Ante la falta de policías, el barrio Santa Mónica tiene una Patrulla Urbana

De día, con sus herramientas hacen changas para llevar el pan a sus casas. De noche, caminan el barrio custodiando las casas. Te contamos cómo es una jornada de patrullaje, en un barrio olvidado.

12 Feb 2017
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No son héroes de película. Marcos está armado con un palo de escoba y un silbato.  "El Tucu" tiene una linterna de mango largo. Orlando y "Pitín" llevan palos y Ariel un caño flexible de PVC. Así salen desde una semana todas las noches a patrullar las calles del barrio Santa Mónica. Cansados de los robos, y de la ausencia policial en la zona, tomaron esta decisión: cuidar el barrio, haciendo trabajo principalmente preventivo.

Quien escribe esta crónica acompañó a los Guardianes de Santa Mónica – por darles un nombre- en el patrullaje que se realizó entre las 1.30 y las 6 am del jueves.

El barrio Santa Mónica se encuentra en la zona sudeste de la capital salteña. No hay más de 20 minutos en auto hasta la zona. Pese a la cercanía, el lugar puede definirse por lo que carece: asfalto, cordón cuneta, gas y alumbrado público en muchas de las calles. Un asentamiento, donde venden droga, a solo metros del barrio, convierte a Santa Mónica en un sitio de paso obligatorio para quienes quieren o necesitan adquirir paco o algún otro estupefacientes. En ese ir y venir desesperado, las viviendas de los vecinos de Santa Mónica se convierten en el blanco ideal para saquear y conseguir algún elemento que se pueda vender o canjear por droga.

A la 1.30 Marcos y Orlando ya están sobre la calle. Ellos empezaron solos el primer patrullaje el viernes cuatro de febrero. Fue el día más movido: grupos de patotas casi los rodean. Ahora se ríen de cómo corrieron, del barro que tuvieron que sacudirse de los zapatos. Con el paso de los días se fueron sumando vecinos.

El jueves patrullaron, además, Ariel, "Pitín" y "El Tucu".



Así como el barrio puede definirse por aquello de lo que carece, los integrantes de esta guardia urbana también pueden caracterizarse, en parte, por lo que les arrebataron.

A Marcos le entraron dos veces a la casa. “A mí me han sacado amoladora, taladro, toda clase de herramientas y garrafa. Acá no hay gas y acá necesitás garrafa”, dice. Esta noche tiene un gorro con la figura del Che, un silbato y un palo de escoba de más de un metro de largo. La historia de Orlando no es muy diferente: entraron a la casa dos veces, una vez destrozándole la puerta del frente. Se llevaron todo, incluyendo ropa de cama. Solo dejaron un tele. Los demás bromean: al menos le quedó eso para entretenerse. A la mujer del "Tucu" la robaron en la calle, no hace más de tres semanas; le sacaron el celular y 400 pesos. La máquina de cortar pasto, con la que Pitín se gana la vida, desapareció de su patio hace unas semanas y tuvo que salir a comprar otra para continuar llevando el pan en la mesa. De la casa de Ariel una vez se llevaron hasta su perro pitbull, y para recuperarlo tuvo que ir hasta la casa del que lo había llevado y recuperarlo a trompadas.

La mayoría de ellos ha sido víctima no hace más de dos o tres semanas. Decidieron no permanecer en ese lugar cómodo, el de víctimas, y tratar de torcer lo que para ellos no es un destino: el de la convivencia con la inseguridad.

Mientras caminamos el barrio queda claro que algunos vecinos los conocen más por aquellos delitos que han sufrido que por sus mismos nombres: “en aquella casa - señala uno- se llevaron hasta la alcancía de las hijas. Un chanchito. También se llevaron hasta la heladera y el tipo ni se despertó”. Muestran otra esquina: alguien se robó, de ahí, el poste de luz.

No pasaron más de quince minutos de las dos de la mañana cuando aparece un patrullero. La camioneta para y los efectivos saludan.

La charla es cordial: Marcos les explica que ellos patrullan, los policías parecen saber de la existencia de este grupo de Guardianes. Los policías dicen que están buscando a un tal Pelé que si lo ven les avisen, porque hace tiempo está prófugo. Marcos les sugiere a los policías que circulen con las luces apagadas porque sino, así, los que van a comprar droga o a cometer algún ilícito se dan cuenta fácilmente y se esconden. El policía responde con sinceridad: "es que si ando con las luces apagadas tengo miedo de tragarme un pozo y hacer aca el patrullero”, dice. Dice, también, que al policía que daña un patrullero, después se lo descuentan de su sueldo, así que va a seguir patrullando con las luces prendidas. Después les dice que hay un oficial de caballería justo en la bajada que une Santa Mónica con el asentamiento, que se den una vuelta porque “está solito el chango”. Marcos le promete que lo van a ir a ver, no vaya a ser que lo agarre una patota y le haga algo. Parece inverosímil pero es así: los Guardianes de Santa Mónica deciden pasar por el lugar para custodiar a un efectivo.

