Víctimas de la crisis: comen de la basura, se inundan y viven en ranchos

Más de 300 familias salteñas sufren la pobreza y la marginación en el asentamiento San Justo. Piden ser reubicados mientras sobreviven en el día a día.

19 Abr 2019
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La inflación de marzo llegó a un pico de 4,7% en el país y las mediciones en Salta indicación que el aumento de precios de la canasta básica total fue de 7,36% según el Instituto de Investigación social, económica y política ciudadana (Isepci).

Según estos índices una familia salteña necesitó $27.150 en el último mes para no caer en la pobreza. Estas cifras están lejos de la realidad de miles de salteños.

En la zona sudeste de la ciudad se ubica el asentamiento San Justo, que de "justo" no tiene nada. Allí las lluvias son un infierno con aguas que se meten en los ranchos y que arrasan con lo que encuentran a su paso.

El barrio “irregular” para las autoridades municipales se empezó a poblar desde hace diez años y actualmente es habitado por más de 300 familias según los datos de los referentes vecinales.

En San Justo las necesidades abundan, la pobreza es el factor común y cada familia tiene su propia lista de necesidades.

Familias con integrantes discapacitados que no se pueden movilizar por los precarios caminos del barrio, vecinos que comen la basura que otros tiran, ranchos de tarimas cubiertas con plástico, hacinamiento y enfermedades son parte de la cotidianeidad allí donde reina la marginación.

El asentamiento San Justo se encuentra en un

La cercanía con el río Ancho hace que la zona sea fácilmente inundable. El barrio se encuentra dentro de un “pozo” y este accidente geográfico hace que el agua se acumule fácilmente en la zona que es tan inaccesible que el transporte público pasa a varias cuadras de allí.

En el asentamiento San Justo, vivir en una casa de bloques apilados es un lujo, y tener una cocina con garrafa es algo casi impensado para las familias que cocinan a leña lo poco que tienen para subsistir.

Según María Saavedra, referente vecinal, el 6 de febrero pasado presentaron una nota en  la Subsecretaría de Tierra y Hábitat para pedir que se reubique a estas familias en una zona menos desfavorable. La respuesta a este pedido es aún un misterio.

Entre los mismos vecinos se organizaron para realizar conexiones clandestinas de luz y agua. El próximo objetivo es la construcción de un horno comunitario que pueda ser utilizado por quienes lo necesiten.

Comer de la basura: la dura realidad de Belindo y Sofía

Uno de los que encabezó el proyecto de tendido de la red eléctrica para los vecinos del barrio fue Belindo Corbalán, quien vive allí junto a su pareja Sofía Villa hace tres años y medio.

Hace cuatro años Belindo llegó desde Anta para trabajar pero su enfermedad fue avanzando tanto que hoy le impide desplazarse con normalidad.

Solo con la ayuda de una silla de ruedas que le donaron Belindo tiene algo de movilidad, ya que el estado de su diabetes hizo que le amputaran dos veces parte de sus extremidades inferiores.

De oficio albañil el hombre tiene conocimientos de electricidad, herrería y mecánica. Pero no puede ejercer ninguno de sus oficios por su estado de salud.

Quien lo acompaña todos los días es Sofía, que se ve obligada a ir a buscar la comida que otros tiran y que llega al vertedero San Javier. De entre medio de la basura recoge el alimento que compartirá con Belindo.

En el “bata”, como le dicen al basurero municipal, la mujer encuentra desde carne hasta verdura y pan duro. Pese a sus intenciones de trabajar admite que está “grande” y ve muy dificultoso que alguien la quiera tomar como empleada.

Sofía revuelve la basura para tener para comer. Foto LA GACETA

Otra complicación es que no tiene con quién dejar a su pareja que requiere cuidados especiales. Es por eso que casi la única alternativa que tiene es ir dos veces por semana al basurero, revolver los desechos de la sociedad y comer las sobras que le quedan.

Antes de caer en esta situación extrema Sofía vendía ropa en la feria de barrio Solidaridad pero la última vez que fue a vender solo ganó $50 en un día.

La mujer cuenta que las veces en que sale a revolver basura un vecino cuida de Belindo, ante el riesgo de que se caiga y se lastime.

Lo que hace más problemática su situación es que el hombre debería llevar una dieta especial por su condición de salud. Además es insulinodependiente aunque no siempre puede conseguir el remedio en los centros de salud de la zona.

En esos casos toma té de nísperos. “Me dijeron que esto es como la insulina”, afirma Sofía. Ninguno de los dos cobra ningún tipo de pensión pese a que el hombre inició trámites para obtener alguna ayuda del Estado hace ya cuatro años.

Hace más de un año, Sofía decidió calmar el hambre con la basura de otros. Ella cuenta que los sábados son los mejores días para revolver los desperdicios en el vertedero San Javier ya que llegan camiones de los supermercados, de carnicerías y pollerías.

