Apuntes sobre literatura y cine

El escritor Mario Flores brindó un taller en el marco de la Salta Expolibros.

10 Oct 2018
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Durante la Expolibros, el escritor Mario Flores (autor de la novela Hikaru y ganador del concurso provincial de cuentos 2018), bridó un taller sobre literatura y cine. El taller duró tres días y tuvo una gran concurrencia. A continuación transcribimos el texto que Flores leyó, el último día, a manera de cierre:


La versión pornográfica de La Naranja Mecánica dura 73 minutos y cuenta con más de 3 millones de reproducciones. Los actores incluso respetan el lenguaje nadsat a la hora de implementar onomatopeyas, gemidos o preguntas. Decir “soy tu puta” en nadsat equivale a ‘lubilubar débochka’. Anthony Burgess, fallecido en 1993, no puede ver la versión condicionada para adultos de su obra literaria más conocida, lo cual de seguro es un alivio para lo que sea que quede de su cadáver. Me gusta comenzar con este ejemplo, porque se trata de una pelea, de un intrincado aunque enérgico intercambio de puñales artísticos. Dentro del circuito literario, editorial y académico, los escritores y poetas gozan de gran capacidad para pelearse los unos con los otros, como niños que batallan por un algodón de azúcar que no le pertenece a ninguno y que, probablemente, ni siquiera existe. La relación coital entre la literatura y el cine tampoco carece de enfrentamientos, aunque no es este el aspecto más proclive de trascendencia general.

Si quisiéramos meditar acerca de la relación entre libros y películas, entre literatura y cine, entre autor y director, podríamos pasar horas dando vueltas en círculos alrededor de alabanzas, lugares comunes y, sobre todo, influencias. Pero lo curioso de las influencias es que no siempre establecen convergencias artísticas sino puramente comerciales. Es por ello que retrotraernos a esa simple y predecible reflexión emocional sobre la importancia de la literatura en el cine, de las grandes obras que nos han hecho reír y llorar en papel que luego son llevados al celuloide, de las infinitas versiones y reversiones – más o menos fidedignas – que no corrompen esa sentencia que parece eterna (“el libro es mejor que la película, siempre, sin duda”) (o que no buscan corromperla), no nos serviría más que para reafirmar viejas fórmulas, ya revisitadas, sobre el impacto que tienen los libros y los films en nuestras ya acartonadas vidas.


Un poco de estadística: en Argentina solamente 4 de 10 argentinos lee (por voluntad propia) un libro al año; en Argentina, 4 millones de personas miran por día al menos 1 película (en cines oficiales, servicios de streaming o de exhibición gratuita). La antigua contabilidad del arte (aquella vieja certeza de que una imagen equivale a mil palabras) queda corta en este caso. Un país tan volátil no debiera permitirse semejante atropello por parte de su propia mano. Cuando el cerebro humano capta los caracteres y grafemas granulares de una narración, se establece un fenómeno de asimilación visual: la palabra, el arco dramático, la secuencia de tiempo y espacio, crea en la mente del lector su propia película mental: otorga rostro y voz a los personajes, imagina el clima de las ciudades donde los personajes viven sus peripecias o aventuras. Incluso, algunos lectores más entusiasmados, sufren con ellos, se alegran de sus triunfos, perciben sus aromas y se enfurecen con el autor del libro cada vez que muere un protagonista. No es de extrañar que al salir de la sala de cine la gran mayoría de frases a escuchar oscilen entre “eso en el libro no sucede” o “en el libro sucede mejor”. Según el gran promedio de quienes se dicen lectores (o amantes de las letras, como el nombre de una página de Facebook que comparte imágenes con frases de autoayuda) lo lindo de la literatura, lo indiscutible e intemporal de la literatura, es que permite múltiples inspiraciones, apreciaciones y entendimientos. No existen dos lectores iguales, ni tampoco dos lecturas idénticas. ¿Por qué entonces esa pretensión de que el film coincida con los parámetros visuales de una lectura en particular que depende de las capacidades de percepción y trama de un cerebro humano en particular? ¿El lector que pasa a ser espectador o visualizador, convierte su lectura en una visualización para acceder a un tercer momento, es decir: una derivación disímil de la prosa pero con iguales dispositivos narrativos?

