"El problema no son los malos sino los buenos”

El autor de El Infiltrado (Planeta) habla sobre el libro que tiene como protagonista a Alfredo Astiz y narra la planificación y ejecución del secuestro de 12 personas durante la dictadura militar. También recuerda el papel de The Buenos Aires Herald en esos años y reflexiona críticamente sobre el periodismo

10 Jun 2018
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Por Alejandro Duchini - Para LA GACETA - Buenos Aires

Uki Goñi, periodista a fines de los 70, músico en los años post Malvinas (cantante de la banda Los helicópteros), de nuevo periodista y así, alternativamente, se sienta a conversar con LA GACETA sobre El infiltrado (Planeta), un librazo que acaba de reescribir pero que fue publicado por primera vez en 1996. En sus páginas cuenta el rol de Alfredo Astiz para inmiscuirse entre las Madres de Plaza de Mayo, ganar su afecto y secuestrar a doce personas en la Iglesia de la Santa Cruz, en 1977. Entre otros, Azucena Villaflor, Esther Careaga, las monjas francesas Alice Domon y Léonie Duquet, un padre y un hermano de desaparecidos y activistas de derechos humanos.

Para reconstruir la escena, Goñi buscó testigos y entrevistó a familiares y allegados de los desaparecidos. Algunos, conocidos en los tiempos de la dictadura, cuando los medios de comunicación callaban y él formaba parte del Buenos Aires Herald, el único diario que tomaba y publicaba las denuncias de la desaparición forzada de personas.

Aquellas publicaciones, dice Goñi, no hubiesen sido posibles sin Robert Cox, el periodista británico que dirigía el diario y del que tanto aprendió. Cox hoy vive en el Reino Unido y Goñi en Buenos Aires, desde donde escribe para The Guardian y sigue con la música. Su libro le sirvió a la Justicia para condenar a Astiz. También por eso es que decidió reescribirlo y encontrarse, 22 años después, con los cambios: “Cuando lo escribí estaban aún vigentes las amnistías, Astiz andaba suelto y bailaba en Amarelo o New York City. Era la época en que lo fajaban en público. Un Astiz diferente al de hoy: más viejo, con cáncer de próstata y varias condenas a perpetua sobre la cabeza”, dice.

- ¿Cómo fue el proceso de escritura y luego el de reescritura de El Infiltrado?

- Quedé muy mal cuando lo terminé. Llegué a la Argentina con 23 años y empecé a trabajar en el Buenos Aires Herald cuando lo que quería era formar una banda de rock. Pero me di cuenta de que lo que pasaba necesitaba testigos, porque no los había. La prensa no informaba absolutamente nada y sentí obligación de informar y estar consciente y no cerrando los ojos como hizo otra gente. Entonces conocí a este grupo que acompañaba a las Madres. Me invitaron a participar en la Iglesia. No quise porque me daba cuenta del peligro evidentísimo de muerte que había en esa situación. No estaba desacertado porque terminaron muertos. 20 años después sentí una deuda periodística, porque fui testigo, y una deuda humana porque esas personas fueron absorbidas por la dictadura. En la primera edición estaba motivado por esa deuda moral. Y ahora, con esa deuda ya saldada, fue más difícil porque al no tener esa motivación, estuve como cualquier hijo de vecino dándome cuenta del horror inmenso de lo que ocurría en la ESMA y en la Argentina.

- ¿Qué te viene a la cabeza al pensar en aquellos, tus primeros trabajos como periodista?

- Recién llegaba al país, no conocía a nadie ni tenía habilidades y precisaba un trabajo. Entonces me acerqué al Buenos Aires Herald, donde podía usar mi inglés, y encontré que sucedía aquello. Siempre fui muy sensible a la falta de un comportamiento social civilizado en Argentina: para mí no fue sorpresa que los militares se dedicaran a esa orgía de sangre. Olfateaba una sed de sangre en aquella época. Me acuerdo de un anillo giratorio en el Obelisco en el que se leía “El silencio es salud”. Se suponía que era por el tráfico pero entendí enseguida qué significaba eso. Me di cuenta de que mucha gente en la Argentina también lo entendía. De hecho, en la ESMA había dos carteles donde torturaban en los que se leía “El silencio es salud” y “Avenida de la felicidad”. Ana Careaga (hija de Esther Careaga, una de las desaparecidas) decía que el objetivo de la tortura no es sacar información al torturado sino que la sociedad sepa que debe callarse la boca. No se puede vivir en la rivalidad constante. La confrontación parece ser el modo habitual de convivencia en la Argentina. Una de mis motivaciones en mi trabajo tiene que ver con eso.

- ¿Te quedaste con las ganas de entrevistar a Astiz?

- Lo intenté, pero habré gastado sólo el 5 o el 10% de mi energía en eso. Hubiese sido el gran notón, tal vez tapa de Clarín o La Nación. Pero a efectos de la información que buscaba, lo que iba a recibir de él no sería necesario. Es como querer entrevistar a un presidente, que es una medalla de bronce que te ponés en la solapa, pero no te va a decir nada. Astiz tampoco me iba a decir nada. Para mí era más importante entrevistar a represores anónimos, que quisieran hablar off the record, hablar con sobrevivientes, trabajar sobre los juicios de los 80, porque es ahí donde iba a averiguar. Creo que para hacer algo sobre Astiz tenía que entrevistar a todo el mundo a su alrededor. Porque si conseguía una entrevista y no sabía las mentiras que me podía decir, no servía.

