Madre no hay una sola

La madre de La conjura de los necios sacaba a su hijo Ignatius de cada lío en que se metía. La de Hernán Casciari pasó de la literatura al teatro. Juan Forn le dedicó a la suya un largo adiós y Osvaldo Soriano, entre otros autores, contó cuánto se la necesita en los momentos en que la vida nos pone ante precipicios. Repasamos la figura materna de la mano de distintos escritores.

21 Oct 2018
1

Por Alejandro Duchini

PARA LA GACETA - BUENOS AIRES

Cuando se escribe sobre madres suele primar la melancólica. Pero John Kennedy Toole hizo lo contrario en su clásico La conjura de los necios. Creó un personaje genial como Ignatius Reilly, una madre tragicómica y dominante a la que llamó Señora Reilly y después ganó el Premio Pulitzer. No lo pudo disfrutar por un pequeño detalle: cuando se publicó su novela ya había fallecido. Detrás de esta historia hay otra historia. Es la de una señora a la que el editor Walker Percy define como tenaz y a la que recibió con desgano en su oficina. Lo cuenta en el prólogo de la edición de Anagrama. La mujer le insistía con que lea un manuscrito de su hijo muerto. “Con los años, he llegado a ser muy hábil en lo de eludir hacer cosas que no deseo hacer. Y algo que evidentemente no deseaba era tratar con la madre de un novelista muerto; y menos aún leer aquel manuscrito, grande, según ella, y que resultó ser una copia a papel carbón, apenas legible”, recuerda Percy.

El tema es que Percy leyó cada vez con más ganas: “No era posible que fuera tan buena”, contó. Ignatius es adulto, gordo, no trabaja, viste mal, eructa en la calle, se tira pedos y depende de la señora Reilly para salir de cada lío en que se mete. Por ejemplo, a un policía que intenta detenerlo la mujer lo reprende a los gritos: “¿Qué intenta usted hacerle a mi pobre niño?”. “Está esperando a su mamá e intentan detenerle”, le agrega en medio de la gente que mira el escándalo callejero. Ignatius Reilly se convirtió en un personaje emblemático de la literatura norteamericana de los 60/70.

Chichita

Chichita es la mamá de Hernán Casciari y aunque desde hace un tiempo lo acompaña en el teatro, su popularidad asomó a través de los textos de su hijo. En el libro El pibe que arruinaba las fotos Casciari apela al humor bajo el título La desgracia llega en sobres de papel madera. Refiere a que cuando era chico hacía gestos raros cada vez que sacaban fotos; en este caso, la grupal del colegio. El diálogo que sigue es entre la madre de un chico y Chichita.

- Igual, lo más probable es que al mío, el año que viene, lo cambie de colegio, porque mucho no me gusta la Escuela Normal.

- ¿Por qué?- preguntó mi madre.

- Ay, es que ahí dejan matricularse a cualquiera -dijo la señora-. Hay dos chicos medio negritos, de la villa miseria, en la misma clase que nuestros hijos…, y para más inri también hay uno que, pobrecito, es retrasado. ¿Vos no viste la foto del gordito mogólico? Yo me fui a quejar enseguida… No puede ser que un chico te arruine una foto que es para siempre.

A mi madre se le llenaron los ojos de lágrimas, pero se mordió los labios.

- Por suerte a la semana les hicieron la foto de grupo otra vez -informó la vecina-, pero al retrasado no le avisaron. ¿Vos tenés la segunda foto, no?

Yo estaba jugando con el Segelín cuando vi aparecer a mi madre como una tromba. Los ojos inyectados en sangre, las venas de la frente como fideos recién amasados… Sin embargo, en vez de golpearme se acercó a mí, se sentó en el sillón, me miró a los ojos como si yo fuera un criminal, o un pintor que le empapeló mal el comedor, y se puso a llorar sin consuelo. Me miraba y lloraba.

Chichita es la misma madre que le pega un cachetazo a un Casciari pequeño cuando el padre de un amigo le cuenta que le robó dinero. O que deja en off side a su padre al descubrir que esconde revistas porno. Refiere a los años 80, cuando esas revistas se guardaban bajo el colchón.

Qué bueno es leer a Casciari.

Despedida

Pero volvamos a lo habitual: la melancolía. “Mi madre está muy viejita, sigue lúcida pero ha quedado ciega a causa de un glaucoma y confinada a una silla de ruedas por la debilidad de sus huesos”, escribe Juan Forn en una columna genial a la que tituló La ceremonia del adiós. La pueden encontrar en el segundo de sus tres volúmenes de Los viernes o en el archivo de sus clásicas contratapas de Página 12. Forn, autor de uno de los mejores cuentos sobre padres (Nadar de noche), despide en palabras a esa madre con la que habla por teléfono, que le pide fotos de infancia para mostrar a sus nietos y que se pone de costado para escuchar a sus interlocutores. “En todas las familias hay una letra chica que todos pueden leer y simular a la vez que no existe”, acierta Forn. Que cierra el texto así: “Va a ser una larga, y muy íntima ceremonia del adiós, y ella está encontrando por fin las palabras balsámicas que alguien tiene que pronunciar en esas circunstancias para que empiece a ocurrir lo que tiene que ocurrir”.

Entrevistada

Simplemente Mamá tituló Jorge Fernández Díaz a su clásico que arrancó cuando se enteró de que esa mujer hacía llorar a su terapeuta. Novelista y periodista, y por ende inquieto y curioso, se sentó con su madre y, grabador de por medio, recrearon su vida. De aquella charla salió un libro imperdible.

