Agravio a próceres

05 Ago 2018

En la última edición de LA GACETA Literaria, se comenta la novela Perder la cabeza, de Marcos Rosenzvaig. Según el comentarista, explora un acontecimiento trágico (el degüello de Marco Avellaneda en 1841) “apegado a documentos históricos pero también con libertades creativas” (sic). En esas licencias literarias, el autor llega a imaginar una posible relación amorosa entre el prócer asesinado y la señora Fortunata García de García, quien rescató su cabeza, expuesta en una pica en la actual plaza Independencia. Ocurre que Avellaneda era un joven abogado (28 años) casado con una bella y rica heredera (Dolores Silva) ocho años menor que él, con la que al tiempo de su muerte tenía

ya cinco hijos. Por su parte, Fortunata García, en esa época, era viuda del que fuera gobernador de Tucumán, el doctor Domingo José García.

Tenía 40 años, con ocho hijos, todos menores, a su cargo, y era muy apreciada y respetada. El escritor desvaría al suponer una relación clandestina y adúltera entre ambos personajes, en la pequeña aldea de entonces. Aunque la novela histórica se permita estas libertades (sin las cuales parecería que algunos autores carecen de material narrativo), creo que hay un límite de cordura y de respeto que no debe cruzarse, a riesgo de llegar a la difamación y a ensuciar la memoria de quienes tuvieron una clara actuación en momentos difíciles. Avellaneda promovió el alzamiento de la región contra el gobierno dictatorial de Rosas, y se jugó la vida en esa empresa libertaria. Su gesta y su nombre quedaron vivos en Tucumán, que lo honró siempre con merecidos homenajes (escuelas, calles, estatuas, y hasta ese magnífico retrato que hasta hace muy poco presidía el recinto de la Legislatura). Fortunata García fue una heroína que desafió la prepotencia militar invasora, para rescatar y dar sepultura a la cabeza del mártir. Su respetable imagen perduró en la memoria del pueblo, que también la honró imponiendo su nombre a una escuela y a una calle de nuestra ciudad. Venerable mujer, castigada por los militares dominantes, cuando se logró la estabilidad fue fundadora y presidenta de la Sociedad de Beneficencia, sitial donde –seguramente- una adúltera no habría sido aceptada. Por eso hoy, más allá de las “libertades creativas”, creo repudiable que se escriban, con ligereza, fantasías que seguramente pueden confundir a quienes no conozcan la verdadera historia. Agrego que no hay ninguna documentación, ni tradición, de este vínculo clandestino, ni conozco historiador alguno que lo haya mentado. Pido al autor que deje públicamente aclarado que no ha pretendido ofender la memoria de estos dos personajes entrañables de nuestra historia. Y que se haga responsable de las reclamaciones –incluso judiciales- que los descendientes de Avellaneda y de Fortunata García pudieran emprender.

PEDRO LEÓN CORNET

TUCUMÁN

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