Modo Avión

El poeta y escritor salteño Mario Flores viajó a Colombia para dictar talleres de lectura y escritura creativa. Esta es la crónica de su viaje.

30 Oct 2018
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MARIO FLORES en Colombia. FOTO GENTILEZA Alejandra Londoño.

Por Mario Flores

Crónica de viaje y delirio sobre los talleres de lectura y escritura creativa en El Carmen de Viboral, Antioquia (Colombia): Instituto de Cultura, Biblioteca Pública Municipal.


Partida

El pronóstico de Google anuncia lluvias eléctricas para toda la semana en la región de Antioquia, Colombia. Lo primero que empaco son abrigos, impermeables y los libros que utilizaré para dar los talleres literarios. Sólo hace un par de horas he chequeado los horarios de los vuelos: de Salta a Ezeiza, de Ezeiza a Lima, de Lima a Río Negro-Medellín. El municipio se llama Carmen de Viboral, una ciudad pequeña de casi 50 mil habitantes, rodeada por espacios rurales. “La cuna de la cerámica artesanal”, dice Wikipedia. Me imagino a los turistas cuando preparan su equipaje: buscando información en internet, doblando bermudas veraniegas de forma prolija, comprando preservativos y lentes de sol. Nunca he sido buen turista: catedrales, paseos naturales y visitas guiadas no están en mis planes. Me interesa más el lado B: los bares que no figuran en los folletos de turismo, las bebidas baratas que se encuentran en kioscos de barrio, las escuelas de la periferia.

Paula Úsuga, que antes trabajaba en la SEA y que sirvió como asistente en el Festival Internacional de Poesía de Buenos Aires, me recomendó: “buscan un escritor que de talleres literarios en institutos, escuelas y centros culturales”. Al principio pensé que se trataba de una convocatoria (presentar material, currículum, biografía) pero luego me enteré que se trataba de una invitación directa. “Están todos contentos y expectantes con tu visita”, me dice un mail de Kamber Betancur, miembro del grupo de teatro Tepsys, al adjuntarme los tickets de avión. La primera vez que me subí a un avión también fue gracias a la poesía. Ahora me permite conocer otro país, otra gente, otra cultura y, sobre todo, me proporciona otra oportunidad para difundir lo que se está escribiendo en la zona radioactiva de donde provengo. Viajar y conocer otro país haciendo lo que te apasiona es algo que no ocurre todos los días. Menos ahora que la Argentina se ha convertido en una narración de Kafka. Pero en el avión todo cambia: la cantidad de iphone’s que veo en manos ajenas es proporcional a la cantidad de tonos burgueses que hablan en voz alta. La mujer que viaja a mi lado saca charla fácilmente y me pregunta a dónde voy. A Medellín, respondo. “¿Y no le da miedo?”, pregunta, asombrada. Ella me cuenta que está viviendo en Chile y que vuelve a Colombia a visitar a su familia una vez por año. “El amor pudo más”, me dice, para aclararme que su esposo es chileno y que viven hace ocho años en Antofagasta. Le pregunto por qué debería producirme temor el conocer Antioquia. “Tantas cosas que pasaron y tantas cosas que se ven”, murmura.

Sé que la vida no es un documental de National Geographic, mucho menos una serie de Netflix. Un pasado pesado y oscuro azota la mayoría de las cronologías históricas de nuestros países latinoamericanos. Pero eso también es el lado A. Por debajo de los ríos de sangre (o por debajo de la sangre de los ríos) se oculta otra materia más interesante. Me siento y observo las formaciones de cumulonimbus a través de la ventana, en silencio.

Silencio no siempre es meditación. A veces, sólo es confirmación del absurdo.


