“Creo que La naranja mecánica fue mal comprendida”

El autor de la célebre novela llevada al cine por Stanley Kubrik pensaba que su libro había sido ingenuo respecto del grado de violencia real en la sociedad. En esta entrevista, recopilada en Todos estos años de gente, habla sobre el diagnóstico que le cambió la vida. A los 42 años, siendo un escritor inédito, le descubrieron un tumor y le dieron dos años de vida. Luego de eso, en un año escribió cinco novelas y media. El pronóstico era equivocado y vivió 34 años más. El primero de ellos lo usó para terminar la otra mitad de su novela incompleta, La naranja mecánica.

15 Jul 2018
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ANTHONY BURGESS. Con un típico habano entre sus dedos, a los que adoraba -decía-, el escritor posa frente a una máquina de escribir.

Octubre suele ser un mes duro para el hemisferio boreal. La luz cae abruptamente y los días se acortan para recordar que el otoño solo es ese mensajero implacable que anuncia la llegada de una eternidad.

Buscando un supuesto antídoto, las autoridades del Canal 1 de la televisión sueca pensaron en crear una “reunión cumbre” entre dos figuras máximas de la literatura que coincidieron en la Feria del Librode Gotemburgo en 1985. Ellos son Isaac Bashevis Singer, premio Nobel en 1978, y Anthony Burgess, el celebrado autor de La naranja mecánica que una década atras Stanley Kubrik convirtió en objeto de culto.

La idea parece acertada: dos hombres inteligentes, sensibles, excelentes narradores, dotados de un notable sentido del humor y creyentes, del judaísmo el primero, católico el otro. Llegaron al estudio y las diferencias eran notables. Singer parecía una arveja calva y sabia, hablando en un inglés muy marcado por el acento yiddish. Llevaba un traje azul con corbata al tono y un chaleco de lana debajo del saco. En la mano, un impermeable y un sombrero blanco que la producción se apresuró a quitarle. Burgess le llevaba una cabeza y precisamente esa testa, la suya, se veía coronada por un remolino amarillo y gris de cabellos que resultaba imposible adivinar de donde provenían. Se lo veía contemporizador, amable, marcando cada sílaba con el tono british que podría adivinar hasta un sordo. También vestía un pantalón azul, aunque más claro, un saco a cuadros de color indefinido, corbata bordó y un pañuelo que parecía una lluvia tropical cayendo desde el bolsillo.

La escenografía no se esmeraba en lujos: apenas dos sillas y un sillón de madera con diseño rústico sobre una tarima y una araña.

Singer no quiso ser maquillado. Burgess aceptó con divertida resignación.

La reunión había sido concertada por quien también sería la entrevistadora: Dorotea Bromberg, editora de ambos. Antes de comenzar, cuando las cámaras aun parecían apagadas, Singer se dirigió a ella y le dijo: “Por favor, si quiere saber cosas de la literatura o de la cultura universal no me pregunte a mí. Yo solo conozco mi pequeño mundo, el de la tradición y la cultura judía, el hebreo y el yiddish, esas cosas… Por eso, si quiere saber de alguna otra cuestión, mejor diríjase a Mr. Burgess”.

Era una sorpresa y, de algún modo, también una advertencia. Burgess atinó a una defensa que no prosperó (tampoco tenía mayor sentido) y Bromberg lo tranquilizó diciendo que dado que ambos eran escritores, podía preguntarles sobre la traducción. Ellos estuvieronde acuerdo, pero ella nunca inquirió nada sobre el tema.

Luego de los nervios iniciales, la conversación comenzó a fluir. Singer se agachaba para escuchar mejor las intervenciones de Burgess, quien solo aprobaba y enriquecía cuanto su interlocutor afirmaba. Hablaron de la religión sin dios (aunque ambos ratificaron su fe, cuestionaron la omnipotencia divina), del bien y del mal, del arrepentimiento, el libre albedrío y los suizos. Ambos reivindicaron la compasión y la rebeldía como principios fundamentales.

Singer citó, previsiblemente, a la Biblia y el Talmud, y en varias ocasiones a Spinoza. Burgess fue más ecléctico: Joyce y San Agustín, Sean O’Faolain (un escritor católico irlandés) y Proust, los estoicos y Oscar Wilde.

