio oeste norteamericano con aquella hecatombe nuclear. Al finalizar la guerra, Tibbets mismo alentó ciertas hipótesis desconcertantes al explicar que el bautismo había sido “un homenaje” y que no le incomodaba que el nombre Enola Gay quedara asociado a la explosión. “Son dos palabras fáciles de recordar -precisó en uno de los pocos reportajes que ha concedido en su vida- y cuando mi avión sea exhibido en un museo nadie lo va a confundir con otro”. Pero el B-29 jamás fue admitido en el Museo Nacional del Espacio de Washington, donde conviven, entre otros, el Spirit of Saint Louis, de Lindbergh, el módulo lunar Eagle de Neil Armstrong y medio centenar de aviones de combate de las dos guerras mundiales. La presencia del Enola Gay sería, todavía hoy, demasiado provocativa para muchos visitantes, sobre todo para las oleadas de turistas japoneses que pasean entre los viejos aviones con sus Nikon colgadas al cuello.

Lo que hicieron las autoridades del museo fue relegarlo a un anonimato piadoso pero vergonzante: argumentaron que era “demasiado grande” para ser exhibido y lo arrumbaron en un hangar anónimo de la Fuerza Aérea en el estado de Maryland. Tibbets tuvo mejor suerte que su avión. Pero a diferencia del B-29 nunca pudo refugiarse en la paz que trae el olvido. Tampoco sabe, cuarenta y tres años después de finalizada la guerra, cómo lo recordará la historia. Ni siquiera cómo lo recordarán los norteamericanos de las próximas generaciones. En el momento en que lo nombraron comandante del supersecreto Grupo 509 de la fuerza aérea de los Estados Unidos -cuyo objetivo era arrojar la primera bomba atómica- ya era un piloto famoso y tocado por la gloria. Había realizado 40 misiones sobre la Alemania nazi y siempre había logrado traer de regreso a casa a sus bombarderos ametrallados por el enemigo. Hiroshima lo convirtió, de la noche a la mañana, en un héroe nacional. Era el piloto temerario que con una sola misión sobre territorio japonés y una bomba con un poder explosivo equivalente a 20.000 toneladas de TNT había acelerado el fin de la lucha en el Pacífico y salvado de una muerte segura a decenas de miles de marines. Dos días después de Hiroshima se ofreció como voluntario para Nagasaki, pero sus superiores no lo dejaron ir: era un hombre demasiado valioso como para arriesgarlo en un segundo vuelo. Fue entonces cuando el público conoció los primeros informes de lo que había sido Hiroshima. El Enola Gay dejó caer la bomba a las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945. La explosión ocurrió en el aire, a unos 570 metros sobre el hospital Shima, ubicado en el centro de la ciudad. En los primeros 9 segundos murieron 100.000 personas y otras 100.000 quedaron heridas, muchas de ellas de gravedad. La temperatura en el lugar del impacto alcanzó los 50 millones de grados centígrados; a dos kilómetros de distancia el calor era de 1800 grados. La onda expansiva -con una fuerza de un kilo por centímetro cuadrado- derribó 60.000 edificios de un soplo y convirtió el centro de la ciudad en un descomunal baldío radiactivo. Los sobrevivientes dijeron, simplemente, que aquella mañana “el cielo se derrumbó sobre ellos y luego volvió a levantarse”. Pocas veces alguien dio una definición tan breve y a la vez tan fiel del infierno...

- ¿Qué sintió exactamente al ver el hongo elevándose sobre Hiroshima?

- La bomba demoró 54 segundos en caer y fueron los segundos más largos de la historia. Entonces vi el resplandor y cuando la luz llegó al avión sentí un gusto a amalgama en la boca (años después un físico me explicó que la energía atómica liberada había actuado sobre la mezcla de plomo y plata con que el dentista había arreglado una de mis muelas). Desde entonces tengo la extraña sensación de que la bomba atómica tiene gusto a amalgama. Diez segundos después del estallido nos alcanzó la primera onda expansiva. En seguida nos golpeó la segunda y el avión se estremeció como si lo hubiese alcanzado el fuego antiaéreo. Yo seguí girando hacia la izquierda hasta completar un círculo sobre Hiroshima. El hongo atómico seguía creciendo y a los dos minutos llegaba hasta los 30.000 metros de altura. Era una imagen terriblemente conmovedora. Cuando finalmente enderecé el avión y miré por primera vez hacia abajo me di cuenta de que sólo quedaban algunos edificios en ruina en los barrios alejados: la ciudad entera había desaparecido. Yo había escuchado varias descripciones posibles sobre cómo sería la explosión, pero aquello era absolutamente increíble y desolador. Ahora que han pasado los años sigo pensando que aquélla fue una decisión correcta y en iguales circunstancias volvería a arrojar la bomba.

- Usted ha hecho un relato técnico del 6 de agosto, sin revelar para nada cuáles eran sus sentimientos, como si hubiese visto todo en una película en lugar de ser uno de los protagonistas. ¿No le resulta extraño?

- Imagino a dónde quiere llegar. Pero yo no puedo sentirme culpable por ser un hombre frío, técnico diría, obsesionado por la perfección. Mi relato es el de un piloto profesional que arrojó una bomba y eso es exactamente lo que yo era en 1945. Un sentimental jamás habría piloteado aquel avión. Creo que una de las cosas que más le molestaron a mucha gente durante años es que nunca me haya arrepentido. Pero nunca perdí una noche de sueño por la bomba de Hiroshima.

* Fragmento de una entrevista publicada originalmente en la revista dominical del diario La Nación.

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