Sobre Chopin, en Todos al escenario

Comentario sobre la propuesta en el Teatro Provincial.

16 May 2019
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Por Maira Rivainera (*)

Si concurrís a escuchar Chopin, dicen das por sabido que vas a escuchar piano. ¡Error! Cierto que la soledad habrá tocado el corazón del compositor pero eventualmente convocó a un Cello. Lo digo en otro idioma para conservar algo de la raíz sonora, una suerte de estilización del vigor. ¡Un árbol tan bien usado! Los años en que creció (quién sepa dónde), tal vez predestinado a su transmutación cellesca pero ¡qué vida!  Un día de tala te vas de la tierra, después a que un cepillo te pula y luego el brillo. Esto apenas el principio, hasta que te haga vivir Granata en Salta. Martes 14 de Mayo, un par para la soledad de la estrella negra (un piano de cola).

La lluvia como el fuego, crepita pero el sonido de la pizca de agua levitando en suspenso durante la caída, la escuchó Federico. Las cuerdas esperan el intersticio y más a gusto están cuando al unísono con las teclas. 

Decía lluvia aunque llovizna, más bien, desprendida de la nube, ignota hasta que el Chelo aparece a ponerle voz al llanto. 

Llorar y explicar a la vez, ¡quién pudiera! A veces, cuando la lágrima no alcanza, un agudo de arena se expande y resta gravedad al precipicio del piano chopiniano. 

Agudo de arena, intermedio grave en contrapunto a la angustia hilarante de unas notas finas, de cristal a punto de astillarse. Sin estrépito, por supuesto. Chopin estalla con mesura, en un suspenso de manía intensa y expansiva; que momento a momento se abre camino hasta la cuerda y tocada ésta por el desenfreno del piano, abandona éste (ahora sí) tranquilo la tormenta. Pareciera que de una conversación se retirara para regresar luego más elocuente, con una pronunciación más acelerada. Ambos se agotan, esperan sin darle espacio a la nada y calmos pero la tempestad, ay, es ciega. 

Déjame decirte (claman las cuerdas) que por mi parte…(continúa el piano). Eso era, una conversación de dos para terceros. Lleno el escenario y también algunas butacas abajo. Hay que llorar, llorar con deleite y los relámpagos, la calle escurriéndose, los autos…

O sólo el piano… ¿Por qué no? Bruno ejecutó cada sonido uno a uno, dándole tiempo al eco de llamarse al silencio para continuar… Así deseaba el compositor la belleza. Cada nota lo suficientemente afín a la música como para hacer con una, una canción. Entonces Bruno acaricia una tecla y la contempla suceder, respira el intervalo y prosigue con otra, y así sucesivamente cuando tal debía hacerse. 

¡Qué tragedia! Qué es una persona sino una mente arrojada a la intemperie, a la descortesía del azar, a la opulencia del tiempo. ¡Qué si no un ir continuo entre la maleza! Pero no caigo en autocompasiones. Hago como enseña el Músico, atravesar la vida con la dignidad de la pieza musical; que no cede a las alturas del ruido ni aún cuando más atroz. En cambio, estira los brazos para recoger del trueno la electricidad y ya en tierra, sentado al arrullo del río le muestra a un brote el relámpago sin quemarlo.  

Cuando más angustiado, la pieza se torna pesada y ardua. Detiene la progresión de la escala, retrocede, va y viene, mira a un lado y a otro… Vemos que algo ilumina la niebla, ¿llega el amanecer? Siete sonidos le bastan para salir del tumulto sonoro, hacer caminar la belleza y concluir la espiral. 

Qué sería vivir sin pasión… ¡Gracias, María Fernanda Bruno, Romina Granata! 


(*) Autora de la plaqueta Letra de Carta

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