El día que la libertad de expresión pudo más que los secretos de Estado

El estreno de The Post: los oscuros secretos del Pentágono recuerda las tensiones que precedieron a la decisión del diario de publicar documentos desconocidos sobre el involucramiento de los Estados Unidos en Vietnam

11 Mar 2018

Por José Claudio Escribano

The Post: los oscuros secretos del Pentágono se estrenó el mes pasado en la Argentina. Como aficionado al cine, recomiendo verla. Alcanza para deleitarnos la actuación admirable de Meryl Streep en la personificación de Katharine Graham (1917-2001), la célebre propietaria editora de The Washington Post. El film ahínca en las tensiones internas que precedieron a la decisión del diario de publicar, en 1971, documentos secretos sobre el involucramiento de los Estados Unidos en Vietnam entre 1945 y 1967.

En todas las redacciones, ese extraordinario proceso político, diplomático y sobre todo militar del siglo XX ha pasado a la historia como “Los papeles del Pentágono”. Algunas de sus más conmovedoras consecuencias hicieron blanco en las relaciones entre la prensa y el gobierno de los Estados Unidos. Derivaron incluso en la doctrina judicial invocada a menudo por tribunales de todo el mundo sobre la naturaleza estratégica del derecho a la libertad de prensa y el de la gente a estar informada. Se lo debemos a editores de la templanza de la señora Graham.

Los orígenes del asunto se remontaban a la decisión de Robert McNamara, secretario de Defensa del entonces presidente Lyndon Johnson, de encomendar a una treintena de académicos el acopio de las razones por las que los Estados Unidos se habían implicado en la antigua Indochina. Al hacer pie en Vietnam, los Estados Unidos lo habían hecho con la certeza de que a Francia le resultaba insostenible preservar el dominio de sus colonias en esa parte del mundo y conjurar el avance comunista en el sudeste asiático.

Los franceses estaban fuera de forma para contener desde fines de los cuarenta a las fuerzas de liberación nacional de Vietnam, en las que predominaban los comunistas de Ho Chi Minh. Poco a poco la intervención militar norteamericana se había acrecentado en términos tan inauditos que al promediar los sesenta ya nadie en Washington sabía bien si acentuar aún más la presencia desplegada en Vietnam o disponer cómo y cuándo salir de lo que se había convertido en un atolladero infernal.

El estudio de esclarecimiento ordenado por McNamara debía compendiar planes y asesoramientos a sucesivos presidentes norteamericanos -Truman, Eisenhower, Kennedy, Johnson- por la Junta de Comandantes en Jefe y atesorar informes de inteligencia e instrucciones presidenciales a lo largo de veintidós años. O sea, todo lo necesario para saber por qué demonios los Estados Unidos estaban donde estaban.

McNamara había sido, como presidente de la Ford, una de las luminarias de la industria automovilística norteamericana; y se sumía, como responsable de la Defensa, en indagaciones introspectivas sobre los errores estratégicos perceptibles en la conducción de la guerra. Se interrogaba si aquellos mandatarios de los Estados Unidos habían tenido suficientemente en claro lo que iba ocurriendo, según testimonió más tarde en sus memorias, o si habían actuado bajo la sedación narcótica de una política de pasmosos secretos militares.

Una generación marcada

Los franceses habían quedado fuera de juego después de la encerrona de 1954, en Dien Bien Phu. Allí cayó, en combate convencional, su ejército expedicionario en Extremo Oriente. Vietnam, parte sustancial de la antigua Indochina, que también integraban Laos y Camboya, quedaría ceñido en adelante a tema del resorte de la política militar y diplomática de los Estados Unidos. Acompañarían a los norteamericanos en combate las modestas tropas de un puñado de países aliados. El giro marcó a una generación de norteamericanos: más de 55.000 soldados abatidos y muchos con heridas que los desfiguraron y dejaron sin brazos o sin piernas. Al terminar la guerra, las bajas vietnamitas sobrepasaban el millón de hombres.

La lucha se prolongó hasta abril de 1975. Las fuerzas norteamericanas se retiraron para no volver, mientras los comunistas asumían el control total del territorio vietnamita. Todo sucedió en el escenario familiar de la Guerra Fría, instalado al final de la Segunda Guerra, pero particularizado en un ámbito geográfico incomprensible para los norteamericanos, sobre el que lanzaron más bombas de las que habían disparado durante la conflagración mundial. Los actores locales de la tragedia eran, por un lado, Vietnam del Sur, con capital política en Saigón, gobernada por una casta de políticos corruptos sostenidos como “el mal menor” desde Washington, y por el otro, Vietnam del Norte. Desde su capital, Hanoi, se expandía el poder personal de un líder de implacable obstinación estalinista, Ho Chi Minh, héroe principal de la independencia vietnamita del coloniaje francés.