Día 1. Día

Martes 16 de octubre. Tarde. El Instituto de Cultura de Carmen de Viboral es un antiguo convento y colegio de monjas. Ostenta un hermoso jardín florido y verde. Dolina a veces bromea con el concepto de ‘jardín simétrico’, cuando la belleza del vergel depende de la rigurosidad del podador. Este parece ser un caso exacto: no sólo en el instituto de cultura sino en toda la ciudad se dejan ver jardines bien cuidados, flores silvestres de acera y árboles tupidos. La plaza principal, frente a la iglesia de costumbre y la alcaldía, tiene una forma extraña y original: sus desniveles oscilan en escalones que llevan hacia un monolito gigante hecho con cerámicas cromáticas. Las fachadas de los negocios también: pequeños mosaicos con decoración delicada. “Este pueblo deja ver su talento identitario”, le digo al chófer. Él sólo se ríe y afirma. La calle de cerámica es literalmente eso: una calle de aceras, fachadas y faroles revestidos de cerámica, supermercados, tiendas de celulares, boutiques, no han dejado que lo comercial quite de la vista el orgullo local: coloridos diseños vegetales, florales y costumbristas. También en el instituto de cultura, se alcanza a vislumbrar: una muestra permanente de arqueología y el museo de la cerámica, con piezas, utensillos y materiales. Dolly Alzate, bibliotecaria y encargada del proyecto La Carreta de Leer, me acompaña en un recorrido por las instalaciones. El primer taller es aquí.

Un grupo de 25 mujeres mayores ocupa sus sillas alrededor de mí, como una especie de terapia colectiva. Yo podría ser el hijo menor o nieto de cualquiera de ustedes, les digo antes de empezar. “O bisnieto”, dice una señora sonriente. Es la primera vez que coordinaré un taller de lectura para adultos mayores. Me he mantenido alejado de este grupo etario: ¿qué pensarían los abuelitos cuando empezara a recitar un poema que hable de sexo oral con bestias salvajes en una alucinación de ácido?

Viejas, decimos nosotros, sencillamente. Son lindas las viejas, pero trato de no engañarme: son mujeres que han trabajado todos los días, provenientes de un patriarcado sin tapujos, algunas habrán perdido hijos en la guerrilla o ni siquiera habrán tenido la oportunidad de ir a la escuela. Vienen a leer y escribir. Esto es resistencia.

Leemos “La curandera”, un cuento del libro DIOSES DEL FUEGO, de Fabio Martínez. Hablamos un poco sobre la violencia, las redes de trata, el narcotráfico, los ritos populares. Alguien podría pensar que era más conveniente traer un libro de Coelho, de Isabel Allende, de Marcela Serrano, pero creo que esto es mejor: la literatura no confirma su funcionalidad por su ‘lindura’ sino por su visceralidad.

Después, leemos un poema de EN LA GRAN EXISTENCIA, de Rita Gonzalez Hesaynes. Todos somos la sombra de una sombra / el cuerpo de algún cuerpo / la eterna sed / la gripe más atroz/ más incurable, dice el poema (“Visiones y maravillas”). Las mujeres del taller discuten sobre si el poema habla de la vida y la muerte o sobre cuál es esa enfermedad última y absoluta. Al final, escribimos en grupo (porque muchas se van temprano) un poema sobre cómo esperan atravesar estos años entre “la espada, la cruz y la pala”, como dice el texto.

Al despedirnos, repiten “que Dios se lo pague, que Dios se lo pague”. Yo sonrío y me mantengo a cierta distancia. En Argentina esa frase es una especie de burla: una manera de decir que ni loco te doy algo a cambio. Pero me explican que aquí es una muestra del más sincero agradecimiento.


Día 1. Noche

Julián David Vera, poeta que conocí leyendo sus poemas en la página Otro Páramo (Bogotá) y amigo de Facebook, presencia el taller y se lleva las copias sobrantes. Me gusta pensar que no he venido para presumir mis poemas, mis cuentos, mi novela. Sino también he venido para mostrar lo que considero el material más interesante de lo que se está escribiendo y publicando en Argentina. Vamos juntos hasta el pueblo donde vive, La Ceja, a pocos kilómetros. Otra ciudad mediana con adoquines, baldosas y calles tranquilas, cantinas de esquina que pasan fútbol mientras beben aguardiente. La noche es fresca y calmada. Empiezo a pensar que he traído abrigo al vicio. Mientras tomamos una cerveza local (Pilsen) me muestra unos poemas de un libro que está preparando ahora. Después de los poemas que leí online no había mucho más. Admiro ese trabajo de resguardo: a veces pienso que yo he publicado mucho y muy pronto. Pero al mismo tiempo es todo lo que he podido hacer: cada libro es una táctica de supervivencia; y ahora, también se han convertido en un puente.

