LA NOCHE NO ES UN SITIO SEGURO. Por Alejandro Tolosana.

10 Oct 2018
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Ilus, por Paula Finós.

La noche no es un sitio seguro


La mujer avanza en la penumbra, unos pasos detrás del haz movedizo de la linterna, sin poder encontrar el sendero de vuelta. Sus botas se hunden en el suelo incierto y las ramas de los arbustos le azotan la cara y el cuerpo. Nunca suele alejarse tanto del grupo (la noche no es un sitio seguro), pero no pensó que la oscuridad fuese a tomarla por sorpresa. Mala idea. No contaba con el ataque del animal, por supuesto, y ahora se da cuenta de que, si bien no podía haber previsto algo así, lo más prudente hubiese sido no arriesgarse. Con la espalda apoyada contra la corteza del árbol, limpiándose las botas con la navaja, apenas si pudo escucharlo moverse, ágil, decidido, un segundo antes de que le saltara encima. Fue su torpeza la que le salvó la vida; un tropezón afortunado que la tiró al suelo. El animal no pudo cambiar de trayectoria y sólo atinó a rasguñarle la pierna, antes de que la hoja de la navaja de ella encontrase la parte blanda de su vientre. La mujer hundió y retorció la navaja con mano firme, hasta que el animal dejó de luchar y se desinfló como un globo, emitiendo una serie de quejidos húmedos que, en una situación distinta, seguramente le habrían dado lástima.

Ya está, ahora es tarde para lamentarse.

Apura el paso al escuchar las voces, si es que se les puede llamar así, sabiendo que en cualquier momento Ellos podrían alcanzarla. Pero el dolor en la pierna izquierda la obliga a avanzar despacio y rengueando. La última vez que miró su herida, halló un bulto horrible, de color morado, rodeado de un halo de sangre negra y reseca. La idea de una posible gangrena ronda su mente y le causa inquietud, pero sabe que no le sirve de nada pensar en eso ahora; no puede dejar de avanzar, por mucho que le duela. Mierda, murmura, y sigue avanzando, masticando su amargura.

Mientras tanto, las voces cantan, en su idioma hermético, con su polifonía perfecta, un poco más cerca que antes.

La mujer llega a un claro iluminado por la luz de la luna. Su sed y un murmullo de agua inquieta la conducen al borde de un arroyo. Hunde las manos y la cara en el agua. Bebe un trago dulce, que le sabe vagamente a lavanda y a miel. Después se moja el pelo y lava su herida, que recibe la frescura del agua como un bálsamo. El alivio es escaso, pero le infunde algo de valor. La mujer recuerda, de pronto, ciertas mañanas de una infancia lejana, en un bosque seguro, conocido, dolorosamente distinto a este. A la distancia, es como si no hubiese vivido realmente esa vida; más bien parecen escenas de una película. Y es que eso fue antes, mucho antes de todo lo que pasó, cuando Ellos todavía no andaban sueltos por el mundo. ¿Existió ese tiempo? Ahora le cuesta ponerlo en contexto. Seguramente, el bosque es el mismo, piensa. Seguro que el agua es la misma; fresca, transparente, amiga del cuerpo. Los árboles, la fauna, el mundo, como escenario, son iguales. Es un poco triste pensar en eso. Nada cambió, pero cambió todo. El mundo era su hogar, pero ya no lo es.

Un resplandor blanco, lejos, pero no lo suficientemente lejos, la saca del trance de su memoria. La mujer levanta la linterna y apura el paso una vez más. Gradualmente, la vegetación va perdiendo su espesor y llega a un prado donde un grupo de ovejas duerme un sueño apacible y despreocupado.

Fue una revelación inesperada y cruel para el mundo, darse cuenta de que Ellos no tenían interés en los animales, ni en ningún ser vivo que no fuese humano. Por supuesto, el miedo hundió a la gente hasta la pera en sus supersticiones, y no es que la mayoría no estuviese, ya, hundida en ellas, al menos hasta la cintura.

Los mandaba Dios. Los mandaba el Diablo. Venían de otro planeta, de otra galaxia, de otra dimensión. Histeria colectiva. Parte de un experimento del Gobierno (pero de qué Gobierno, era difícil saberlo, si de uno solo o varios de ellos, en conjura silenciosa). Nadie supo la verdad, entonces, y nadie la sabe, ahora. El fervor de la especulación no duró mucho, de todos modos, reemplazado, al cabo de unas semanas, por el advenimiento de preocupaciones mayores, como la supervivencia en un mundo invadido de criaturas luminosas e implacables que salen al caer la noche, todas las noches, dejando un reguero de cadáveres serenos detrás de su paso.

A lo lejos, en una franja rojiza, ya brota la primera claridad del amanecer. Eso renueva su esperanza. La mujer vuelve a encontrar el cauce del arroyo, que en pocos metros se ensancha considerablemente hasta ser un río, y reanuda la marcha por la orilla del agua. Camina y camina. Durante cuánto tiempo, no lo sabe, pero ya casi es de día y siente que, con empeño y un poco de suerte, podría lograr el regreso. Encuentra un sendero de tierra que le resulta familiar y lo sigue hasta el pie de un puente colgante de acero y madera, largo y de aspecto precario. Al principio, la mujer estudia la estructura con desconfianza, pero, dándose cuenta de que no tiene otra alternativa, no tarda en resignarse a la idea del cruce. Suspira y avanza, con abnegación. Los cables ásperos que sirven de pasamanos sacuden su cuerpo sin esfuerzo, de un lado a otro, y la madera cruje peligrosamente debajo de sus pies.