Ho Chi Minh contaba con el respaldo de la Unión Soviética y de China. A su lado brillaba el genio táctico en guerra de guerrillas y emboscadas del general Vo Nguyen Giap, jefe del ejército y leyenda viva desde Dien Bien Phu en los círculos intelectuales y políticos izquierdistas y anticolonialistas de Occidente. Sus laureles de guerrero perduran hasta hoy. En 1968, en el apogeo de la intervención en Vietnam, los Estados Unidos tenían comprometidos en el teatro de la guerra medio millón de soldados, muchos en la adversidad de junglas y manglares que el enemigo dominaba en laberintos infranqueables y túneles bajo la selva.

En los primeros meses de 1969, para la primera presidencia de Richard Nixon, estaba terminada la reconstrucción histórica encargada por McNamara. Se desplegaba en 47 volúmenes, con un total de 7.000 páginas: 3.000 de análisis histórico y 4.000 de documentos. Se extrajeron del original varias copias. La que de verdad se cuenta en el drama cinematográfico dirigido por Steven Spielberg -con Tom Hanks en el papel de Ben Bradlee como jefe de la redacción del Post- es la que se guardaba en los archivos de Rand Corporation, un think tank que había aportado especialistas y coordinado el trabajo.

Uno de esos expertos en cuestiones políticas y militares era Daniel Ellsberg, graduado en Economía en Harvard y Cambridge y ex militar. Entre sus rasgos académicos sobresalía el interés por la teoría de la decisión. Se le ha reconocido haber hecho contribuciones de valor sobre cómo influyen las condiciones de incertidumbre, desinformación y ambigüedad a la hora de las definiciones. Tales condicionamientos abundaban, justamente, en los papeles del Pentágono que Ellsberg tomó de forma subrepticia utilizando claves que le habían confiado, y copió, tomo por tomo, por meses, en la Xerox instalada en las oficinas de una pequeña agencia de publicidad. Copió con la ayuda de Anthony Russo, un ex empleado de Rand Corporation. Logró estremecer a Washington sin impedir que la guerra prosiguiera cuatro años más.

Herbert Simon, doctor en Economía por la Universidad de Chicago y luego profesor de Carnegie Mellon University en Administración y Psicología y en Ciencias de la Computación y Psicología, obtuvo en 1978 el Premio Nobel de Economía por sus trabajos sobre procesos decisorios, por los que Ellsberg sentía devoción. El finado Simon fue doctor honoris causa por la Universidad de Buenos Aires. Tan interesado como Ellsberg en los fenómenos políticos y económicos, Simon escribió en sus memorias que “para entender la política tenemos que entender cómo es que las cuestiones reciben la atención de la gente y se convierten en parte de la agenda activa”. Otro premio Nobel de Economía, Richard Thaler, distinguido en 2017, también pertenece, de acuerdo con la opinión de Juan Carlos de Pablo, a esa corriente de pensamiento a la que Ellsberg había dedicado años de análisis.

Las críticas contra la guerra

Si Ellsberg era un lunático, como suponían quienes lo maldijeron por la filtración de secretos de Estado, era, bueno, un lunático ilustrado. Se había especializado como Simon en la psicología de los procesos humanos en la resolución de arduos problemas. En la Argentina, De Pablo es uno de los economistas de relieve que más atención han puesto, junto con Martín Tetaz, en entender el impacto de la racionalidad y las emociones humanas en el comportamiento económico. El profesor Simon, por su parte, escribió en su autobiografía que al concentrarse en el proceso simbólico mediante el cual la gente piensa, él se convirtió rápidamente en un psicólogo conductista y en un científico de la computación.

En ese mundo de las ideas había madurado el pensamiento del académico de Rand Corporation que, al apoderarse de los papeles del Pentágono y enardecer con su divulgación las críticas contra la guerra, dejaría un sello en la historia contemporánea de los Estados Unidos. Hasta por una de sus derivaciones, el asunto bien merecía la película de Spielberg.