Julián me lleva de invitado al ‘ensayadero’, un monoambiente con machimbres y durlocs que han insonorizado con goma espuma para que la banda amiga pueda tocar. La Gavilla Changoreta se llaman. Una especie de Control Machete, Molotov, El Shaman, regaetón y rap en español. Tienen un recital el domingo y están ensayando con verdaderas ganas de lograr la mayor prolijidad. Siendo amigo de músicos he podido conocer esa tensión del ensayo previo: pequeñas discusiones, las dudas del set list, las sonrisas cuando algo ha salido bien. He aquí el descubrimiento: en Colombia venden ron en tetrabrick. Un litro y medio. Para cuando son las doce de la noche, vamos a tomar la segunda caja y pienso que en Tartagal deben estar siendo las dos de la mañana: la gente recién estaría empezando a salir si fuera fin de semana. Los chicos de la banda terminan de ensayar y me preguntan cuándo me voy. El domingo, respondo. Se escandalizan un poco: no voy a poder ver el recital y mucho menos conocer lo que es un fin de semana allí. “Esto recién es martes”, dice el bajista, al verme con la medida de ron en la mano y llevándomela a los labios mientras me acaricia el humo de marihuana. Todavía no sé que voy a extraviar los lentes dentro de un par de horas, antes de tirarme a dormir. Pero la noche es cálida, salimos a caminar bajo las luces de sodio, como si nos dirigiéramos a una fiesta que está germinando en algún sitio o, mejor dicho, como si la fiesta germinara dentro de nosotros.


Día 2. Día

El lugar en el que tengo las comidas es un restaurante que se llama Canan. Trato de no pensar en ninguna referencia bíblica, pero el catolicismo tiene una gran presencia en esta región: rosarios pendulan con el caminar de la mayoría de las personas en la calle y figuras de yeso te reciben en casi todos los comercios, bancos, bares. Durante todo el día suena Arjona en el restaurante: “Cómo duele tanta distancia / aunque te escucho respirar estás a tantos kilómetros / y duele”, dice la canción. A Nora, la encargada, a la moza y a la cocinera les encanta, corean con emoción las canciones desde la cocina, entre el vapor de las ollas y el sonido del cuchillo picando sobre madera. La primera noche, luego de que Dolly Alzate nos presentara con el dueño, me sirvieron un plato (inmenso) de carne de cerdo con salsa de hongos, ensalada con palta, arroz y plátano. Hay que conocer la gastronomía de cada lugar al que vamos, dicho como una máxima a cumplir; pero este segundo día me cae la ficha: las porciones son grandes, la comida es abundante y llenadora. Además, siento que si no termino el plato estaré faltándole el respeto a los recibidores. Durante estos días en Carmen de Viboral, hambre no pasaré, fue la primera certeza que me alcanzó el cuerpo.

Afuera, el clima es ecléctico: temprano a la mañana las nubes encapotan el cielo y todo luce gris, fresco, calmo. Después de las nueve de la mañana, el sol empieza a entrometerse entre las ventanas y los párpados. Las calles no están del todo llenas: podría decirse que los horarios se dilatan. Eso pienso, hasta que llega un tazón de café humeante, acompañado de arroz con frijoles, arepas con queso y huevos. Mientras tanto, pasa el camión recolector de basura, con una sirena imparable y un letrero al costado que dice “Yo <3 El Carmen”.