Ya cerca del final, cuando la charla viró en torno al amor y la muerte, Burgess recordó a modo de ejemplo un caso paradigmático: “Un compatriota mío, de Liverpool, fue asesinado y el motivo que esgrimió su asesino fue que lo mató por amor. Era un excelente músico, ya sabe, John Lennon…”

El gesto de Singer fue de elocuente incomprensión, mientras negaba con la cabeza. “No, lo siento, no lo conozco”, se disculpó. Burgess, incrédulo, titubeó: “Pero vivía en Nueva York, en el Dakota, cerca suyo…” Singer permaneció imperturbable y con sonrisa dulce e inocente, concluyó: “Sí, discúlpeme, salgo tan poco…”

No hubo tiempo para mucho más. Aun con el rostro denodado entre el asombro y algo que no se adivinaba qué era, Burgess, con toda gentileza, rechazó cualquier otra posibilidad de conversación.

“Le pido me perdone, pero se me acabaron las palabras”, dijo.

La Naranja Incomprendida

Anthony Burgess gusta fumar unos habanos delgados y largos que se insertan con precisión entre sus dedos igualmente delgados y largos.

El cigarro va y viene hasta sus labios y los ocasionales anillos de humo se concentran sobre su cabeza, ya más gris que amarilla, otorgándoleun halo místico. “Adoro estos cigarros”, repite.

Cinco años después del “affaire Singer”, reducido a simpática anécdota en los medios literarios nórdicos, Burgess volvió a Suecia, en este caso a Estocolmo, para presentar la versión local de su libro de relatos The Devil’s Mode (Los tonos del diablo), al tiempo que en Londres sucedía lo propio con la segunda parte de su autobiografía, You’ve had your time. Por supuesto, recordaba con claridad el “incidente”, por llamarlo de alguna manera, de un lustro atrás.

“Al principio no comprendí, pensé que se trataba de una broma. El estupor sobrevino por mi propia incapacidad para aceptar cosas que damos como sobreentendidas. Allí estaba, con ese gran hombre, un gran escritor con una vida dura, llena de sacrificios, que supo abrirse un camino con enorme sabiduría, y que no sabía quién era John Lennon. Y lo mejor es que exponía públicamente su ignorancia. Al meditar sobre el asunto, entendí que me dio una lección. Los escritores estamos acostumbrados a desplegar nuestras plumas de pavos reales y citamos a mansalva, incluso a gente que muchas veces no tenemos idea quién es. El hecho de aparecer en televisión y decir: ‘No se quién es John Lennon’, sin ninguna necesidad de hacerlo —podía haber asentido sin más—, acabé por interpretarlo como un gesto de humildad intelectual admirable”.

Así es Burgess: a todo parece encontrarle una segunda y hasta tercer lectura. Desarrolló una vida rica y variada que lo llevó por un constante sube y baja emocional. Nació en Manchester en 1917 como John Anthony Burgess Wilson. Curso estudios en la Universidad de su ciudad natal y entre 1940 y 1946 debió servir a su país en varios frentes de batalla. Terminada la Segunda Guerra Mundial, trabajó para el Ministerio de Educación británico, por lo que fue nombrado responsable educativo del Servicio Colonial de Kuala Kangsar, Malasia, y posteriormente trasladado junto a su mujer Lynne a Brunei (1954-1959). Fue en este último destino cuando, tras un desmayo sufrido durante una clase, le diagnosticaron un tumor cerebral que lo condenaba a una esperanza de vida máxima de dos años. Para asegurar el porvenir económico de su familia, el moribundo comenzó entonces a escribir a velocidad crucero, al punto de concebir cinco novelas y media en el término de un año. La literatura y la música habían ocupado desde siempre su verdadera pasión, pero solo la amenaza de la muerte disparó la vocación.

“Lo hice por motivos de seguridad, como Ud. podrá entender”, afirma como si fuera necesaria una justificación. “Hay que asumir la responsabilidad y ocuparse de quienes están más cerca nuestro. Mi mujer estaba más preocupada que yo, lloraba y bebía, así que comencé a inquietarme seriamente por ella y no por mí. Sentí que era ella quien poco a poco se despedía de la vida, mientras yo sobrevivía porque, en verdad, no tenía ningún tumor. Irónico, ¿no es verdad? Las mujeres son menos estables, mucho más emotivas que nosotros los hombres.

Por favor, no quiero que estas palabras sean malinterpretadas, de ningún modo deseo que se vea en ellas un sesgo despectivo. En verdad, quiero expresar exactamente lo contrario: en esa emotividad radica su fuerza y nuestra debilidad”.