Había otros elementos de significación en la compleja contextura temperamental de Ellsberg y, por igual, de su asociado, Tony Russo: poseían una discreta sensibilidad respecto de los movimientos protestatarios de la época, tan en boga a fines de los 60. Esa identidad psicológica y política no llamó la atención cuando los contrató una empresa acostumbrada como la Rand a manejar secretos que el Estado le participaba para su asesoramiento. Se suponía que siempre lo haría con no menos profesionalismo con el que fríen papas en un restaurante de categoría.

Tanto a Ellsberg como a Russo los aunaba el juramento vindicativo de que varios presidentes, y en particular Johnson, habían mentido sistemáticamente a la opinión pública y al Congreso de los Estados Unidos sobre temas de la mayor trascendencia institucional y debían pagar por ello. Algo tan capital como los bombardeos por saturación sobre zonas rurales de Camboya y Laos, en cuyos límites con Vietnam se desplazaba el enemigo, se había realizado como misiones encubiertas, en medio de la tergiversación general de las informaciones.

Se propusieron así propulsar una denuncia pública que revelara la trama oculta de la guerra y terminara de tal modo la situación engrosada en serie por varias presidencias de los Estados Unidos. El film de Spielberg narra cómo el primer diario al que Ellsberg interesó en las revelaciones fue The New York Times. Contactó a un conocido, el reportero Neil Sheegan.

El libreto de la película pasa por alto, sin embargo, que eso ocurrió después de que Ellsberg hubiera pretendido complicar en la divulgación de los papeles del Pentágono a dos senadores del Partido Demócrata, ambos con credenciales de incuestionable militancia liberal: William J. Fulbright, presidente de la influyente Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, y George McGovern, el candidato presidencial de oposición a quien Nixon aplastaría en las elecciones de 1972. Los dos se excusaron. Evaluaron seguramente la naturaleza del destape y los riesgos políticos y legales del caso. Se sabe que McGovern sugirió a Ellsberg golpear las puertas del Times.

Las licencias de una obra cinematográfica de indudable jerarquía no empalidecen por el señalamiento de que el desempeño de mayor valor periodístico en la cuestión correspondió en un sentido al Times, no al Post. Fue el que dio la primicia, nada menos. ¿Pero cómo enrostrar a Spielberg y los guionistas haberse cautivado con el comportamiento ejemplar de Graham y Bradlee, cuyos nombres agigantó todavía más en la consideración mundial la revelación ulterior del affaire Watergate?

De hecho, fue el Times el que se adjudicó el Pulitzer por la publicación de los papeles del Pentágono. Un equipo de redactores y abogados los examinaron durante tres meses, enclaustrados en una suite del Hilton de Nueva York. Eso en el periodismo de clase se llama trabajar a conciencia. Solo al final de la sesuda tarea el Times autorizó a la redacción a que ordeñara en sucesivas ediciones el material recibido. La serie comenzó a editarse en junio de 1971 con la consigna de que ninguna palabra arriesgara vidas u operaciones militares en curso. Ellsberg facilitó ese objetivo, pues retuvo tres o cuatro volúmenes entre los que se mencionaban negociaciones secretas sobre intercambio de prisioneros.

El presidente Nixon contraatacó. Ordenó al fiscal general, John Mitchell, que persiguiera judicialmente al Times por violación de la ley sobre secretos de Estado y seguridad nacional. Un tribunal federal ordenó al Times el cese de las publicaciones; otro tribunal había opinado en contrario. El Times apeló a la Corte Suprema de Justicia mientras los papeles del Pentágono llegaban a The Washington Post y otros diecisiete diarios.

A partir de esa encrucijada empieza a desarrollarse la trama del film. ¿Qué hacer cuando una empresa periodística que se ha abierto a la cotización bursátil se halla presionada por abogados y accionistas y por funcionarios de primer rango gubernamental para callar? ¿Qué hacer cuando la persecución puede ser hasta de cárcel para los editores? ¿Y qué hacer cuando uno se halla al mismo tiempo ante un cruce de la historia, con la oportunidad de coronar servicios periodísticos de excepcional honra, que expandirán su prestigio en la sociedad y el mundo? El Times ya había hecho su apuesta en la dirección con la que se compromete a diario bajo el águila icónica, tan vieja como la Constitución, tan determinante como símbolo de autoridad y supremacía en los sueños norteamericanos: “Todas las noticias que sean dignas de imprimirse”.