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 Volvemos a Burgess y La Naranja: un señor católico al cual no le gustó la versión de Kubrick de su obra porque el director elige omitir el último capítulo del libro. El último capítulo de La Naranja Mecánica puede considerarse lo que comúnmente llamamos “final feliz” o “mal final”: el ultraviolento Alex Delarge elige ausentarse de su propia identidad a partir de una sensación de cansancio y soledad: quiere trabajar, casarse y quizás, oh queridos drugos, engendrar hijos. La versión norteamericana del libro no incluía este capítulo final: la consideraban muy noble, muy decente, muy inglesa, muy ingenua. Burgess atribuye la ‘falla’ a que Kubrick habría leído la versión norteamericana de su libro: desconocía el final feliz. Sin embargo, el director había leído ambas versiones y aun así eligió contar su lectura, plasmar su lectura, dotar de imagen al papel a través de su ojo (que casualmente, podía coincidir con aquella versión incompleta, si decidimos llamarla así). El autor del libro, entonces, en un prólogo posterior al film de 1973, elige dar cátedra de escritura creativa: asegura que lo único que vuelve funcional a una narración es la posibilidad de cambio, de trauma, de paradigma trastocado de la realidad. Hay una razón por la cual las demás novelas (e incluso piezas sinfónicas) de Burgess no lograron la misma notoriedad y fama de la novela distópica: y esa razón reside en su error. El cambio más común, más predecible y más fácil de evitar en una narración, es el cambio de la vida a la muerte; o del regreso a la normalidad. Los guionistas de sitcom’s conocen bien la regla: hacen del equívoco una ley de acuerdo a sus intereses mercantiles. La serie debe seguir, por lo cual al final del capítulo todo vuelve a ser como era (en palabras Philip J. Fry). El aburrido capítulo final deLa Naranja Mecánica propone un cambio, un quiebre entre la voz de un narrador cuyo ojo mecánico advierte el mundo como un terreno hostil del cual es parte, y a partir de allí actúa: la narración, que no es otra cosa que tiempo en movimiento, comienza su danza fatal. Al final de la novela, el narrador se confunde con las dádivas y juicios morales del autor, se confunden personaje y demiurgo y obtenemos un monólogo interior al estilo de Faulkner sobre la necesidad de parar el movimiento (detener la narración) y tomarse un minuto para pensar en Dios, la vida, el futuro. Sin duda alguna, se establece un cambio: el hilo conductor pasa a ser un trasfondo disímil de su voz, y lo situacional pasa a ser un postfacio en calidad de mensaje. Resultaría obvio y hasta anacrónico dar ejemplos de que el arte no responde a mensajes, ni consejos, ni reglas.

 En el libro Narraciones para cine (publicado por la editorial independiente Mardulce) el director ruso Andrei Tarkovsky dice:

 El artista no tiene ningún derecho moral para dejarse llevar a un abstracto nivel medio, para hacer que su obra sea más comprensible, más accesible. Esto no acarrearía otra cosa que la decadencia del arte, cuando en realidad esperamos su florecimiento, creemos en las posibilidades potenciales y aún no desarrolladas del artista y también en una elevación de las exigencias del público. O al menos queremos creer en todo ello.

El final de La Naranja de Kubrick acorta el libro pero enaltece el carácter narrativo en la escena final, a la par de la naturalidad con que esta voz intuye y a la vez crea su propio universo despojado de estructuras novelescas: por fuera, los huesos rotos y enyesados, sobre una cama de hospital, convertido en personaje público del amarillismo político, sonriendo para las cámaras fotográficas; por dentro, imagina que fornica con una mujer a la vista de nobles, hombres de etiqueta, la masculinización pública del poder, o de las relaciones discursivas de poder entre la narración y lo que cuenta (lo que elige contar), y por otro lado lo que el público no desearía tener que ver o leer. Sin embargo, el cerrar el libro o abandonar la película a medias no son más que otra clase de configuraciones de consumo, de lectura y de percepción.

