MI RESPETO POR LAS RATAS. Por Esteban Dilo.

30 Oct 2018
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Ilus de Franco Vega.

Mi respeto por las ratas


«Lo difícil no es aceptar cómo es uno, sino cómo es el resto de la gente».

Albert Espinosa


Golpeé la puerta, tardaban en atenderme y volví a golpear. Al rato, una chica de unos catorce años que aparentaba más edad me abrió. El top sobre su ombligo y la minifalda desentonaban con la hora del día. Se me quedó mirando, comiendo chicle con la boca abierta, sin decirme una sola palabra.

—Hola, soy el fumigador. ¿Está tu papá?

—Seh, pasá.

Entré. La piba no me había saludado, la cosa empezaba mal. Me quedé esperando a que me condujera con algún adulto, pero no lo hizo. Se había sentado a chatear por el Smart, un televisor tan grande como para que todo el barrio se diera cuenta con quién hablaba. Seguí ahí parado. Me fui acercando, prestando atención a la charla para que se sintiera invadida. Tosí varias veces y me miró.

—Si seguís por el pasillo te vas a chocar con la puerta del patio. Después está el quincho. —Señaló sin mirarme. Le hice un movimiento con la cabeza, aunque ella nunca se dio cuenta.

Agarré la mochila y fui hasta el fondo. Abrí la puerta despacio por si tenían perro, ya me habían atacado en otras casas, no ganaba lo suficiente como para darme el lujo de pasar una tarde en el hospital.

—Permiso… ¿Hola?

No me respondió nadie. El quincho estaba a unos metros; o estaban sordos o se estaban subiendo los pantalones. Me arrimé y llamé a la puerta, el aluminio me ayudó a que el golpe sonara un poco más. Nada. Tanteé la puerta y cedió. Me metí, había algunas luces prendidas y otro televisor de última generación colgado en la pared. Si estos tienen tanta plata se me va a hacer fácil cobrarle un mango más, pensé.

Saqué los guantes de látex, los cebos y el veneno. Me estaba haciendo conocido en la zona, no había insecto que pudiera salvarse de mi mejunje: cucarachas, hormigas, termitas. Las ratas, no: les tenía respeto, no sabía por qué, un respeto, un algo que no me dejaba trabajar con ellas. Nunca había probado matarlas con mí líquido.

Se escuchó la cadena del inodoro. Un hombre, gordito, pálido y con las cejas unidas salió por una puerta corrediza: era el pingüino versión conurbano, apenas pudo pasar por el marco.

—Hola, ¿qué hacé’, pibe?

—¿Qué tal, señor? Llamé y como no me respondió nadie entré.

—Sí. Te escuché y te iba a abrir. Yo nunca entro sin permiso a ningún lado, viste. —Ladeé la cabeza para que viera que estaba tratando de entenderlo —Igual, ya está, ya estás acá. Laburá, yo me voy adelante a ver qué hace mi princesita. —Hice el mismo ademán que utilicé con “la princesa”, como el gordo le decía.

—¿Necesita que fumigue en la casa también?

—Nah, el problema está acá. Las cucarachas me tienen podrido.

—No se preocupe que en unos días no va a tener que lidiar con ellas.

—Con que no las vea estoy tranquilo, lo oscurito hay que esconderlo. Molesta. —Me guiñó el ojo como si fuera un alemán del tercer Reich. Me reí, estoy seguro que pensó que era por su ocurrencia, pero en realidad me reía de él.

Sorete.

Iba a ir al baño a ver si el inodoro estaba lo suficientemente alto, porque esta gente caga más alto de lo que le da el culo, pensé. Me quería ir, me importaba muy poco tener que darle de comer a los pibes si me exigía a tratar con esta basura, pero ya estaba ahí.

Me puse los guantes y rocié todo con una botellita pinchada en la tapa, con eso amortizaba algunos gastos de los químicos. Varias cucarachas salieron a probar la última cena, como yo le decía. El olor del cebo invadió el lugar, uno ya estaba acostumbrado, no pasaba nada con el olfato, pero si me llegaba a tocar los labios con los dedos iba a tener que correr a la salita más cercana. No me olvido más cómo mi gato lamió uno de los recipientes; duro quedó, y duro se fue a parar al tacho de la basura. Si los nenes se enteraban iba a tener que dar explicaciones a la madre.

Golpearon la puerta del quincho. Fui a abrir, le había puesto llave por las dudas de que se metiera la princesita.

—Flaco, ¿por qué le metés llave? —sentí que me estaba acusando de algo. Le intenté explicar:

—Es que si alguien... —No me dejó terminar.

—No lo vuelvas a hacer. Además, abrí un poco la ventana, pibe, sentí la baranda que hay.

Lo puteé por lo bajo al gordo de mierda. Fue hasta el freezer, sacó un chop y destapó una Grolsh que al tocar el exterior comenzó a transpirar como yo. Me miró, se sirvió y tomó un trago largo sin sacarme los ojos de encima. Hijo de puta, no me va a convidar. Dejó el vaso por la mitad arriba de la mesa.

—Igual no hace falta abrir la ventana, señor. Ya terminé.

—¿Cuánto es?

—Son 700 pesos, tiene garant…

—Ta’ bien, ta’ bien. Esperá acá que te voy a traer la guita. Tratá de no cerrar con llave.

Se me cayó la cara. Este tipo pensaba que vivía a costa de él, y él es el que viviría a costa mía.

No bien cerró la puerta eché unas gotas del veneno en el chop, la espuma se alzó hasta el borde y volvió a bajar. Guardé todo con un poco de culpa y otro poco de miedo. Me dejé uno de los guantes puesto.

El pingüino entró y contó los billetes humedeciéndose los dedos con la lengua. Con una mueca parecida a una sonrisa me dio la plata y levantó el brazo señalando la puerta.

—Te abre mi piba. —Fue lo último que dijo.

Llegué hasta donde estaba la princesita y me quedé parado, esperando que dejara de chatear. Entre el parloteo y los covers baratos que sonaban de fondo me terminó de hinchar las pelotas. Me miró dos veces, yo no bajé la mirada, a la tercera y con mala cara dejó de hablar con su amiga y  fue hasta la entrada sin decirme nada. Abrió la puerta y salí. Giré y me despedí, ella no lo hizo.

—Disculpá —le digo.

—¿Qué…?

—Tenés manchado ahí —Le señalo la boca y con el dedo enguantado y sucio hago como que le saco algo del labio. Ella pone cara de asco, se pasa la lengua y me cierra la puerta en la cara.

Sonreí. Ya le había perdido el respeto a las ratas.



Texto: Esteban Dilo.

Ilustración: Franco Vega.


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