El pánico del policía a destrozar su vehículo no es infundado. Las calles están realmente destrozadas, son todas de tierra y hay cráteres enormes. Mientras caminamos, uno señala una esquina: ahí, un día de lluvia, se quedaron tres patrullas. Primero una, después vino una segunda a sacarla del barro y quedó también atascada. La misma suerte corrió una tercera. Un camión las sacó varias horas después.

Los perros ladran sin cesar, mientras atravesamos esas calles. Los hombres charlan, hacen bromas, mientras no dejan de prestar atención al más mínimo movimiento.

Este foquito es nuevo, dice Marcos, contento. Ese jueves mantuvieron una reunión con la presidenta del Centro Vecinal, varios habitantes de la zona y con efectivos policiales. Además de la mayor presencia policial, reclaman mejorar la situación del barrio, que ayudará a mitigar el impacto de la inseguridad: cortar los yuyos (que en algunas zonas supera los dos metros de altura), poner más alumbrado público, tirar tierra o ripio o escombros sobre los pozos para que al menos los patrulleros puedan pasar por ahí sin destruirse.

“Hay que hacer que el barrio esté más lindo para que sea más seguro”, dice Marcos.

La idea de pavimentación está lejana y el barro es un escollo para todos. Cuando llueve, Marcos se pone una bolsa en cada zapato para ir al trabajo. “Y cuando mis hijos van al colegio los cargo a cococho, hasta la salida, donde hay más ripio y los dejo. Primero cargo uno y lo dejo, después lo busco al otro y así”, explica. Orlando dice que para colmo ese barro es de más resbaloso. “A veces tenés que salir con un calzado puesto y llevar otro en la mochila para cambiarte”, cuenta. Patrullar toda la noche los está afectando en su vida diaria. Todos, en sus respectivos trabajo rinden menos. Pero dicen que es esto o esperar dormidos, en sus casas, a que entre alguien y los mate de un garrotazo.

Antes de las tres mañana, los guardianes tienen su primera intervención: un joven acuclillado en un esquina, los ojos se le desorientan cuando las linternas lo iluminan. Marcos y el Tucu se acercan. Le dicen: "vos no sos de este barrio, no podés estar acá a esta hora". El joven se levanta y se retira pacíficamente, después salen dos más de la entrada al asentamiento donde pasan a comprar droga. Uno de los Guardianes dice que hay que avisar a la policía, mientras miran a los tres jóvenes que se retiran. Todo esto ocurre a cinco metros de donde debería estar el policía de caballería. Marcos sugiere: "vamos a entrar a ver, capaz que le pasó algo al policía". Los Guardianes ingresan de unas piezas, en medio de un baldío, sale un uniformado. Una linterna ilumina el lugar: se ve un colchón en el piso, un envase de plástico de Coca Cola, con agua. Se escuchan ruido de cintos y salen dos policías más, con cara de que se acaban de despertar. Marcos le explica que son vecinos que salen a patrullar. "Ah", dice el policía. Otro de los integrantes de la Guardia dice: "parece que ahí viene el Pelé, en bicicleta". Marcos se lo repite al policía: "viene el Pelé". Como el oficial no reacciona le explica: los de la patrulla dijeron que lo estaban buscando. Ah, dice el oficial. Pasa alguien en bicicleta, hacia el asentamiento. Ese era, dice uno de los vecinos que patrullan. "¿Bajó abajo?", pregunta el policía. – "Sí, bajó abajo", le responden. Marcos le dice a uno de los guardianes que avise por teléfono al 911, después dice que mejor avise el oficial de caballería por radio. Ah, sí, claro, dice el uniformado Dejamos el lugar. Antes era una planta acopiadora de reciclaje de botellas, hasta que se produjo un incendio que generó una pérdida total. Ahora es un baldío que pertenece a Tierra y Hábitat, con dos casuchas, sin luz ni agua, que hace de residencia para los policías de caballería. Para que los lectores se puedan dar una idea del lugar, cabe decir que se asemeja a las chabolas de GTA Vice City, solo que no son de madera.



Continúa el patrullaje, entre el enojo y la sorpresa: para los vecinos está claro que los efectivos estaban durmiendo y que esto pasa todas las noches.

Cuando hablaron esa tarde con los otros vecinos, algunos se expresaron en contra de la iniciativa: dijeron que es un trabajo que debe hacer la Policía. En eso, todos los que patrullan están de acuerdo. Pero también están convencidos que no pueden esperar mucho de la policía y quedarse en sus casas no es una opción. Algunos les ofrecieron algo de plata por el trabajo y ellos lo rechazaron: no quieren plata, quieren que las personas se sumen, primero al patrullaje y luego con el trabajo del mejoramiento del barrio.

