NYCTALOPIA. Por Leonor Ñañez.

22 Oct 2018
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Ilus, de Agustín Vegas Rivera.


Nyctalopia

Esta vez, los monstruos son ellos.

Yo tan solo soy la víctima en un juego macabro de luces y sombras, de vivos y muertos.

La casa se contrae como un trapo viejo. Yo sigo atrapado entre sus chirridos, sus postigos y cimientos.

Aquí viví desde que tengo memoria; aquí se forjaron todos mis recuerdos. Conozco cada rincón, cada grieta, cada escalón traicionero como los surcos que cruzan mis muñecas. Cuando la abandoné, junto con la carcasa de piel y huesos que fuera mi albergue por años, fui rechazado por el cielo y el infierno. Condenado, vagué en este plano sin tener ni sed, ni calor, ni frío, ni hambre; nada que me hiciera sentir frágil, excepto la falta de cuerpo. Y a veces, sueño. El hastío invade mis pensamientos obligándome a buscar refugio, para calmar el pánico que me corroe al tener que vagar en este limbo eterno. 

Aburrido de mi existencia y de mis pecados, había decidido quitarme la vida como quien aplasta con los dedos un bicho que molesta y revolotea cerca de la oreja; sin remordimientos. Lo que no sabía, y ahora lamento, es no poder alejarme de este espacio que se ha convertido en un confinamiento, en una cárcel. Porque así me siento, preso. La casa se ha convertido en mi grillete, y sus nuevos habitantes, una bola gigante de sufrimientos que arrastro, inexorable. 

Por un tiempo seguí recorriendo las habitaciones a mi antojo, ocupando el hundido espacio del sofá frente a la tele, corriendo las cortinas para observar los pormenores del barrio, y henchir las paredes de suspiros y lamentos. Los rumores comenzaron a correr como agua fresca, pero nadie cree en fantasmas. No en tiempos modernos. 

La casa quedó abandonada y desconozco quién firmó los papeles y se convirtió en mi verdugo, de forma indirecta.

Los inquilinos fueron y vinieron. Nadie duró demasiado bajo este techo. Pero, estos son distintos. Los malditos se resistieron. La familia se mudó hace casi un año a esta casa; padre, madre y tres vástagos. En vida fui taciturno, huraño, hosco y ahora que estoy muerto, me caracteriza el malhumor, la nostalgia y el enojo. Sin embargo, hay algo que conservo intacto: mi desprecio por los niños. Sobre todo los más pequeños.

Al principio, me alimentaba de sus miedos. Me acercaba a ellos cuando dormían en sus plácidos lechos, les rozaba las piernas, los brazos, las sonrojadas mejillas con mis dedos fríos y etéreos. Me estremezco de placer al recordar sus ojos bien cerrados, como si con eso pudieran espantar el miedo, el temblor de sus mentones, las bocas abiertas en un grito de espanto, sus pies descalzos recorriendo los pasillos en busca del abrazo materno, delas palabras de consuelo que alejaran mi sórdida aparición.

Más tarde, me atreví a atormentarlos con el entrechocar de los cubiertos, el repiquetear de los vasos y floreros sobra las repisas de madera. En el silencio de la medianoche, arrojaba la vajilla al suelo, haciéndola añicos y sobresaltando a los invasores. Sus miradas incrédulas, sus oraciones recitadas a las apuradas, sin convicción y entre dientes, me hacían estallar en carcajadas. Corría los muebles de lugar, abría las puertas de los placares, hacía chirriar las bisagras de las ventanas, bajaba abruptamente la temperatura de los ambientes o los quemaba con el agua de la ducha. Incluso, logré que se secaran las plantas, que los árboles murieran, retorcidas sus ramas, pútridas sus raíces, de pie como escarmiento a quien quisiera traer la vida de regreso a esta casa. Los niños ya no dormían solos, se amontonaban en la cama de sus padres, las peleas y nervios fueron moneda corriente. Llegué a dejarles mensajes escritos con barro y sangre en las paredes, y en los espejos empañados del baño. Sus gritos, gemidos y llantos colmaron mi vacuidad malsana de una felicidad inesperada por espacio de días, semanas y meses. La oscuridad fue mi refugio, las sombras, mi coartada, el silencio, mi cómplice. Estaba seguro que les esperaba un final tremendo; la locura o porqué no, la muerte.