 Jonny Greenwood, el guitarrista de Radiohead, asegura que compuso la música de la película We need talk about Kevin en base a los sonidos que nacieron en su cabeza mientras leía la novela en la que se basa el film. Durante su lectura prestó atención a los climas narrativos, la intensidad y verosimilitud de los diálogos, y dejó de prestar atención a las sugerencias del director: creó la banda sonora en base al papel, no a las imágenes. Las relaciones literatura y cine, música y cine, literatura y música, son apenas variaciones interdisciplinarias de una misma creación que, sin embargo, es fluctuante. Un libro promedio, hoy (publicado por una editorial mainstream) cuesta entre 250 y 400 pesos argentinos. Una entrada al cine, dependiendo del lugar o cadena, a partir de 150 pesos argentinos. Una cuenta base en Netflix: en enero de 2018 alrededor de 200 pesos argentinos. En una suerte de comparación puramente en metálico, sabemos lo que elegiría el promedio anónimo de esquina: lo cuantitativo antes que lo cualitativo.

 En junio de este año me tocó participar del 13° Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires. En el avión, iba distraído mirando las formaciones de cumulonimbus a través de la ventana. A mi lado, una mujer iba leyendoZama, de Antonio di Benedetto que, muchos dicen, es una de las cinco grandes novelas de la literatura argentina (sic). Lo gracioso o interesante de esto es que esa edición del libro publicado por Adriana Hidalgo Editora tenía en la cubierta una imagen de la película, no la original. Una escena, probablemente la misma que se utilizó en afiches promocionales y flyer, ilustraba la tapa del libro, al mejor estilo de El Código Da Vinci (con Tom Hanks en la portada). Estas relaciones comerciales no son incluidas en el diálogo, ya que siempre es más sencillo hablar sobre libros que inspiran películas, obras emocionantes, y sobre cómo no podríamos sobrevivir sin ninguna de las dos cosas.

 Una alumna de letras aprueba un examen sobre tragedia de Shakespeare sin leer la obra: la noche anterior al parcial mira en internet la versión de Baz Luhrmann con Leonardo Dicaprio y Claire Danes. El resto es completar caracteres.

 Un director chileno llamado Cristián Jiménez realiza la versión fílmica de Bonsái, la novela corta de Alejandro Zambra. No solamente cambia diálogos, nombres, reordena los capítulos (también con títulos diferentes), sino que el resultado final solamente coincide con tres núcleos de acción del argumento original: la primera escena de sexo, el libro ficticio (tanto en la novela como en el film como en la vida real) que vincula la primera mitad con la segunda mitad de la obra, y el final. Alejandro Zambra, en varias entrevistas, dice que el trabajo deformador de esa película es mucho mejor que lo que sea que el haya logrado solamente escribiendo. Esa película comienza con la siguiente frase, una voz en off anuncia: “Al final de esta película ella muere y él se queda solo”. Así, desde el inicio.

 Michel Houellebecq, en uno de sus poemas, comienza diciendo:

En un cine porno,

unos jubilados cascados

contemplaban, escépticos,

los retozos mal filmados de dos lascivas parejas;

no había argumento.

He ahí, pensaba yo, el rostro del amor,

el auténtico rostro.


 Finalmente, deberemos preguntarnos si no somos nosotros personajes que desaparecen cuando llega la música final y el ascenso de los créditos. Secuencia, cambio, trauma, reversión, antítesis, código: las narraciones que habitamos (o que nos habitan) nos cuentan, funcionan como representaciones fantasmales de nuestra lectura, de nuestra capacidad de ver. El ojo mecánico es quien está detrás, observando cuáles han sido esas pequeñas pero trascendentes líneas que dejan indelebles marcas. Somos lectores de lo real en clave de ficción. Más importante que preguntarnos qué función cumple la realidad en la ficción, es el preguntarnos qué función cumple la ficción en la realidad. Argentina misma es una narración de Kafka: insectoide, mutante, secreta, combustible, somnolienta. Si todo esto resultara ser una película dentro de la pantalla gigante que otros seres disfrutan mientras son testigos pasivos de nuestros avatares, sería este un momento preciso e ideal para preguntarnos: quién es la persona anónima que pronuncia la palabra Fin. Muchas gracias. Fundido a negro.



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