“No sé si me gustaría vivir de la literatura”

El pasado, la novela por la que Alan Pauls ganó el Premio Herralde en 2003, acaba de ser relanzada por Sudamericana. Es el primer paso de esta editorial que seguirá republicando libros del escritor argentino que vivirá durante un año en Berlín, desde donde habla con LA GACETA Literaria. La idea de esa editorial es, además, publicar una novela nueva suya el año próximo, que Pauls escribe en ese país en el que residirá gracias a la obtención de una beca. “Mi condición es el resultado de pura obstinación”, confiesa. Por Alejandro Duchini para LA GACETA.

07 Jul 2019
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- ¿Cuáles son tus planes?

- Estoy escribiendo una novela que se publicaría en marzo de 2020. Ese es básicamente el plan como escritor.

- ¿De qué trata esta novela?

- Me resulta difícil hablar de las cosas en proceso. No está terminada. Como la mayoría de mis libros, es una historia sobre efectos colaterales de las relaciones entre personas. Me interesa mucho lo que acaba de dejar de usarse, como lo que acaba de morir. Me gusta ese estado inmediatamente posterior a algo. Es un momento medio fantasmal en el que un objeto o una persona ya no existen más en tu vida, pero los efectos siguen de algún modo vigentes.

- Releyendo El pasado, y ahora que lo decís, es cierto: hay momentos que parecen abandonados y sin embargo, en la página menos pensada, reaparecen.

- A veces trabajo con un nivel de detalle completamente demencial respecto de ciertas transiciones. Y hay momentos en que la novela salta de un lado a otro sin dar ninguna explicación. Para mí es importante que tenga esa lógica. Que diera el momento de contar lo que pasa literalmente en un lapso de tiempo determinado y que de repente esa lógica minuciosa fuera violentada por cortes abruptos.. Me gusta la posibilidad de cambiar así. Las novelas largas son copadas por eso: permiten poner a prueba procedimientos o capítulos muy contradictorios. Tiene que ver con cierta manera de ser mía: soy obsesivo. Y soy capaz de desconectar y conectar con otra cosa.

- ¿Qué te posibilita la beca?

- Tiempo para escribir. Me da condiciones casi ideales para trabajar en el sentido en el que durante un año no tengo que preocuparme por nada que no sean mis propias preocupaciones de neurótico. Me pagan un dinero por mes que está bien, razonable. No tengo mayores obligaciones. El invierno acá debe ser tremendo, así que no habrá otra cosa que hacer más que trabajar. Me gusta el plazo de un año para terminar una novela. Por otro lado, es un año argentino particularmente complicado. No me parecía mal tomarme un poco de vacaciones del drama argentino. Además, mi hijo tiene cinco años, termina el jardín acá y retomará la escuela en Buenos Aires. Todo cerraba. No sé si más adelante tendré la energía para hacer una pequeña mudanza de un año a otro país.

- ¿Te gusta Berlín?

- Mucho. Y Alemania. Tengo pasaporte alemán. Mi padre era alemán y tengo una relación con la cultura alemana.

- ¿No fue alternativa vivir de manera estable en Berlín?

- Muchos me dijeron “ah, no vas a volver”. Desde que empecé a recibir ese tipo de comentario como reacción inmediata de mis amigos empecé a pensar “por algo me lo dirán”. Ahí se me dibujó el horizonte de la Argentina 2019 con la catástrofe en la que estamos y con las perspectivas de las elecciones. “Por ahí no se equivocaban”, pensaba. Pero no me veo viviendo en otro lugar que en Buenos Aires. Me gusta mucho la ciudad. Sobre todo si no estoy esclavizado. Me gusta su vida social, siempre viví ahí. Pero nunca se sabe.

- ¿El hecho de ser conocido en el ambiente literario, te permite más libertades desde lo económico?