Pero no llega, apenas, a la mitad del cruce, cuando de pronto la abruma una sensación de pesado desamparo, azuzada por la fiebre, por el hambre, por el dolor afilado que late en su pierna y no la deja descansar.

No puedo más, dice la mujer, en voz alta, para nadie, y se esfuerza por contener el llanto.

Exhala fuerte e intenta un nuevo paso vacilante, pero un relámpago de dolor le atraviesa el muslo. El río, ahí abajo, es caudaloso y corre entre un archipiélago de rocas afiladas. El ruido del viento enrarece el aire y bosqueja una calma improbable, que contradice la urgencia de su fiebre. La mujer empieza a sentir que sus fuerzas la abandonan. La enfurece la idea de morirse ahí mismo, un bulto oscuro sobre maderas movedizas, que acaso servirá de festín para los pájaros y para las hormigas. Intenta seguir luchando, pero de pronto está de rodillas. El cansancio la postra. Se desploma.

Más tarde, la mujer siente la luz del sol, que arde roja y caliente detrás de sus párpados. También le arde todo el resto de la cara, curtida por los elementos y por las circunstancias. Se concentra y mueve los dedos, con esfuerzo. Está viva, pero es en vano. Siente, sabe, que sería más fácil dejarse morir, y sin embargo algo se obstina, un último hilo de esperanza que resuena débilmente en sus tripas y le pregunta, con obstinación, Pero qué tal si. Trata de abrir los ojos. Trata de regresar al mundo. No lo consigue, otra vez se desmaya.

Cuando la mujer vuelve a abrir los ojos, ya es de noche. No sabe si sigue viva. El aire huele vagamente a canela y su cuerpo no siente ningún dolor. La voz interior que le hacía preguntas la ha abandonado, o la habita en silencio, y en cambio escucha otra cosa. Música. Voces, si acaso se las puede llamar así. Es casi como el primer día, cuando aparecieron. La belleza de la música fue apoderándose de los rincones y, sin pensarlo, automáticamente, la gente salió en masa a las calles, en un éxtasis romántico que duró muy poco. Algunas personas (ella, por ejemplo), tuvieron la suerte de enterarse con tiempo de lo que sucedió luego, del exterminio, y lograron esconderse. La gran mayoría de la gente no tuvo esa fortuna. Aunque, ahora, la mujer se pregunta quién tuvo suerte y quién no. Cómo explicar con palabras de este mundo, dice un poema que supo ser de sus favoritos, cuando en el mundo aún había lugar para la poesía.

El cielo vasto que la cubre, perforado de estrellas, de pronto se ve interrumpido por un resplandor que avanza desde la periferia de su campo visual hacia el centro. Cuando finalmente los ve, comprende enseguida la ingenuidad de haber pensado que la humanidad podría esconderse o luchar; luego, tal vez, recuperar sus vidas y su planeta. Nunca tuvieron la menor chance.

La canción es lo peor, siente la mujer; omnipresente, empapando de música el aire a su alrededor; pero al siente un cierto alivio por no entender la lengua en la que cantan. Mientras se le acercan, trata de contarlos, pero no puede. ¿Son cinco, son diez, son cien? Sólo registra el brillo entrelazado en sus contornos, difuminado como un montón de arcoíris de aceite sobre un cuerpo de agua. Son hermosos, son terribles. Uno de Ellos se separa del grupo y se le acerca. Sonríe. Sin boca, sin cara, pero sonríe. Flotando cómodamente, se inclina sobre ella, y el éxtasis de su luz angélica la devora entre lenguas de fuego blanco.


Texto: Alejandro Tolosana.

Ilustración: Paula Finós.


En palabras de la ilustradora:

Cuando era adolescente empezó a interesarme el género de terror literario. En una feria del libro recuerdo haber comprado Misery de Stephen King, para ese entonces ya había visto la película, con la cual quedé fascinada. Nunca pensé que el libro sería peor (para bien). Siempre me acuerdo de estar en el colectivo leyendo una parte tan gráficamente asquerosa que me dieron ganas de vomitar.

Con el cine tuve una etapa donde me fascinaban las películas de zombies, mientras más berretas mejor. Empecé con la filmografía de George  Romero para después pasar por los comienzos de Peter Jackson descubriendo todo un mundo del cine de terror clase B. Ya para ese entonces había superado las náuseas provocadas por Misery y podía bancarme cualquier asquerosidad del gore bizarro.  Ahora con 26 años, ya hecha una señora decente, vuelvo a mis inicios con el terror psicológico porque nada mejor que una historia atrapante con la que no podés dejar de ponerte tensa y pensar " ¡yo te dije que no te metas ahí!" , pero si él/la protagonista nos  hicieran caso no tendríamos 2 horas de entretenimiento para disfrutar y sufrir al mismo tiempo.

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