De esta experiencia surge la Trilogía malaya (Malayan Trilogy, 1956-59) que integran las obras Time for a Tiger (1956), The Enemy in the Blanket (1958) y Beds in the East (1959). La trilogía conforma un fresco narrativo ingenioso, inventivo y melancólico sobre los últimos días del Imperio. A ellas le seguirán The Right to an Answer (1960), una de sus obras más divertidas, donde Burgess plantea una critica profunda a la pérdida de los valores tradicionales en el marco de una sociedad de consumo; y Devil of a State (1961). Por la elegancia y el humor que despliega en sus textos, la crítica observa la influencia positiva de autores como Evelyn Waugh y James Joyce. Este último será uno de sus más importantes modelos, a quien le dedicará dos estudios.

El parentesco con el irlandés se incrementará con su próxima obra a partir de la experimentación que realiza con el lenguaje en A clockwork orange (La naranja mecánica, 1962), al cabo su obra más trascendente en buena medida gracias al film de Stanley Kubrik (1971).

La misma reconoce un origen traumático: en 1944, Llewela (Lynne) Jones, primera esposa del escritor, fue víctima de robo y violación en las calles de Londres por cuatro marines del ejército norteamericano. Esta era la “media” novela que había intentado escribir en aquel fructífero año de su supuesta convalecencia y que no había terminado.

No obstante, Burgess asegura que no es este el motivo que lo molesta cuando se lo asocia a La naranja mecánica por encima de cualquier otra obra suya.

“No, no”, afirma enfáticamente mientras agita las manos, como si quisiera apartar un insecto invisible. “Sucede que lo considero una expresión ingenua, al menos a juzgar por el grado de violencia que encontramos en la actualidad. Tal vez acerté al profetizar el síntoma, pero no los alcances de la enfermedad. Creo que el libro fue mal comprendido, y peor todavía después de la película. En verdad, lo que me interesaba mostrar era la violencia del Estado, que siempre será más virulenta que la violencia individual. En el caso de Alex, se apoya en la búsqueda de mecanismos conductistas para erradicarla: ‘Si piensas en la violencia te sentirás mal, vas a vomitar sin cesar’, le dicen mientras le muestran escenas horribles junto a estímulos maravillosos, como la música de Beethoven. El joven que se aparta de lo que marca la Ley se convierte en un perro de Pavlov.

En lugar de buscar argumentos para reflexionar sobre la violencia, se lo priva de su libertad, de su libre albedrío. La gente no entendió esto. Me llamaba a mi casa y me decía: ‘Ah, Usted apoya la violencia… Una monja fue agredida por cuatro chicos y eso sucedió por su culpa’. No, solo me limité a mostrar las cosas como son. Y aun pienso que quizá sea preferible tolerar una mala acción antes que el individuo sea manipulado por la ciencia—sea esta cual fuera—para convertirse en un títere a voluntad de los deseos del Estado”.

La película retrataba de una manera muy directa la violencia juvenil y recibió feroces críticas cuando se estrenó en Londres, por lo que Kubrik se negó a que se siguiera exhibiendo en el Reino Unido y desde entonces no ha sido repuesta.

“A pesar de haberse filmado en Gran Bretaña, los productores decidieron utilizar la versión norteamericana, que había censurado el capítulo final. El libro tuvo dos finales. El editor norteamericano me dijo: ‘Nosotros podemos tolerar muchas más cosas que Uds. los británicos’.

De modo que Alex es ‘reeducado’ pero algo falla y vuelve a cometer crímenes. Mi versión era distinta. Yo lo hacía madurar, recapacitar y darse cuenta de las implicancias de la violencia entre los jóvenes. Lo hacía volcar toda esa energía hacia algo positivo, que lo vinculara a la pasión, como la música. Pero obviamente a los estadounidenses no les interesa un final así”.

Existen además otras causas que contribuyeron a la irritación de Burgess respecto a La naranja… En 1990 la Shakespeare Royal Company estrenó en Londres una adaptación teatral que su autor desaprobó no solo por su contenido, sino también por la música y la emprendió contra sus compositores, nada menos que Bono y The Edge, cuando U2 aun se encontraba en su pináculo.

No le faltaba argumentos: además de la literatura, a la que aportó nada menos que 52 títulos en tres décadas pese a su tardío debut (a los 43), que fueron traducidos a una treintena de idiomas, sin mencionar centenares de artículos y ensayos, Burgess se destacó también como un músico eximio: fue compositor, autor de tres sinfonías, una opera, un ballet y hasta un musical.

* Incluida en el libro Todos estos

años de gente (Modesto Rimba).

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