- Tengo que trabajar para vivir. No vivo de la literatura y no sé si me gustaría vivir de la literatura. No es que me gustaría ser un escritor profesional. Tengo que trabajar como cualquiera. No me considero un privilegiado. Mi privilegio, en todo caso, consiste en haber sido lo suficientemente obstinado como para no haber dejado de escribir en los 40 años que llevo haciéndolo. Ni cuando era ultra pobre ni cuando se me presentaron opciones de vida que me implicaban cambiar la escritura por otra cosa. Mi condición es el resultado de pura obstinación y de sostener ese deseo mucho tiempo. Por otro lado, yo ya estaba curtido como escritor para cuando escribí El pasado, lo que me permitió que funcionara más o menos como funcionó.

- La literatura siempre fue lo tuyo.

- Y sabía que si quería hacer eso, tenía que asegurarme la subsistencia económica por otro lado. Nunca me quejé de eso.

- El año pasado, aunque indirectamente, te viste envuelto en un tema complicado (su hija, Rita, contó que el actor Tristán la acosaba sexualmente). ¿Qué te causó verte buscado por los programas de chimentos?

- No era un tema menor. Era más bien un tema mayor. Lo que me provocó fue el tratamiento de ese tema en sí, que en cualquier ciudad hubiese sido tratado de la misma manera. Esos episodios son de lo peor de los medios. En ese caso hago lo que hice: estar cerca de mi hija, que es la persona que me importa. Hablar con ella, por ejemplo. Porque me importa más el episodio en sí, que mi hija haya sido acosada por un imbécil, que lo que Rial o Intrusos puedan decir del asunto.

Lecturas

- ¿Qué estás leyendo?

- Pnin, la novela de Nabokov. Por alguna razón rara desde que estoy en Alemania leo rusos que se exiliaron de la Unión Soviética y pasaron por Berlín en su exilio. No sé por qué. Tal vez me interese la mirada extrañada que un ruso exiliado podía tener de esta ciudad en los años 30 o después de la Segunda Guerra. Soy alguien particularmente afecto a los rusos. En el caso de Pnin, es la tercera vez que la leo. También acabo de leer las cartas de Nabokov. También leo a Joseph Brodsky, que es un descubrimiento tardío.

- ¿Y de los argentinos?

- Leo a muchos. No llego a seguir el ritmo de publicación, porque en Buenos Aires, como en las grandes ciudades del mundo, proliferan escritores nuevos increíblemente. Leo a mis colegas de generación. Estoy siempre muy unido a ellos más allá de que los vea. Sergio Chejfec y Daniel Guebel, a quienes admiro porque siguen escribiendo libros geniales. Leo además cosas que me salen al cruce, que descubro. Por ejemplo, Los mejores días, de Magalí Etchebarne, me encantó.

- Como ávido lector, ¿qué te causan esos libros que colman tu biblioteca pero que no llegás a leer?

- Total indiferencia. Me gusta leer hasta el final los libros que me gustan. Hay otros que los leo sólo porque me interesan, aunque puedan no gustarme. No tengo mayores problemas en abandonar libros. No tengo escrúpulos.

- También sos cinéfilo. ¿Te pasa lo mismo con el cine?

- No. Puedo ver cualquier porquería y aún así me quedo hasta el final. En mi caso es más por una lealtad al pacto de esclavitud que tiene una película conmigo o con cualquiera que entre al cine.

- ¿Cómo te llevás con el uso del ebook o con el cine a demanda, como el de Netflix?

- Soy usuario de Netflix. Veo menos películas en el cine que las que veía hace cinco o diez años. Muchas de las mejores películas que vi en los últimos cinco años las vi en computadora y no en el cine. En ese punto sigo sosteniendo al cine como experiencia, que es indisociable con la sala cinematográfica. Pero acepto que la práctica de consumir cine ahora tiene formatos nuevos. No soy moralista ni puritano en ese sentido. Y nunca lo fui. Lo mismo me pasaba con los VHS, que me permitían ver y rever películas en mi casa. Pero creo que había algo de la experiencia cinematográfica que tiene que ver con una arquitectura, que es la comunidad del público que está en un cine a oscuras. Hay algo de eso que para mí es central, por ridículo que suene. Necesito ir a una sala de cine a ver una película. No es  berretín de nostálgico.