A la tarde, el taller de lectura y escritura es en la Biblioteca Pública Municipal Jesús Antonio Arango Gallo. Afuera de la biblioteca, descansa la denominada carreta de leer. Se trata de una carreta de madera, dos ruedas, andas. Salen con libros a las veredas (pequeñas comunidades en los cerros, a los cuales se llega solamente en mula) y a escuelas. Adentro de la biblioteca está otra carreta, que incluye un biombo para títeres. Dolly me acerca el libro JUGAR LA VIDA, que incluye piezas epistolares entre niños de El Carmen de Viboral con niños de otras ciudades del país. Mientras tanto, los docentes y promotores de lectura (los ‘profes’) van tomando asiento. Una muchacha me llama especialmente la atención: lleva en el cuello un pañuelo verde de la campaña por la legalización de la interrupción voluntaria del embarazo. Legal, seguro y gratuito. Así como en el taller de adultos mayores, las participantes son en su mayoría mujeres. Leemos un fragmento de HISTORIA ORAL DE LA CERVEZA, de Francisco Bitar y un poema de Pablo Natale, del libro VIDA EN COMÚN. Discutimos sobre por qué la poesía no es una sustancia sagrada e intocable, sino que se trata de una materia maleable, un fenómeno que puede llegar incluso a ser transferible: el secreto encanto de la lectura como un pasaje a la interdimensionalidad.

De los únicos dos ejemplares que me quedaron de HIKARU, dejo uno aquí. Me gusta pensar que la novela se quedará a vivir en esta biblioteca y que cualquier lector curioso se dará con ella. Será otra configuración del mismo viaje. También dejo un último ejemplar de LIBRO DE TORMENTAS, la antología de poesía que había editado con la ya extinta Cuaderno de elefantes. Para despedirme, comparto una selección de poemas míos, a modo de lectura de cierre. Todas escuchan atentamente. El silencio respetuoso por momentos se vuelve inquebrantable. Las fotos muestran a un chico de 28 años autodidacta rodeado por diez profesoras de letras sonrientes. Un triunfo personal contra el academicismo.


Día 2. Noche

El wifi del hotel funciona solamente en el loby, las ondas no llegan hasta el piso en donde se encuentra mi habitación, así que bajo a sentarme en los sillones y conectarme. Respondo mensajes: a mamá, a Daniel Medina (que publicó la reseña que hice de LAS ROCAS Y LAS BESTIAS, novela de Esteban Castromán, mientras yo estoy de viaje), a mi psicoanalista, a mi hermana.

“Sí, todo está buenísimo, la gente es muy buena conmigo”, “Jaja, no, aún no probé la sustancia local”, “Sí, hay mujeres muy lindas”, “La biblioteca es un alucine, nos golean”, “No he podido dormir bien desde que bajé del avión”, “No, sólo son dos horas de diferencia, tampoco me vine a Narnia”, “Sí, tengo dentífrico”, “Sí, si tengo tiempo de ir a Medellín, conoceré la tumba de Pablo”, “Mañana el taller es con adolescentes, estoy ansioso”, “No le temo a nada, menos al infierno”, “¿Cómo está Akira, ya comió?”.

A mi lado se sienta otro huésped del hotel, lleva un prolijo traje gris, corbata a rombos y zapatos lustrados con esmero. “Sí, pastor, no se preocupe, mañana le deposito”, dice el tipo mientras habla por teléfono. Me da las buenas noches, le respondo. Apoya un portafolios en la mesita del living y saca unos fascículos y revistas evangélicas, de más abajo unas planillas. “Claro, pastor, yo le aviso”, dice. Cuelga y deja el celular en la mesita. Un iphone. “Trabajo, trabajo, trabajo”, dice, como divagando. Compro un agua mineral y subo a mi habitación. Miro un noticiero local antes de quedarme dormido por completo, como si me tragara un pozo lleno de aguas lodosas. No estoy ni cansado por el viaje, ni atareado: hasta ahora todo ha sido placer, rostros amigables, compartir lecturas, hablar de libros. Mañana toca ir a un campo de batalla, una escuela secundaria. Muchos piensan que los adolescentes son un público complejo, especial, distante, distraído. Los jóvenes esto, los jóvenes aquello. Para mí, son un desafío divertido. Así como ellos, mi vida también existe en constante ebullición.


