El baile de los samilantes

El 15 de agosto, muy temprano en la mañana de la puna, comienza una fiesta extraordinaria. Ocurre en Casabindo, pequeño caserío de menos de 200 personas en la provincia de Jujuy en el que se festeja la Asunción de la Virgen. Si bien cada templo celebra su advocación a su manera, esta es muy particular. Allí fuimos hace casi un año

04 Ago 2019

Por Sebastián Rosso

PARA LA GACETA - CASABINDO (JUJUY)

La iglesia abre sus puertas con las primeras luces del alba, mientras una gran feria de comidas y artesanías va ocupando el pueblo. Se espera que lleguen alrededor de 2.000 personas. Los que más cuentan son los pobladores de localidades vecinas, pero junto con ellos, en cantidades crecientes, llegan los turistas, viajeros y curiosos. Muchos vienen a participar de los festejos, aunque no son pocos los que vienen a hacer la moneda, a levantar el puestito, a cocinar, a vender, etc. Alrededor nuestro se mezclan italianos, cordobeses, franceses, porteños, japoneses, profesores universitarios, hippies y un curso completo de secundaria de la ciudad de Perico con el uniforme puesto. Hay camarógrafos y fotógrafos preparando sus equipos en la puerta de la iglesia. En pleno despliegue tecnológico, los forasteros tratan de no llamar la atención, sabiendo que hay un fino equilibrio que se puede romper con cualquier intervención fuera de lugar. Tensando esta cuerda al límite, en la plaza se prueban un par de drones.

EL FRENTE. La plaza-atrio donde se realiza el toreo de la vincha. En las esquinas pueden verse las capilla posas y junto al árbol del centro, la capilla miserere.

Puna

Para llegar, desde Tucumán, la ruta más directa es la RN9. Son unos 750 kms hasta el poblado de Abra Pampa, donde se toma un desvío de 55 kilómetros hacia el oeste, por ruta 11. Aclaremos que estamos en medio de la puna, una enorme planicie a más de 3.400 mts sobre el nivel del mar. A esta altura el planeta se pone un poco hostil. Estar tan arriba no sólo se traduce en un frío que cala el hueso y mantiene los charcos de agua congelados hasta el mediodía, sino que también nos altera el metabolismo del cuerpo. El peor es el que se le llama soroche o apunamiento: una sensación de falta de aire y de fuerzas: la cabeza permanece embotada todo el tiempo y las noches se vuelven difíciles de dormir. Ya en Tilcara, antes de llegar, intentamos comprar las Soroche Pills o Sorojchi Pills, unas recomendadas pastillas bolivianas para el mal de altura, pero nos enteramos que no están autorizadas por la Anmat en Argentina. Ante la falta, los lugareños recomiendan “el remedio viene de la tierra”, o sea las hierbas locales. Eso que los médicos de la ciudad llaman fitomedicina o medicina indígena. Para el apunamiento, la hoja de coca es la más conocida. Hoy se la consigue en muchos quioscos de Tucumán en su previsible bolsita verde. Pero la más efectiva es completamente desconocida para nosotros: se llama “pupusa”. Se la consigue en los mercados de Abra Pampa. Es una especie de pequeño brote que se toma a modo de infusión, sumergiéndolo en agua caliente o directamente en el termo del mate. Una media hora después, el bienestar vuelve al cuerpo.

Aparte de estos problemas de adaptación, el clima festivo y la curiosidad nos mantiene atentos a las delicias locales. En varias casas del pueblo ofrecen api con tortilla. En la feria, desde mucho antes del mediodía, ya se preparan el típico picante de pollo, cordero asado y empanadas fritas. A último momento nos advierten que hay que comer liviano porque el mal de altura debilita también la capacidad digestiva.

SECUENCIA TAURINA. El singular toreo de Daniel Cusi. Además de algunos magullones, le costó cerca de 20 minutos quedarse con la vincha.

El marqués

Todo el territorio hunde su historia en lo profundo del tiempo. El nombre “casabindo” viene de la parcialidad indígena atacama, que lo habitaba mucho antes de la llegada de incas y españoles. La situación iba a cambiar luego que el rey de España concediera a Pablo Bernárdez de Ovando un extenso territorio que comprendía toda la región de la puna argentina sumada a la región de Potosí y Tarija en Bolivia. Sus riqueza y extensión eran envidiables. Contenía casi todos los paisajes, altiplano, valles y yungas. Su explotación incluía la ganadería y la minería, junto a una enorme cantidad de mano de obra cautiva, consecuencia de las encomiendas de indios de Casabindo y Cochinoca.

Hacia la segunda mitad del siglo XVII, su hija y única heredera, Juana Clemencia, iba a casarse, con sólo 12 años de edad, con el español Juan José Campero y Herrera. Once años después moría la jovencita dejando un viudo muy rico. El nuevo propietario era tan sagaz como su suegro. Pronto se hizo Caballero de la Orden de Calatrava, y en 1708, consiguió que el Rey le concediera el título de Marqués del Valle del Tojo. Desde las épocas de Bernárdez, la hacienda que usaban de cabecera era la de Yavi. De ahí que se lo conozca popularmente como Marqués de Yavi.