Hasta que me vieron. Estoy seguro que todo fue una trampa, una emboscada en la que caía inocentemente. No sé cómo lo hicieron pero ahora soy su prisionero.

Una noche de tormenta, me acerqué para cebarme en sus miedos. Recorrí el largo pasillo que llevaba hasta sus camas. Abrí la puerta, cuidando de hacer ruido. Cuando hago esto, se cubren con las frazadas, se crean un refugio con las almohadas y peluches a su alcance. Pero esta vez, algo fue distinto. Me esperaban los tres levantados; el más chico en el centro. No tenían linternas, ni veladores encendidos, sino que sus ojos estaban en llamas. Eran diamantes en una noche de terciopelo negro.Me apuntaron con los dedos, al unísono, como si fueran bailarines realizando una danza sincronizada. Lo más insólito fue que sus pupilas me penetraban. Sentí que me hacía sólido, que mis pies se anclaban al piso de madera, ya no flotaban. Temí que, después de incontables años, mis huesos dejaran de ser huecos, que mi carne y mis venas sangraran. ¿Cómo era posible que me estuvieran viendo? Ellos me atravesaban sin piedad con sus ojos de acero. Por si fuera poco, los descarados primero sonrieron, con lentitud hasta que las comisuras alcanzaron sus cejas. Los dientes, que aún eran de leche, se convirtieron en colmillos filosos. Finalmente, estallaron en carcajadas. ¿Qué era todo esto? El sonido me hizo retroceder. Sentí el pánico hundir sus gélidos dedos en mis entrañas de humo y escarbar dentro. Luego, sin que yo pudiera reaccionar a tiempo, se tomaron de las manos y me rodearon. Me dejaron en el centro de su macabro juego. Por primera vez, quise evaporarme, abandonar la casa, el limbo o donde carajo estuviera.

Las puertas y ventanas se cerraron de golpe aunque no había viento. Intenté atravesarlas, fundirme con el revoque y las manchas de humedad del techo, empero me fue imposible hacerlo. Me agité. Sentí que se me hundía el pecho, que los pelos de la nuca se erizaban y se me secaba la boca. Es gracioso como en ocasiones las manías de los vivos se traspasan a los muertos. Los observé saltar en ronda, como si bailaran el Antón Pirulero. Sus pies descalzos alzaron vuelo, convirtiéndose en una bandada de buitres, de carroñeros. Cantaron, giraron y me mantuvieron en su juego sin saber por cuánto tiempo. Se fueron desdibujando, convirtiendo en figuras de niebla. Mientras ellos crecían en tamaño, yo me fui empequeñeciendo. Ahora, les tenía miedo.

Estoy seguro; la oscuridad la trajeron ellos. Yo, que tanto amaba las tinieblas, la seguridad de la noche y las sombras, me quedé ciego. Ya no puedo verlos. Tan solo escucho sus mandíbulas batientes, sus voces chillonas y el estampido de juguetes. En ocasiones, los huelo. Puedo asegurar que apestan; se les entremezcla el sudor, el aroma a frituras, a dulces, a caca y colonia  barata. A veces, hago de cuenta que no los veo, me escondo, les huyo. Sin embargo, siempre me encuentran. Hay un hilo rojo que ata mi alma al meñique del más pequeño de los tres hermanos.

Ahora me persiguen, me atrapan y desvelan. No me tienen respeto.Me vuelven loco. Me exasperan. No hay descanso eterno para mí, que languidezco en este nuevo infierno. Intenté advertirles a los padres. Pero ya no me escuchan. No me hacen caso. No los retan cuando me torturan y me desesperan.

No. ¡No de nuevo! Ahí vienen. Los escucho. Los siento.

Los padres no les hacen caso. Les advertí que yo no soy el monstruo en este cuento. 

Son ellos.


Texto: Leonor Ñañez.

Ilustración: Agustín Vegas Riveras.


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