Día 3. Día

Siento que me acaban de meter en un capítulo de La Rosa de Guadalupe: los alumnos andan por ahí con chalecos rojos de bordes amarillos, polleras azules a cuadros y corbatas rojas. La biblioteca del I.E. El Progreso tiene proyector y pantalla gigante, monitor de 50 pulgadas y laptops Lenovo. Siempre he sido mal estudiante pero si tuviera quince años de nuevo me encantaría venir a clases aquí. El sol resplandece. Una de las profes del taller del día anterior está aquí, es la docente de Literatura que me acompañará mientras coordino la actividad. Haremos una mini versión del taller de literatura y cine que trabajé en la Salta Expolibros 2018. Son alrededor de 40 alumnos, todos peinados prolijamente y con los cordones atados. Algunos sacan sus celulares y mandan mensajes. Reciben las hojas fotocopiadas y empiezan a leer por cuenta propia, curiosos y apurados. Me gusta mucho esa oleada de energía. Es más, cuando parece que el descontrol y la indisciplina lleva la clase (sic) para cualquier lado, muchos docentes ponen mala cara, hacen uso de recursos pedagógicos para mantener el posicionamiento de autoridad para consigo mismos (una especie de reafirmación personal equivalente a compartir imágenes con frases de autoayuda en Facebook) y gritan, se desesperan. Yo lo potencio: dejo que sean quienes son, permito que ese caótico desasosiego sea el motor de debate.

Primero leemos un fragmento de DETRÁS DE LAS IMÁGENES, de Daniel Medina, la novela que habla del apocalipsis zombie en una Salta podrida de religión. Todos se ríen voz alta cuando la narración cuenta sobre la madre zombie que le espanta el novio a una chica de su edad. Después vamos a la pantalla: Akira, de Katsuhiro Otomo, el cyberpunk. Para finalizar: un poema mío, “Cuando llegue el fin de los tiempos” (del libro homónimo que publicó Almadegoma Ediciones). Discutimos sobre estos géneros distópicos que narran y conforman un carácter dramático sobre el futuro, y sobre el fin del mundo. Les pido que me escriban eso: “escriban el fin de su mundo, cómo creen que será para ustedes ese último día, qué imaginan que verán y sentirán, cómo sería para ustedes el fin de todo, hagan eso por mí”.

Luisa, una chica de dieciséis años que se sentó en la primera fila de bancos, agacha la cabeza hasta que sus rulos ocultan el papel donde escribe, pero se alcanza a ver su fuerza: mueve la mano frenéticamente, como si estuviera apurada. ¿Siempre escribís así? le pregunto. Siempre, dice. En el fondo, algunos chicos juegan con sus celulares y se leen las hojas unos a otros. Sólo algunos, los que sinceramente se animan, comparten sus poemas con el resto. Son poemas de dolor, de violencia, de imaginación cruda. “Todos los que me hicieron daño ya no estarán y no me verán la cara”, dice uno. “Esta maldita sociedad se acabará y no vendrá otra”, dice otro. “Adonde quiera que vaya el maldito mundo, pensaré en ti”, versa otro más.

Al final, les comparto “Una tormenta perfecta”, un poema nuevo que estoy leyendo en vivo muy seguido últimamente. Cuando termino, les agradezco y digo ‘chau’, pero nadie se levanta de su silla. Aplauden durante veinte segundos y silban y ríen y me siento el más boludo del universo, un chanta: “venís a hacerte el capo con los pibes, qué sinvergüenza, cuando se enteren que lo que escribís no es más que un cáncer”. Mientras recojo mis cosas, entre ellas el libro OULIPO que editó Caja Negra –con el cual trabajo las consignas de escritura– varios de ellos se acercan a pedirme libros, links, contacto. Esta es la única y verdadera trascendencia a la que puede aspirar un escritor: que una estudiante de secundaria te abrace diciendo ‘gracias’ y saber que ahí está la poesía más intensa que vas a tener el gusto de leer. La verdadera revolución.