Desde las 9 de la mañana y por un transcurso de 10 horas, habitantes de barrios de la zona revuelven los desechos en busca de algo que les calme el hambre y que puedan llevar a sus casas.

Belindo sufrió dos amputaciones y no puede sostenerse en pie. Foto LA GACETA

Sofía lleva un carrito que le hizo Belindo mientras aún podía trabajar y allí carga lo que le servirá para comer durante la semana. La mujer cuenta que a lo largo de tantas horas comen lo que encuentran y son los choferes de los camiones quienes les convidan agua o alguna bebida.

Como si no tuvieron suficiente con tener que revolver la basura, quienes toman los desechos de las clases más pudientes son víctimas de una maldad inusitada. Sofía relata que en muchos casos sufren accidentes producto de que algunos tiran la comida mezclada con vidrio molido y con jabón en polvo para que nadie se adueñe de lo que a ellos les sobró.

Belindo y Sofía pasan sus días en un rancho hecho con tarimas cubiertas de plástico y sueñan con tener aunque sea unos bloques para apilar o una casilla que los cubra un poco de las lluvias y el frío

Llegó desde el norte con un hijo enfermo

Margarita Aramayo tiene 43 años y un hijo con retraso madurativo y encefalopatía crónica. Afirma que llegó desde Tartagal en busca de mejores atenciones para el pequeño.

Hace algunos meses llegaron al asentamiento San Justo sin tener a dónde ir. Junto a dos hijos más se ubicaron en una pequeña parcela de tierra en donde improvisaron un pequeño rancho.

El pequeño Ezequiel debe alimentarse a través de una sonda y a base de licuados. “Me vine porque allá la atención es mala, no hay neurólogo y tenía que venir seguido para que lo atiendan a él”, relata Margarita con su niño en brazos.

Margarita llegó a Salta con la esperanza de mejorar la calidad de vida de su hijo. Foto LA GACETA

“Fue muy duro, fue muy difícil, no sabía a donde ir”, recuerda y agrega: “venir de otro lado es difícil”.

Margarita camina con dificultad luego de que tuvo un accidente y se quebró el tobillo. A pesar de esto pone como prioridad a su hijo y sentencia: “no tengo tiempo para mí”.

“Qué más quisiera yo que trabajar”, afirma la mujer y cuenta que se las arreglan para vivir con una pensión por discapacidad. “Con eso me doy vuelta”, dice.

Todo lo que podría considerar como “pertenencia” es prestado y una casilla de madera le fue donada para que al menos tenga dónde resguardarse con sus chicos.

Esta madre no se da por vencida y a pesar de lo duro de su realidad afirma que está “saliendo adelante” y que “no vamos a bajar los brazos”.

Margarita necesita una cocina y una garrafa para poder mejorar un poco la calidad de vida de su hijo.

Un abuso las condujo a la marginación

Marina Matorras tiene 25 años y hace un año vive en San Justo. Antes alquilaba pero decidió que tenían que irse del lugar luego de que el propietario abusara de una de sus hijas.

“Nos vinimos porque no queríamos problemas”, manifiesta la joven madre. En ese momento la mujer fue a pedir tarimas y plástico y se armó un lugar en el extremo del barrio para vivir con sus dos hijas, su hijo y su pareja.

 “La situación está difícil”, dice mientras agrega que casi todos los días comen guiso que cocinan con la leña que consiguen por el lugar.

Marina llegó al barrio escapándose de situaciones de violencia. Foto LA GACETA

Los pocos pesos que obtienen los ganan cuidando autos en eventos masivos y pese a querer regularizar su situación laboral no obtuvo respuestas por parte de la Municipalidad cuando quiso iniciar trámites para ser permisionaria.

Los días fríos son los que más padecen. “En invierno no puedo dormir del frío”, expresa y sostiene que deben resguardarse entre los plásticos.

María sueña con que ella y sus vecinos sean reubicados en una zona menos desfavorable. Foto LA GACETA

Dieciocho años de espera

Hace 18 años que María Saavedra inició su expediente para ser beneficiaria de algún terreno o casa por parte de la Subsecretaría de Tierra y Hábitat.

La mujer cuenta que pese a tener un hijo de 15 años y con atrofia cerebral no ha resultado beneficiaria. “Acá vinieron muchas personas y prometieron muchas cosas”, afirma con angustia.

Ella vive con su pareja y algunos sobrinos hace tres años y medio en el barrio. José fue operado de peritonitis y su herida no ha cicatrizado.

María fue una de las impulsoras del pedido de reubicación urgente de ellas y sus vecinos. Mientras tanto viven en la miseria y lejos de cualquier atisbo de solución para sus problemáticas.

Alicia se encarga de recibir donaciones para las familias del asentamiento San Justo. Su celular es 3872118767

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