La señora Graham adoptó al fin la decisión de publicar lo que en esos días estaba prohibido por un tribunal al Times. La siguieron otros diarios. En días, la Corte Suprema declaró, por seis votos contra tres, en “The New York Times Company vs. United States”, que es lícita la publicación de documentos oficiales referentes a la política militar desarrollada con motivo de una guerra a menos que se acredite que el medio de prensa ha incurrido en un acto de espionaje para obtener la información.

“Cuando todo es secreto, nada es secreto”, escribió, iluminado, uno de los jueces de la mayoría. Fue una revalidación notable de la primera enmienda de la Constitución de 1787 y de su configuración para asegurar la libertad de prensa y cerrar puertas a la censura previa.

Esa doctrina inspiró más de una decisión judicial en la Argentina. En 2001, la Sala II de la Cámara Criminal y Correccional Federal falló que no correspondía responsabilizar al periodista que había difundido una información fiscal reservada en un caso de interés institucional. Los jueces hicieron saber que preservaban el derecho a la libertad de informar aunque la filtración de la noticia hubiera sido hecha por un funcionario responsable de preservar el secreto.

Ellsberg y Russo afrontaron imputaciones por robo de documentos, conspiración y espionaje, entre otros delitos. Ellsberg pudo haber sido condenado hasta con 115 años de prisión. Pero la Justicia los sobreseyó como consecuencia de que el gobierno de Nixon y la Fiscalía General habían cometido contra ellos delitos de prevaricación, supresión de pruebas, ocultamiento de testigos y obstruido, en suma, el debido proceso.

En 2011, Ellsberg fue detenido por protestar en la calle contra la detención del soldado Bradley Manning, o la ex soldado Chelsea Manning, por decirlo en términos ajustados al último curriculum vitae. Manning, a quien por piedad el presidente Obama salvó al final de la cárcel, había posibilitado la difusión de una infinidad de documentos sobre Afganistán que conocía como analista del ejército.

En un artículo de 2013, en The Guardian, y acorde con preocupaciones inveteradas, Ellsberg otorgó apoyo público a Edward Snowden, que está refugiado desde hace años en Rusia. Como analista de sistemas de la Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos, Snowden había divulgado por la red global documentos de Estado de máxima confidencialidad.

Documentos clasificados

Se ha escrito lo suficiente sobre la diferencia entre un leaker, es decir, un soplón como Ellsberg según la definición vulgar, y un hacker, o experto en quebrantar sistemas de seguridad informática, como Snowden. O como los amigos del creador de WikiLealks, Julian Assange, que acaba de asumir la nacionalidad ecuatoriana. Este australiano por nacimiento debe conocer como pocos a sus nuevos conciudadanos, pues lleva años de encierro asilado en la embajada de Ecuador en Londres. Gran Bretaña y los Estados Unidos lo acorralan por sacar a luz unos 250.000 documentos clasificados sobre la guerra de Irak y Afganistán.

En más de 40 años de violaciones de secretos de Estado no caben dudas de que por alguna concertación especial de los astros han sido gobiernos norteamericanos los que han pagado en general las cuentas por ese tipo de fenómenos. Los rusos han sido más afortunados: todavía estamos esperando que alguien nos cuente las directivas que recibía del Kremlin el Ejército Rojo invasor que terminó huyendo de Afganistán en 1988. En cuanto a los comunistas, siempre hemos sabido que apoyan con firmeza la publicidad de los actos de gobierno en los países que no son comunistas.

A quienquiera encuentre motivos para estudiar conductas como la de Ellsberg lo fascinará la leyenda de una votación realizada entre estudiantes universitarios de Estados Unidos. Preguntaron a los muchachos por Ellsberg: como ciudadano e intelectual y como empleado de Rand Corporation. ¿Lo aplauden? La mayoría votó por . ¿Lo contratarían? La mayoría votó por no. Es eso lo que muestran las buenas gentes cuando bajan la guardia y revelan lo que se esconde de libertario y conservador en la contradictoria naturaleza humana. Oh, sí, un buen vertedero de temas para clases sobre procesos decisorios y dirección de grandes organizaciones como las que impartía Ellsberg.

En 2011, el gobierno de los Estados Unidos publicó de modo oficial los papeles del Pentágono. Con 86 años, Daniel Ellsberg vive en California junto con su segunda mujer. Sigue convencido de que hizo lo mejor por su país.

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