Reseña a El viento que arrasa, de Selva Almada

"Se trata de una novela de violentísima rapidez: todo sucede ahora", dice el autor de la reseña.

11 Nov 2019
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Por Mario Flores (*)

Un pastor evangélico y su hija adolescente quedan varados en medio del Chaco. Los paisajes polvorientos, de altas temperaturas y malezas reinantes los reciben: es un contexto donde hay muy poco de dios, y casi nada de celestial. El lugar en el cual se refugian es el taller y desarmadero de la otra mitad del relato: el Gringo, el mecánico que vive en medio de este escenario junto a su hijo también adolescente.

Así como suena, parece un encontronazo azaroso en medio de la nada que no podría especular alguna escena compleja. Pero esa sencillez de lo rudimentario es apenas la cáscara del relato: lo cotidiano se convierte en problemático, el escenario conocido vuelve a ser terreno de riesgo y el registro del otro se convierte en amenaza.

Mientras el Gringo intenta reparar el auto del pastor evangélico, se entrecruzan estos mundos: respetando la regla base de que “los caminos de Dios son inescrutables”, Selva Almada interpone el paisajismo bucólico y salvaje ante esos personajes vagabundos. El hombre de dios se permite el proselitismo religioso en diálogos que fuerzan la cercanía y el tono espiritual (entre capítulos, algunos discursos y sermones en cursiva, dan cuenta del verdadero delirio místico). La hija del pastor evangélico, acaso el personaje más hermoso de la historia, se presenta en constante construcción: la rebeldía, el sarcasmo frente a la figura paterna (y frente a la idea de dios, fundamentalmente) y el crecimiento indetenible, hacen que el conflicto implícito flote en el aire todo el tiempo. Lo que no se dice (lo que no está escrito en los capítulos de la novela) es igual o más importante que lo que se expresa.

Del otro lado, el Gringo convive con el monte, la naturaleza semi intervenida y la clandestinidad. La idea se completa con Tapioca: el hijo del Gringo, cuya pubertad entre los autos destartalados, los ecos de la ruta y la vida lejos del concepto de civilización lo convierten en un ser mutista, quizá una suerte de alienación disfrazada de inocencia. Esa es la cualidad que despierta los instintos del reverendo: Tapioca es un joven sin pecado que está destinado (según su óptica de religiosidad mercantilista) a la vida consagrada a dios. Al dios occidental.

Selva Almada publica esta primera novela en 2012 a través del sello Mardulce (que por entonces empezaba a reunir autores como Leonardo Sabbatella y Silvina Bullrich en ficción). El constante entrecruzamiento de dos mundos disímiles hace surgir el espacio en el cual los personajes se miden entre sí, esperando el momento adecuado para atacarse: dios contra naturaleza, ritualismo contra incertidumbre e institucionalidad contra juventud. Todas las revelaciones que puedan aparecer en las casi 170 páginas de novela se definen por el lado dark de las cosas: la ultraviolenta pelea final en medio de una tormenta eléctrica es sólo una excusa para constatar que cuando dos mundos se encuentran (como la invasión original), uno está destinado a fragmentarse y mutar en el otro.

Se trata de una novela de violentísima rapidez: todo sucede ahora. Incluso hasta las analepsis que completan el génesis de cada personaje son regresiones que responden a las dudas del hoy. Porque la novela se trata de eso: de preguntas que no hallan respuesta. La madre, el futuro, la comunidad, el despojo: la falta de certezas mueve a estos seres hacia el golpe. Se dan de cara con las realidades ajenas y juegan a que sus vidas dialogan entre sí. Aunque, como siempre sucede, ese diálogo no es más que un choque de fuerzas mudas: el religioso domina el mundo de su hija (que es lo único que puede dominar además del autoconvencimiento de su fe), mientras que el Gringo no domina nada y es preso del salvajismo que depara el monte (por eso no puede atajar a tiempo el mundo mental de su hijo, que queda encandilado con los pasajes de la Biblia y las visiones del cielo y el infierno).

Un día y una noche: eso dura la novela. El relato solamente se desplaza en ese pequeño lapso de tiempo. Como la mayoría de las cosas importantes: sucede todo de repente, de manera inesperada y con consecuencias violentas que dejan todo hecho trizas. La novela relata eso: lo inesperado de dos objetos inanimados cuando reciben el impulso de la fuerza hasta colisionar entre sí.

(*) (Tartagal, 1990). Escritor y DJ. Autor de Hikaru (Editorial Nudista, 2018) y Necrópolis (Fondo Editorial de Salta, 2019).

 

 

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