- ¿Y el libro electrónico?

- Tengo la misma idea que con el cine. Tengo Kindle. Lo uso mucho en viajes. Me molesta lo rudimentario del mecanismo para subrayar, por ejemplo. Pero lo uso; y mucho. De todos modos, me gusta más el libro de papel, porque además propone una cierta comunidad. Me gusta estar en el subte y ver qué lee la gente. Con el Kindle no puedo ver que lee otra persona. El Kindle lo privatiza todo. La lectura, que es una práctica privada en el papel, todavía plantea cierta socialización. Permite pensar en la persona que uno ve leer, entablar un diálogo. Muchas veces me animé e inicié charlas a partir de libros. Creo que la literatura crea un cierto lazo social muy peculiar.

PERFIL
Alan Pauls (Buenos Aires, 1959) es escritor, periodista, crítico y guionista de cine. Ha sido profesor de Teoría Literaria en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA y fundador de la revista Lecturas Críticas. Fue jefe de redacción de la revista Página/30 y subeditor de Radar, suplemento dominical de Página/12 con el que sigue colaborando periódicamente. Entre sus obras se destacan los ensayos Manuel Puig: La traición de Rita Hayworth y El factor Borges. Entre sus novelas, Wasabi, Historia del llanto, Historia del pelo y El pasado.

Fragmento de El pasado

Rímini estaba duchándose cuando sonó el portero eléctrico. Salió cubierto con una toalla de manos -la única que encontró en ese bazar de perfumes, gorras de plástico, cremas, sales, aceites, remedios y masajeadores en el que Vera había convertido el baño- y un reguero de gotas obedientes lo siguió hasta la cocina. “Correo”, oyó que le decían entre dos rugidos de camiones. Rímini pidió que le pasaran la carta por debajo de la puerta y de golpe, como si la sombra de un intruso lo sorprendiera en una habitación que creía desierta, se vio desnudo, temblando, en la hoja vidriada de una puerta que un golpe de viento acababa de abrir.  La clásica estampa de la contrariedad: trivial, eficaz, demasiado deliberada. Las volutas de vapor que venían flotando desde el baño -había dejado la ducha corriendo con la idea de que así abreviaría la interrupción- le provocaron algo parecido a una náusea. “Tiene que firmar”, le gritaron por el portero eléctrico. Rímini, bufando, apretó la tecla y abrió, y vio impávido cómo el paisaje de su dicha se resquebrajaba entero.

La mañana en casa, la felicidad del rayo de sol que había estado acariciándole la cara mientras se duchaba, esa disponibilidad nueva, como de primer día de viaje, que sentía cuando despertaba y descubría que estaba solo y sus primeros movimientos, torpes y jóvenes, hacían crujir el silencio de toda una noche, la beligerancia vital, un poco ingenua, que solían dejarle las largas noches de amor con Vera -todo se desmoronaba. Aunque tal vez... Rímini escondió el auricular en la palma de la mano y permaneció unos segundos inmóvil, un poco encorvado contra la mesada, como tratando de volverse invisible. Pero el portero volvió a sonar y casi sin ruido, como en una película muda, los últimos cristales de su euforia matinal terminaron de astillarse. Rímini, que nada detestaba tanto como la forma en que el mundo, a veces, se ponía a calcar sus contrariedades privadas, esta vez no se sintió plagiado. Estaba en peligro. Ya no era víctima de una glosa sino de un complot. Pero se resignó y atendió igual, y mientras se miraba los pies -unos pies de gigante, alrededor de los cuales crecían dos minúsculos océanos humanos- alcanzó a oír lo que desde el principio había temido que le dijeran: la puerta de calle estaba cerrada con llave.

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