Día 3. Noche

No cargué música en el celular antes de viajar. Entre acomodar las cosas, las fotocopias, los videos del taller de cine y otras yerbas, me olvidé de la música. Y sin wifi no puedo usar Spotify. Lo único que tengo en la memoria es un set de Paco Osuna en Londres. Lo vengo escuchando desde el lunes. Ya me sé de memoria sus loops y grooves.

Salgo a caminar, los bares con balcones coloniales ya están llenos y se oye el sonido gracioso de las máquinas de casino que abundan alrededor de la plaza principal Simón Bolívar. Julián me manda indicaciones para que me acerque a La Ceja de nuevo: hay otro ensayo, los muchachos de La Gavilla están afilando detalles para el show del domingo. Entrarán al escenario con música de Men in Black, todos con trajes negros y gafas. Él escribió una biografía ficticia sobre los miembros del grupo que va a leer en el medio del concierto.

Cuando llego a La Ceja, marco su número y me pasa la dirección. Son varias cuadras, las camino tranquilo, observando letreros, vehículos, parejas que andan por allí. Una lluvia repentina me sorprende: hace apenas media hora las nubes no parecían amenazantes. Ahora llueve a cántaros y el agua se empieza a estancar hasta llegar a las bocas de tormenta. Una pátina grisácea inunda el ambiente y el vapor se hace sentir. Después de una hora, todo escampa, se alcanzan a ver incluso unas estrellas náufragas, entre los previos relámpagos. “Esta es la tormenta que me anunciaba Google”, pienso.


Día 4. Día

Brilla el sol y el vapor hace que se me baje la presión, me siento mareado y algo dormido. Como si hubiera quedado sin fuerzas a pesar de no haber levantado diez bolsas de cemento en un corralón. El taller de hoy es el último, el más complicado: niños de primaria.

El conductor nos busca en el Instituto de Cultura, cargamos en el auto las fotocopias de MOTORMAN, de Gastón Almada, un cuento corto de EL LIBRO DEL CUCO (editado por Kala Ediciones). Si voy a estar parado frente a niños de diez y once años, no les llevaré un cuento de princesas o tierras fantásticas: prefiero compartir un cuento de terror. El relato cuenta el descubrimiento de la vocación del personaje: ser motorman, y abrir las puertas durante el recorrido para ver volar los cuerpos entre los túneles. Sangre, oscuridad, misterio.

¿A los niños se les sigue preguntando “qué querés ser cuando seas grande”? Debe ser una de las preguntas más absurdas de la civilización occidental. Evito la pregunta y vamos directo al cuento: palabras y argentinismos que no conocen, los dibujos de Camilo Jeréz que acompañan el libro. Piensen en lo que quieren ser cuando sean grandes y transfórmenlo en un cuento de terror, les pido. No estoy seguro de que la consigna se haya entendido pero logro observar que abren grandes los ojos, tapan sus bocas en señal de asombro. Dolly Alzate cuenta un poco sobre el proyecto de La Carreta y los niños me dicen “hable, hable”, como si mi tono les causara sorpresa o gracia. Trato de complacerlos un poco, y veo cómo se despiden abrazando las hojas del cuento contra sus cuerpos, como si se tratara de un juguete preciado, extraño, desconocido.

Afuera, Alejandra Londoño, la fotógrafa que trabaja para el Instituto de Cultura y que me ha acompañado todos estos días con su cámara, empieza a guardar las cosas en el vehículo. La escuela es grande y hermosa, pero es la parte nueva: del otro lado de la calle está la parte antigua, donde estudian los mayores. Todas las paredes están plagadas de afiches y cartulinas con consignas de respeto mutuo, valoración moral y consejos de convivencia. Un timbre suena y una marea de pequeños humanos inunda los pasillos.


