Con Perón en Puerta de Hierro

Era en el exclusivo barrio madrileño de Puerta de Hierro. La casona de piedra de diseño anodino, coronaba con su cuadratura la barranca del amplio parque cubierto por un manto de nieve. Era una nevada tardía pues pujaba ya la primavera y un frío cortante hacía inhóspita la tarde de aquel marzo de los 70. Por un angosto sendero de lajas, acompañado por tres guardaespaldas, caminé aparentando tener un aplomo del que carecía: estaba entrando, invitado por su dueño, en la mítica casa de Juan Perón, derrocado quince años atrás.

14 Oct 2018
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JUAN DOMINGO PERÓN, IMAGEN DE Conclusión – Diario Digital

Por Luis Montenegro

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

Llegué puntualmente a la puerta de la residencia, donde se encontraba una camioneta de custodia con carabineros y los tres mencionados guardias personales. Al preguntarle al jefe de los uniformados si podía dejar allí estacionado mi auto, recibí una respuesta simpática: “Vaya tranquilo doctor, que nosotros se lo cuidaremos”.

Mientras subíamos los peldaños del porche, la puerta del caserón se abrió y, en su vano emergió una sonriente Isabel, que me extendió la mano con naturalidad. Tras ella, una figura alta y corpulenta se precipitó en mis brazos. El inesperado afecto con el que me recibía Perón tuvo una rápida explicación: simplemente había tropezado con uno de los plásticos que efectivamente cubrían sus alfombras. Reemplazó su bienvenida justificando: “Tengo unos muchachos haciendo arreglos en la casa y si no protejo las alfombras, doctor, terminan destrozándolas”. A una señal del dueño de casa, López Rega, petiso, de saco azul cruzado y pantalones grises, me ayudó servicialmente a quitarme el sobretodo y cepilló la nieve de las hombreras.

Mi anfitrión me invitó a pasar a una suerte de hall íntimo con un sofá y unos sillones tapizados con sospechoso gusto donde nos mantuvimos abrigados y confortables durante la entrevista. Desde un escritorio próximo nos miraba inquisidora la difundida foto de Evita que ilustrara la tapa de La razón de mi vida.

En la mesa frente al sofá, un cenicero de loza blanca se iría colmando con colillas de Lucky Strike, que el dueño de casa fumaba con fruición y con los pocillos de café que “Lopecito”, como lo nombraba su patrón, nos serviría durante el encuentro.

Confieso que no podía dejar de observar al personaje sentado a pocos centímetros de mí. Era un hombre corpulento, aindiado, que de inmediato me recordó a nuestro Atahualpa Yupanqui y a lo historiado sobre los orígenes tehuelches de su madre natural, Juana Salvadora Sosa; pelo abundante renegrido por la tintura; cara cursada por inocentes vívices que sus enemigos deseaban que fuera lepra; manos fuertes con uñas cuidadas; saco sport cuadrillé; impecable pantalón beige; corbata al tono; zapatos relucientes.

Sin dudas mostraba el hombre la prolijidad propia de lo que nunca había dejado de ser: un oficial argentino. Sus maneras educadas se correspondían con lo dicho; su decir era pausado, y su voz cascada, se acentuaba cuando deseaba ser terminante y era interrumpida, con frecuencia, por risas con las que festejaba sus propios comentarios.

Mientras lo observaba con curiosidad extrema, y escuchaba algunas frases de cortesía interesado por “don Antonio” Puigvert, no podía dejar de preguntarme: ¿era realmente ese hombre sonriente Juan Domingo Perón? Pero la realidad que vivía me obligó a aceptar lo inexplicable: siendo yo un joven desconocido, estaba frente al personaje que había gozado de mayor injerencia en la política argentina durante los últimos 27 años.