“De pronto sentí celos de la psiquiatra y avidez por conocer los recovecos de aquella larga travesía, y pensé que no había mayor desafío para un periodista en la crisis de los 40 que atreverse a contar la historia de su madre. Tenía la insólita sensación, sin embargo, de estar cometiendo alguna clase de pecado, y hubo semanas enteras en las que luché contra el pánico de que ese texto desnudo removiera odios y dolores sepultados, levantara envidias asordinadas y de alguna manera nos cambiara a todos para siempre”, escribe sobre el final de Mamá. Al párrafo siguiente se lee: “Acordé conmigo mismo no hacer ficción con aquel material y ceñirme a los cánones de la crónica novelada, que consiste en no apartarse ni un milímetro de los hechos históricos y de la verdad”. Fernández cita a su madre en la primera charla: “Hice todo para escaparme del pasado, que para mí está asociado a la pobreza, y hago todo también para volver al pasado, que para mí está asociado a los prados de Almurfe. ¿Qué te parece, es un buen comienzo?”. Y se responde el autor: “Era un buen final, pero a mí no me interesaban sus máximas ni sus conclusiones (...) Tomé la lapicera y retomé mi viejo oficio de entrevistador. La entrevisté durante 50 horas, en días a veces sucesivos y a veces distantes, y en muchas ocasiones tuvimos que detenernos para que llorara en silencio, y en otras para revolcarnos de risa”. Su madre, cuenta Fernández, volvió a Almurfe. Y al pasado.

El pan de la memoria

Madre argentina hay una sola es el título de un libro del gran Rodolfo Braceli, zen colaboración con su hijo Juan. Cada capítulo está dedicado a una madre en particular (Sarmiento, Robledo Puch, Pappo, Che Guevara, Nair Mostafá) y a otras en general (la que se murió, la que tiene diez hijos y la que, simplemente, es mujer de la vida). Muy bueno el texto dedicado a la mamá de Sebastián Bordón, un adolescente que apareció muerto en octubre del 97, después de permanecer en una comisaría de Mendoza. Myriam le cuenta a los Braceli que el momento en que murió su hijo sintió que el cuerpo le temblaba: “Nadie me puede discutir eso: yo temblaba, temblaba, sentí sentí sentí que algo se desprendía de mí. Era Sebastián”.

Los Braceli cierran el libro con un epílogo tremendo en el que se lee: “Ellas salen, casa afuera, porque aprendieron que ni el mundo ni la vida terminan en el umbral del egoísmo. Salen, ellas, y hacen el otro incesante pan: panaderas de la memoria”.

Quiénes fueron

Carreteras secundarias es una gran novela del español Ignacio Martínez de Pisón. Trata sobre su padre. Pero se hace inevitable el recuerdo de su madre. “Aquella maestra joven y enferma me daría a luz al cabo de un año, y no mucho después moriría dejando viudo a mi padre y huérfano a mí. ¿Y a que no sabéis de qué murió? Parecería una broma si no fuera tan triste. Porque mi madre murió de una enfermedad de hígado, la misma curiosamente que el informe médico de mi padre había intentado diagnosticarle en falso”.

Fugitivo de sí mismo, el protagonista de La hora sin sombra -novela increíble de Osvaldo Soriano, quien solía citar a su padre y al fútbol- arma el rompecabezas de una madre a la que casi no conoció. Aquella mujer bella que rompía corazones de la alta sociedad, le hace preguntarse qué le habría visto a su padre, apenas un constructor de esperanzas. Soriano explica en pocas palabras por qué siempre volvemos al origen, por qué jamás olvidamos ni dejamos de preguntarnos quiénes fueron los que nos hicieron y por qué, aunque en el recuerdo, los necesitamos. A punto de terminar su viaje, se lamenta su personaje: “Había vivido sólo para construir mentiras, disimulos, falsedades y lo único que podía alegar en mi favor era que había intentado ocultarme para no herir a los demás. Cómo me habría gustado que mi madre viniera a besarme la frente, que me apretara en sus brazos, que se hubiera quedado a mi lado”.

Adiós

Si hay una madre hermosa, ésa es la que cuenta Olivier Bordeaut en Esperando a Mister Bojangles. Loca, querible, encantadora. Internada en un psiquiátrico, dispara el recuerdo de fiestas y risas y música. Va y vuelve entre escapadas. Hasta que el autor clava un puñal literario: “El médico nos dejó a mamá una última noche para que le dijéramos adiós, hasta la vista, para que habláramos con ella por última vez, porque se había dado cuenta de que no nos habíamos dicho todo, de que no podíamos separarnos así. Así que fue después de ayudar a papá a acostarla en su cama. Y aquella noche fue la más larga y triste de mi vida, porque en realidad no sabía qué decirle y, sobre todo, porque no tenía ningunas ganas de despedirme de ella. Pero aún así me quedé sentado en mi silla por papá, vi cómo él le hablaba, la peinaba y lloraba con la cabeza agachada en su vientre. Le hacía reproches, le daba las gracias, la disculpaba, le pedía perdón, a veces todo en la misma frase, porque no le daba tiempo a hacerlo de otra manera. Aprovechaba aquella última noche para tener con ella la conversación de toda una vida”, escribe.

Enseguida continúa con la anunciada muerte materna: “Luego el día despuntó y, poco a poco, ahuyentó a la noche, pero papá cerró los postigos para prolongarla, porque los dos estábamos bien en la oscuridad con mamá, no queríamos aquel nuevo día sin ella, no podíamos aceptarlo, así que cerramos los postigos para hacerlo esperar”.

© LA GACETA

Alejandro Duchini - Periodista.

Comentarios