Una característica sobresaliente de este primer marqués y su heredera fue, sin dudas, un gusto excepcional por el esplendor, que quedó plasmado en sus haciendas y posesiones. Podríamos decir que fue un caso raro de voluntad de grandeza y de brillo en un paraje tan desértico y desolado como la Puna. Entre fines del siglo XVII y comienzos del siguiente, hicieron levantar varios templos, como los de Casabindo, Cochinoca, Yavi o la Compañía de Jesus de Tarija. Gracias al patrocinio del marquesado, se instaló en la hacienda de Yavi el pintor Mateo Pizarro. Pizarro fue tal vez el más grande maestro pintor que habitó nuestro territorio en el período colonial. De su pincel salió la única imagen que guardamos de aquel primer marqués. Se encuentra en la iglesia de Cochinoca. Es un gran cuadro que lo retrata de medio cuerpo junto a su primera esposa, en posición de donantes al pie de una Virgen de Almudena.

El marquesado iba a durar pocas generaciones. El cuarto marqués del Tojo, Juan José Feliciano Fernández Campero, ya en plena guerra por la independencia, iba (después de alguna vacilación) a tomar las armas contra el rey no con la mejor suerte. Fue tomado prisionero en 1816. Luego de enfrentar una corte marcial en Lima que dispondrá su envío a España, encontrará la muerte antes de llegar, en Jamaica. A partir de estos sucesos, el marquesado quedará anulado para la monarquía española, aunque el mayorazgo y la posesión de tierras se mantendrán en la misma familia hasta finales del XIX.

ALTAR MAYOR. La iglesia de la Ascensión de la Virgen de Casabindo.

Colosal y espléndida

Por su tamaño, a la iglesia se la conoce como la catedral de la Puna. Desde varios kilómetros de distancia, puede verse el volumen blanco emergiendo de la planicie y, aunque puede parecer fuera de escala con el caserío que la rodea, enlaza perfectamente esa pequeñez con el inconmensurable paisaje de la puna.

Posee una serie de cualidades que la hacen típica y a la vez única. Único es su techo en bóveda, que es una excepción entre las iglesias de la región y le da su aspecto monumental. Típicos son algunos elementos que se usaron para la predicación en pueblos de indios. Está rodeada de un atrio, demarcado por una tapia baja o pirca. En este caso, ese espacio se extiende hacia adelante, en un singular segundo atrio o plaza, que es donde se realiza el toreo de la vincha. Aquí se encuentran otras construcciones propias de las iglesias para indígenas: una capilla miserere, en el centro del recinto y cuatro capillas posas, que se ubican en las esquinas. Estas particularidades servían para la predicación en masa y funcionaban como contenedor de rituales públicos al aire libre.

Dentro del templo, el altar mayor es un retablo pintado con columnas y pilares falsas, las decoraciones, en ingenuo trompe l’oeil, dan la sensación de un retablo rococó bastante ingenuo. A los costados, las altas paredes laterales dan lugar a un desfile de ángeles arcabuceros, todos salidos del pincel de Pizarro. Digamos que también este motivo angélico fue característico de la iconografía colonial sudamericana. En Argentina, sólo se encuentran en dos iglesias: en la de Casabindo y en la de Uquía.

Para sumar a todo esto, los días de fiesta se llena su interior de los pequeños retablos que traen las familias de la zona. Esas maravillosas cajitas que contienen un santito, pintadas hasta el detalle y recargadas de ofrendas, son del tipo de las que fabricaba el célebre imaginero Hermógenes Cayo, quien vivió en Cochinoca hacia mediados del siglo pasado. Allí fue retratado por Jorge Preloran, en ese clásico del cine etnográfico que lleva su nombre. Para quien se acuerde o le interese, está la película completa en YouTube.

Todo el conjunto de edificio y equipamiento, hacen de Nuestra Señora de la Asunción, uno de los patrimonios culturales más importantes del territorio argentino. Es Monumento Histórico Nacional.

Todo lo dicho suena digno de interés; pero lo que multiplica por diez la población en un solo día, no es nada de esto sino la forma en que celebran la Asunción de María.

PRIMER PLANO. La Vírgen de la Almudena que se encuentra en Cochinoca. Las dos figuras de abajo son: el marqués del Tojo, José Campero y Herrera y su esposa, Clemencia de Obando.