Elegí acortar distancias mencionando que teníamos amigos en común. Despierta su curiosidad, le mencioné a Tomás Eloy Martínez, ignorando que esto sería inoportuno. No sabía que en los meses que llevaba yo en España, tanto Tomás como Jorge Antonio habían, por distintos motivos, perdido definitivamente el favor de los Perón. Titubeó antes de decir sonriendo con sarcasmo: “Ah, sí, ese muchacho comenzó a publicar en una revista comentarios sobre Eva, sin tener en cuenta que siempre hay algún exaltado que puede con una bomba hacer volar por el aire a esos italianos”. Se refería elíptica-mente a los Civita, familia propietaria de la Editorial Abril, quienes amenazados habían buscado seguridad en Brasil.

Meses más tarde me enteré que Jorge Antonio, había entrado en coalición con la formidable dupla Estela-Lopez Rega, lo que hizo que desapareciera del círculo áulico del General.

Comprendí que de nada hubiera valido la preciada tarjeta de presentación de mi amigo Tomás, perdida su relación con Perón, y dirigida a quien había dejado de ser su hombre de confianza.

Pero sin dudas el Destino había decidido jugar su partida y llevarme de todos modos tras mi propósito, valiéndose de un inesperado y violento cambio de ideas políticas con mi profesor.

A pesar de tan desafortunado comienzo, nuestra conversación se encauzó naturalmente. La Argentina estaba viviendo el reemplazo de Levingston por Lanusse, sin que se vislumbrara la normalización institucional y para mi sorpresa pareció interesarle mi opinión. Le dije que me preocupaba que la juventud no justicialista, a la que “yo pertenecía”, estuviera desorientada y sin rumbo político, pues los que anhelábamos el regreso a la vida republicana carecíamos de líderes carismáticos con propuestas atractivas.

Lo que podría haber resultado un nuevo comentario infeliz produjo un resultado paradójico, pues Perón pareció querer dedicarme, a partir de entonces, lo mejor de su dialéctica. Lo dicho había activado su maquinaria de seducción siempre lubricada.

Con un modo sosegado, no el del “balcón”, se explayó en una exposición que resultaba enfática, gestual e irónica, con cierto desorden en el seguimiento de la idea, y que mechaba con un reiterado y criollo refranero: “El perro lame la mano de quien le da de comer, no al del palo...”, “el pueblo es más sabio que los gobernantes, pero también se equivoca...”; “no es que hayamos sido buenos nosotros, fueron malos los que nos siguieron...”. Sostuvo que el Ejército había perdido el rumbo y que eso no se resolvía reemplazando a los hombres, sino retornando a las “ideas fundadoras”; como tampoco era posible seguir gobernando a espaldas del pueblo. Dijo que aunque los gobernantes de turno no lo advirtieran, sus tiempos se agotaban vertiginosamente, tal como la paciencia de la gente.

Afirmó que se encontraba activo y muy informado, dado que contaba en la casa con un archivo integrado con las copias de importantes documentos obtenidos por sus seguidores en diversas reparticiones gubernamentales. También que mantenía fluidas comunicaciones con grupos juveniles, dispuestos a la acción, que se estaban organizando en la Argentina. El tiempo, a muy poco de andar, dramáticamente corroboró esto último.

Frente a todas sus afirmaciones, asentía yo educadamente, introduciendo algún bocadillo de Perogrullo, que Perón aprobaba calurosamente haciendo que me sintiera cómodo e integrado al tratamiento de lo que manifestaba. Le confié mi preocupación respecto a que formábamos parte de una América latina con conflictos limítrofes, algunos de magnitud, como el de Bolivia con Chile, y que con ésta última, los argentinos teníamos más de 30 puntos litigiosos sin asomo de solución. Y que sin una región aunada, sin rencores ni los fanatismos que creaban esas urticantes realidades, nos resultaría complejo un desarrollo armónico y conjunto. Me respondió diciendo que compartía mi preocupación y que de hecho ese problema lo había discutido años atrás con Vargas de Brasil, con Ibáñez de Chile, con Pérez Jiménez de Venezuela y con Stroessner de Paraguay, y que habían coincidido en solucionarlos a la brevedad mediante arbitrajes cuidadosamente seleccionados.