Día 4. Noche

Me despido de Dolly Alzate en el hotel, después de haber hecho un recorrido por el taller de cerámica Renacer (el más emblemático pero también el más grande), para conocer el proceso de producción de las piezas. A pesar de la moderna industrialización, las vajillas y adornos se pintan a mano, el proceso es técnicamente artesanal. Muchas familias viven de este trabajo colectivo que se desarrolla en varias facetas (dos quemas, pinceladas, esmaltado, empaquetado). Antes de retirarse me deja como obsequio un juego de té de cerámica. No le explico que el domingo es día de la madre en Argentina y que este regalo es justamente lo que quería llevarle a mi madre. Un abrazo rápido no alcanza a ser lo suficientemente elocuente porque, cómo, pasas de estar cinco días casi conviviendo con esta gente que te ha traído de tan lejos y luego pasan a ser un contacto de Whatsapp. Antes de irme, prometo que toda esta experiencia no debe ser una anécdota pintoresca, sino una zona pletórica de más posibilidades.

A volver a la habitación, preparo mis cosas para el regreso, hay una decena de libros que me llevo de Colombia (ENTRE DOMINGO Y DOMINGO, de Ana María Caballero, y LOS VINOS DEL DESTERRADO, de Gerardo Rivera, ambos ganadores del Premio Nacional de Poesía José Manuel Arango; y la OBRA SELECTA, de – justamente – José Manuel Arango, el poeta local, muerto hace apenas ocho años) además de revistas, fascículos, dossiers, periódicos. La vida del editor está plagada de estas situaciones: hay una campera que debo llevar en la mano para que quepa este nuevo botín.

El avión a Bogotá sale a las 7 de la mañana. En el control de aduanas me quitan el desodorante, el shampoo (o champú) y el gel para el cabello (sí, uso gel para el cabello). Al parecer, contienen más mililitros de lo permitido y representan un riesgo terrorista. Los dejo en la basura con mala cara pensando en que algún guardia aeroportuario se hará un peinado punk esta noche. El inmenso aeropuerto de Bogotá reluce: nuevamente iphone’s que sostienen a personas con sus respectivas maletas con rueditas desfilan en el dutyfree comprando chocolates, whiskey, maquillajes importados. Me siento a esperar la siguiente combinación: seis horas hasta Santiago de Chile. Entro a un Dunkin Donut’s y pago con dinero colombiano.

Una vez en el avión, pulso la pantalla táctil del avión en el asiento de adelante y me escucho dos veces completo el álbum OK COMPUTER de Radiohead. Escucho la voz de Thom cantando: Wake from your sleep / the drying of your tears…


Regreso

Salta, domingo 21 de octubre. Antes del despegue, la señora que viaja al lado se persigna dos veces. Lo hace con una extrema y solemne lentitud: junta los dedos medio e índice y se palpa la frente, el pecho, hombro izquierdo y hombro derecho, formando el símbolo de aquel viejo instrumento de tortura. Más tarde, un bebé empieza a llorar y la madre se levanta para pasearlo un poco hasta calmarlo. "Ay, que se calle esa criatura, por favor", dice la señora religiosa. La madre del bebé se disculpa, se preocupa, pareciera que se siente culpable. "Es un bebé", le digo, "es chiquito y le deben doler los oídos". Hmm, dice la vieja. A su lado viaja otra señora parecida pero de menor edad, quizás la hija, con una remera blanca que dice 'I <3 ROMA' y un colgante enorme y brilloso en el pecho con la cara de Pancho. "No deberían viajar con bebés, son molestos si no saben cómo tranquilizarlos", dice la segunda vieja. La miro y le digo "Pensé que la gente como ustedes estaba a favor de esas vidas también, al final...". Cuando aterrizamos, llovizna. Estoy cansado pero nada se compara con la resaca de la catequesis. Hora de volver a casa.



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