Mestizo

Volvamos entonces a la fiesta. Ese día se homenajea a la Madre de Cristo y a la Pachamama con idéntica devoción. La misa y los bautismos se suceden a la mañana, al pie de la Virgen, donde, desde muy temprano, se colocan dos ovejas rebanadas por la mitad, de la cabeza a las ancas. A estas cuatro mitades se les llama “cuartos”. Cuando llega el mediodía, se saca la imagen patronal hasta la puerta de entrada del templo para presidir unas danzas que llaman “el baile de los suris” y “el baile de los cuartos”. Bajo el sonido grave de los erkes y los bombos, cuatro lugareños llegan cubiertos con plumas de ñandú moviéndose en círculos. Casi en simultáneo, se integran otros promesantes llevando imágenes de caballos y toros alrededor del cuerpo o sobre la cabeza. Llegados a esta altura de la fiesta, ya nada guarda la apariencia a la que nos tiene habituados la religión oficial. Muy posiblemente, las notas más coloridas y exóticas del ritual tengan su origen antes de la conquista española. Tengamos en cuenta que el ñandú o suri era un animal sagrado antes de la imposición del culto cristiano y se lo consideraba intermediario de la lluvia y la fertilidad de la tierra. Actualmente, se interpreta que los Samilantes (se les llama así a los hombres-suri) actúan de protectores de la Virgen. Se enfrentan corográficamente a los embates de los toros y caballos que, en un vaivén amenazante, intentan entrar a la iglesia pero nunca logran su cometido.

Pasadas las dos de la tarde comienza lo más esperado y lo más publicitado del asunto: el Toreo de la Vincha. Luego de una presentación de festival de barrio con cantante y presencia del gobernador incluídos, un número reducido de promesantes se alista a realizar su proeza sin sangre. Aquí no se mata ni se lastima a los toros y, también a diferencia de la lujosa tauromaquia española, aquí no hay sofisticación coreográfica, ni trajes de luces. El toreo se limita a arrebatar, como se pueda, una vincha roja con monedas de la cabeza del animal.

Los Samilantes. Un rato antes de comenzar la danza de los suris.

El día de hoy, el primero que sale al ruedo es Daniel Cusi, local y cercano a los 40 años. El más viejo de los promesantes. Por una tranquera lateral aparece un toro que, se anuncia en los altoparlantes, lleva el nombre de “Mascherano”. Todo el mundo se ríe. ¿Muestra del parco humor del lugar? Al principio todo es lento. El toro no queriendo saber nada, mira para los costados cuando Cusi se acerca y lo hostiga con un poncho rojo. De repente, el animal lo comienza a embestir. Con ganas. Tres veces lo tira al suelo en medio del vocerío de los espectadores que quieren acción. Sin ceder al miedo, se levanta una y otra vez, sosteniendo una lidia que dura cerca de 20 minutos. Entre empellones y esquivos, agotado y maltrecho, en un movimiento que creo nadie pudo ver bien, se encaramó al animal quedándose con la vincha en la mano. Aplauso general y Cusi arrodillado frente a la Virgen con la ofrenda. Pocos minutos después entra otro promesante.

La vuelta

Explican antropólogos que, desde los inicios de la conquista española, la asimilación religiosa de las comunidades locales fue fragmentaria y cambiante, lo que terminó por dejar en pie estos casos de sincretismo. No todos los ritos originarios pudieron extirparse. A pesar de los periódicos esfuerzos que hizo la Iglesia por desterrarlos, se encontró siempre con la necesidad de negociar sus representaciones y permitir la supervivencia de rasgos y prácticas extrañas al canon español, dando lugar a idiosincrásicas mezclas.

Cuando cae el sol y todavía torean los últimos corajudos, el grupo de Samilantes cava un agujero en la tierra, al lado de la iglesia, para ofrendar a la Pachamama. En él vuelcan vino, especias y una bebida medio aceitosa que convidan a los curiosos. Nos dicen que es chicha, un líquido hecho de maní bastante insulso. Antes que termine el toreo, la gente un poco aburrida ya, empieza a circular entre los puestos de venta. El gazebo de Turismo de Jujuy ya se desinfla. El gobernador Morales pasó los 15 minutos de regla y huyó junto con los drones.

Antes de poner el auto en marcha, se ve que están desarmando los equipos de sonido y, poco a poco, los puestos de venta también se levantan. La ruta 11 se transforma en un polvaderal. Pasan las camionetas cargadas de bancos y mesas. Todos se van. Vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza.

Ya en la noche y a varios kilómetros de distancia, en Humahuaca hay pocos turistas. Los televisores están prendidos en todos los bares. Empieza a ser palpable que aquí no hay Samilantes y que las plumas de suri sólo sirven para hacer plumeros. Pero lo familiar y lo prosaico dejan entrever algo que parece fuera de lugar. La modernidad y sus tecnologías no pueden reprimir del todo algunos impulsos ancestrales: la gente baila como sin darse cuenta. Ya sea con el sonido del whatsapp o al ritmo del dólar. Nos quedamos con la sensación de que volver a Tucumán significa volver a nuestras propias asimilaciones fragmentarias; a la obnubilación narcótica que nos produce el mantra de los inversores extranjeros de la grieta y de la insaciable sed de sangre y odio a la que nos convoca la plaza mediática. La noche se alarga en el viaje de vuelta. Mientras, escondidos en medio de la Puna, los casabindos volverán a ser un puñado de gente alrededor de una enorme iglesia.

© LA GACETA

Sebastián Rosso - Licenciado en Artes Plásticas.

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