Olvidó señalar, que ninguno de los mencionados, salvo Stroessner, gobernaba ya en esos años, ergo, poco futuro tendrían esas interesantes coincidencias. A esta respuesta poco consistente le agregué que a mi criterio se nos había educado en la exaltación de la figura sanmartiniana, a la que si bien adhería, había sido hecho con un dejo peyorativo para con el benemérito general Bolívar. Y que, a mi criterio, recalcar posibles desavenencias entre quienes habían compartido la gesta libertadora de nuestras naciones era igual de nocivo para nuestra integración regional como las disputas limítrofes. No me dejó continuar: “doctor, soy un fervoroso admirador de Simón Bolívar y de su gloriosa campaña, recuerde que he sido profesor en la Escuela de Guerra y no he enseñado otra cosa. Es usted un hombre joven inteligente, y con inquietudes. Debería una vez de regreso a Buenos Aires contactarse con Jorge Paladino a quien le encantará conversar con usted”.

Si bien parecía encontrarme ya en los prolegómenos de hacerme firmar la ficha de afiliación, pero aquel maestro de la seducción que conocía los producidos por los halagos certeros, esa tarde se frustraría.

Se detuvo largo rato en manifestar su fastidio por el comportamiento de la clase política argentina, la que públicamente lo denostaba y al mismo tiempo no cesaba de enviarle emisarios con peticiones insólitas: “Allí donde usted está sentado estuvo fulano pidiéndome que lo hiciera nombrar interventor en Santiago del Estero”, “allí mismo estuvo el hijo del general zutano, pidiéndome en su nombre apoyo político porque quiere ser presidente” y con una enorme sonrisa por donde desbordaba la ironía: “Esto yo no lo entiendo, quizás usted sí, ¿soy acaso yo quien gobierna en la Argentina?”

Contradictorias afirmaciones, no dejaron de sorprenderme. Perón me dijo que viajaba con frecuencia a París pues tenía una vieja amistad con De Gaulle (años después, el ex canciller Nicanor Costa Méndez me aseveró que “le General”, durante un almuerzo, le había manifestado no conocerlo en absoluto), aunque al tiempo agregó que había alentado la revuelta estudiantil de la Sorbona, la que significó el principio del fin de la carrera política de su supuesto amigo galo.

La conversación se deslizó en un marco cordial que hizo desaparecer mi tensión inicial. Sin que se le requiriera, López Rega reponía las tazas con humeante café y vaciaba el cenicero del anfitrión. No pasó inadvertido para mí que en ningún momento de esa larga y fría tarde se acercara Isabel a interesarse por su marido.

Sin embargo, me divirtió sobremanera una circunstancia doméstica. López Rega de improviso y con su voz de falsete irrumpió, disculpándose: “Perdón, general, pero no encuentro la pinza pico de loro”. Perón, evidentemente contrariado, le replicó con enojo: “Tiene que estar en el lugar de las herramientas, en el estante de abajo del placard del primer piso; si no está allí es porque quien la sacó no la repuso”. Y agregó disculpándose conmigo: “Ya lo ve doctor, tengo que ocuparme absolutamente de todo, no me dan sosiego”.

Miré mi reloj. Habían transcurrido cuatro horas. Cuando ya de pie comencé a despedirme, López Rega reapareció con mi abrigo y me ayudó con él. Perón me tomó afectuosamente del brazo y ya en la puerta me dijo que le daría placer acompañarme hasta el automóvil cruzando el congelado jardín. Naturalmente, rehusé el gesto por exagerado, le agradecí su invitación y nos despedimos con palabras amables.

El embajador Urien disimuló mi retraso y me introdujo en un grupo de colegas. Mientras el marqués de Villaverde, cardiocirujano y yerno de Franco se interesaba por la medicina rioplatense, aún resonaban en mis oídos las últimas palabras del ex presidente: “Cuando venga a Madrid lo espero a tomar café, pues no creo que yo viaje ya a la Argentina”.

© LA GACETA

Luis C. Montenegro -

Médico y escritor.

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