No esperan nada de nadie. El actual Intendente (Gustavo Sáenz) hizo uno de sus últimos actos de campaña en el barrio. Prometió de todo. Y no cumplió nada. Ahora están haciendo vaquitas para juntar ripio y dejar las calles transitables; van pidiendo de a dos o tres pesos, para que "Pitín" le ponga nafta a su máquina de cortar pasto y acabe con los yuyos.

Todos dejan en claro que ellos no quieren peleas ni enfrentamientos. No tienen seguros médicos. Dicen que no pueden darse el lujo de que les saquen los dientes a trompadas. Ellos están ahí para prevenir, el arma más valiosa en realidad son sus teléfonos: ven algo sospechoso y llaman. El 911 ha respondido con celeridad cada vez que han llamado. Y algunas noches han llamado hasta diez veces.

Las caminatas se matizan con bromas. Con charlas sobre problemas cotidianos o noticias: el tetazo, Chicho Mazzone, etc. También filosofan sobre la inseguridad, sobre las leyes tan indulgentes con los que delinquen. “Estas personas (por los que delinquen) tienen más derecho que nosotros. Porque a vos te asaltan, te rompen una mano, la boca, te tiran todos los dientes o te quiebran la nariz de una trompada y vos perdés días de laburo, la integridad física ya no es la misma, y a ellos les ponen abogado, les dan de comer, para hacerles juicio a estas ratas inmundas tenés que poner plata de tu bolsillo, y a veces no podés, y el gobierno en cambio les paga el abogado”.

Ejemplifican esta inoperancia con una anécdota: hace una semana le robaron el celular a un joven que volvía de bailar en la zona y en la comisaría 17 no le tomaron la denuncia. “El chango fue, con la boca partida, y el policía que estaba le dijo que esperara porque ya se iba. Cuando llegó el reemplazo le dijo que siga esperando porque tenía que hacer otra cosa. Estuvo más de una hora y se fue. No le tomaron la denuncia. El remís hasta la comisaría le costó 50 pesos”, cuentan.

Ariel cuenta lo que vio una noche: un patrullero encontró a dos que estaban drogados. “Tenían la música Sebastián, el tema El bandido y los agarraron a los changos que andaban poxirraneados y los empezaron a chirlear, les pegaban y les decían bailá, bailá, decí que no sos ladrón y los tipos estaban duros, apenas bailaban, pero ni los detuvieron”, dice.

Caminar es una forma de proteger el barrio, también una forma de no enfriarse. El sereno es impiadoso y las gorras que llevan desarrollan esa función: protegerlos del agua.  "Pitín" va a ser papá por segunda vez en poco tiempo. Dice que desde luego a su mujer le asustaba que él salga a patrullar, pero se convenció de que es lo mejor. La historia de los demás son similares: el miedo que rodea a los seres queridos. Pero todos están convencidos que están más seguros así, caminando en grupos, que durmiendo en sus hogares.

Antes de la cinco empiezan a sentir un olor nauseabundo. Es del vertedero San Javier, dice Marcos, a esta hora queman basura, es espantoso.

Nos vamos a otra zona. Pasamos por más casitas. Algunas a medio terminar, otras que quizá ostenten una incompletud permanente. Marcos se alegra cuando detecta algún avance, como un foco encendido, o el pasto cortado. Son, para él, señales de progreso y de más seguridad.

Después de las cinco, algunos integrantes del grupo empiezan a retirarse a sus casas. Antes de irse Ariel recuerda la vez que bajó a hondazos a un ladrón que andaba por los techos de un vecino. "El Tucu" menciona que la semana pasada trompeó a un hombre que golpeaba a una mujer en el centro. En pleno San Martín y Pellegrini, un hombre primero le dio un cabezazo a la mujer y después empezó a patearla en el piso. El Tucu estaba con su hijo, tiró la mochila, se acercó al tipo y lo bajó de la moto de una trompada. Entonces ahí sí, todos los que estaban de espectadores reaccionaron y lo agarraron al golpeador hasta que llegó el 911.  "Pitín" saluda y se va rengueando: hace unos años lo atropellaron y tiene varios clavos en una de sus piernas, aun así sale a caminar toda la noche.

Quedan Marcos y Orlando. Evalúan los movimientos extraños que vieron durante la noche, intentan entender la lógica de los delincuentes.

Son las seis de la mañana. Cada uno irá a su casa y en dos o tres horas ya estarán nuevamente de pie, para trabajar.

No son héroes de película. Pero son.

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