- De tenerlo, ¿qué le hubieses preguntado?

- Preguntas muy directas: ¿dónde estabas el 8 de diciembre a las tres de la tarde?; ¿cómo fue el secuestro de Remo Berardo? Pero para preguntarle cómo fue el secuestro tengo que saberlo, porque si lo dejo dar su versión me mentirá. El tema es cómo trabajar y desarmar la mentira.

- ¿Quién sentís o pensás que fue Astiz?

- Conocí a varias personas que lo conocían personalmente. Incluso, una vez bailé en una fiesta al lado suyo. Son gente normal que terminan de ese lado de la línea divisoria, pero habilitados por el poder: si tenés 26 años como él tenía y a ese grupo de muchachotes, clase media acomodada, marinos, rugbiers, les das la ESMA para que la usen como quieran, les das poder ilimitado, con las secuestradas dentro para que las usen sexualmente como quieran, y además les ponés sacerdotes para decirles que está bien lo que hacen, ocurrirá lo que ocurrió. Pero cuando vuelve la democracia y ya no hay poder habilitante para hacer eso, no siguen cometiendo los crímenes. El problema no son los malos sino los buenos. Los malos son fácilmente identificables, tienen claro qué harán y su misma psicopatía los delata. El problema es el grupo de buenos que los defiende y los ampara y los justifica. Que puede ser la prensa, el sistema judicial, la política, la Iglesia, que cumple roles beneficiosos para la sociedad, pero también cumple el rol de cerrar los ojos a lo que hacían esos muchachotes.

Robert Cox y el periodismo

- ¿Cómo recordás a Robert Cox?

- Cox para mí era todo. O es todo. Era el amigo de Argentina con el que podía hablar de estas cosas a pesar de que nos separaban 20 años: yo tenía 23 y él 43. Era un padre sustituto, también, porque él podía ver la Argentina de una manera que mi propio padre no la veía. Además fue mi jefe. La desgracia es que al tener a este editor tan increíble, honesto y valiente, crecí con la idea equivocada de que todo el periodismo era así. Y me llevé una decepción enorme. Es una excepción encontrar un periodista dispuesto a sacrificar su carrera, su seguridad, su familia y su propio diario. No por ideales sino por sentido de la decencia humana. Cox es el verdadero héroe. Nada existiría si él no tomaba la decisión de gritar cuando los demás guardaban silencio.

- ¿Te desencantó el periodismo?

- Dejé el periodismo para dedicarme al rock, que es lo que vine a hacer en la vida. La Argentina me descarriló para hacer eso pero no era lo que me interesaba. Cox tuvo que huir del país, la dictadura se estaba desarmando y entonces mi objetivo como periodista ya no existía. No me interesaba informar sobre lo que ocurría políticamente. Tenía 26 años y sentía que la dictadura se había chupado mi juventud. Entonces me dije que iba a gastar los pocos años de juventud que me quedaban en ser estrella de rock y lo pude hacer con una banda con la que nos hicimos muy famosos. Hoy el periodismo depende del poder del click. Yo estoy arruinado por haber participado en eso casi épico que hizo el Herald de creer que el periodismo era así. El periodismo es cada vez una especie en vías de extinción.

- ¿Qué querés decir con “arruinado”?

- Pensaba que los periodistas eran honestos, altruistas, y cuando en los 90 volví al periodismo encontré que recibían sobres de la SIDE. Claro que hoy, por suerte, hay buenos exponentes del periodismo. Pero no es que las grandes empresas mediáticas ponen su presupuesto y apoyo para formar estos periodistas y darles las herramientas. Por lo general esos periodistas lo hacen más por vocación propia, casi por una batalla personal, y los grandes medios les dan un lugar porque eso también funciona. Como dije, el periodismo es una especie de dinosaurio antiguo que está tratando de sobrevivir como puede entre Facebook y Google, que se comen toda la publicidad.

- ¿Desaparecerá el periodismo como lo conocemos?

- No creo. Si creo que va a trasmutar y convertirse en otro animal.

- ¿Sentiste miedo al hacer el libro?

- No hay que hacerse amigo del miedo. Si uno sintiera miedo no podría hacer lo que hace. Entonces hay que ser medio inconsciente y dejar el miedo de lado.

© LA GACETA

PERFIL

Uki Goñi nació en 1953, en Washington, donde su padre ejercía como diplomático. Comenzó su carrera periorística en The Buenos Aires Herald. Además de El Infiltrado (1996; reescrito y publicado nuevamente), publicó The Real Odessa, libro traducido a varios idiomas en el que describe cómo funcionaba la red para recibir a criminales nazis en la Argentina. Hoy escribe para medios internacionales como The Guardian y The New York Times.

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