Una novela imperecedera

Uno de los grandes hallazgos de los últimos años.

16 Jun 2019
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EL PRINCIPIO. Williams publicó su novela en Estados Unidos en 1965. Fue traducida a una veintena de idiomas.

NOVELA

STONER

JOHN WILLIAMS

(Fiordo - Buenos Aires)

Hay ocasiones en que suena excesivo, cuando no sospechoso, que una obra literaria sea recomendada tanto por la crítica literaria, aquellos amigos lectores que nos rodean o las consabidas fajas de “décima edición”. O es un clásico en potencia o huele a opereta de marketing. Es entonces cuando urge leer por fuera de todos los prejuicios que pueden generar las consideraciones ajenas.

Ahora, frente a Stoner, cualquier prejuicio se desvanece, y el mote de “uno de los grandes hallazgos de la literatura de los últimos años” no suena ni excesivo, ni sospechoso, ni marketinero. El vértigo con que la novela obtuvo notoriedad es directamente proporcional a su calidad: publicada originalmente en Estados Unidos en 1965, fue reeditada a principios de la década pasada y traducida a una veintena de lenguas. Nacido en 1922 y muerto en 1994, John Williams fue, también, entre otras cosas -periodista, soldado, poeta-, profesor, como su vástago predilecto.

Hijo único de una humilde familia de agricultores, la vida de William Stoner da un giro cuando, en su primer año en la universidad, descubre la pasión por la literatura. En ese nuevo paisaje social, su adaptación será a través del saber. Pero la indolencia, la apatía con la que Stoner parece contemplar su propia existencia, el andar entre errático e inconsistente, nebuloso de sus días, no contrasta para nada con la empatía que genera. Con él se llega a tocar el cielo de la docencia, con él somos mancillados en nuestro matrimonio, con él sufrimos los horrores de la guerra, horadamos el honor por mantener una amistad, nos distanciamos de nuestro gran amor; con él callamos las palabras que exigen ser pronunciadas. ¿Lo queremos a Stoner? Claro que lo queremos, somos sus amigos, y lo querremos por siempre.

Porque es una novela conmovedora, amarga y entrañable, angustiante y luminosa; porque es un lujo saludable mimetizarse con la belleza de ese lenguaje que elige Williams, siempre en un vaivén que no pierde balance -poético, ni se abarroca, ni se despoja-, bien podríamos espoilearla, decir que va del amanecer al crepúsculo de una vida. Pero acá el tema no pasa por espoilear o no espoilear: lo importante, lo necesario, es leerla.

Se reeditará equis cantidad de veces más, quizás, y un día dormirá el sueño de los héroes en un anaquel reservado a los grandes clásicos de la novelística norteamericana como El viejo y el mar, El cazador oculto o La conjura de los necios. Haremos lo posible para que así sea. Willy Stoner se lo merece. Para eso están los amigos.

© LA GACETA

HARNÁN CARBONEL

PERFIL

John Edward Williams nació en Texas en 1922 y falleció en Arkansas en 1994. Trabajó en diarios y radios locales hasta que decidió enrolarse en el ejército en 1942. Fue enviado a India y allí empezó a escribir su primera novela. Nothing But the Night se publicó en 1948. Luego retomó sus estudios en la Universidad de Denver, donde daría clases durante 30 años: desde 1955 hasta su jubilación, en 1985. Butcher’s Crossing, su segunda novela, se publicó en 1960. El éxito llegaría con Stoner, en 1965, y El hijo de César (1972), con a que ganó el National Book Award. Escribía su quinta novela en Arkansas cuando murió por un paro cardíaco, en 1994.

> Stoner*
Por John Williams

En su tierna juventud, Stoner había pensado en el amor como en una manera de existir absoluta a la que podría acceder si era afortunado; en su madurez había decidido que era el cielo de una religión falsa hacia el que se debía mirar con sosegado descreimiento, benévolo y crónico desprecio y vergonzante nostalgia. Ahora, a su mediana edad, empezaba a entender que ni se trataba de un estado de gracia ni de una ilusión; lo veía como un acto humano de conversión, una condición inventada y modificada, minuto a minuto y día a día, por la voluntad y la inteligencia del corazón.
Las horas que antes pasaba en su despacho mirando por la ventana el paisaje que relucía y se vaciaba ante su mirada ausente, las pasaba ahora con Katherine. Cada mañana, temprano, iba a su despacho y se sentaba nervioso durante diez o quince minutos. Luego, incapaz de hallar reposo, vagaba por los exteriores del Jesse Hall y atravesaba el campus hasta la biblioteca, donde buscaba por las estanterías durante otros diez o quince minutos. Y por fin, como si fuese un juego que jugaba consigo mismo, se entregaba a su ansiedad autoimpuesta, salía por una puerta lateral de la biblioteca y emprendía camino hacia la casa en la que vivía Katherine.
* Fragmento.

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