Reseña de Espejos de Papel

El autor de la reseña habla de diferentes voces que habitan una misma casa.

20 Nov 2019
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Por Mario Flores (*)

La primera publicación del sello Ediciones Habitadas se trata de una antología artesanal que reúne textos que van desde el microrrelato a la prosa poética (sin márgenes de estilo ni condicionamientos de orden: los textos son variados y hasta puede que parezcan disímiles entre sí). Pero el montaje en el cual están dispuestos guarda un sentido más delicado de acuerdo al diseño de la publicación (un mini libro que algunos llaman plaqueta y otros llaman zine), cuidadosamente ordenado y combinado con las ilustraciones de la artista visual Macarena Escudero. No se trata solo de textos adornados con lindos dibujitos en una publicación que comparte la simpática autogestión en el formato (productos que han ganado un lugar cada vez mayor entre las alternativas gráficas que son opciones a la hora de publicar en el NOA): también es un trabajo integral e interdisciplinario que reúne y visibiliza a otras voces que cuentan otras historias, en un mismo compendio de siete hojas A4. La editorial  deriva de Habitadas por Letras, un grupo de seis autoras de Salta que lee, escribe y corrige de manera conjunta en modalidad de taller o clínica (son las autores que firman los textos que componen la antología) (grupo que, a su vez, ha derivado en otras publicaciones individuales y colectivas, además de un club de lectura de dirección feminista en el cual se leen libros de autoras clave de la literatura clásica y contemporánea).

Diferentes voces habitando la misma casa. Sin dedicar caracteres a información biográfica sobre las autoras que componen la publicación, nos encontramos de lleno con los nombres de cada una de las personas que integran Espejos de Papel: Marcela Ruiz, Daniela Rangeón, Ana Caniza, Silvia Alurralde, Violeta Paputsakis y Guadalupe Cornejo. A mi parecer, siempre es interesante contar con ciertos datos que en este caso están ausentes: año de nacimiento de quien escribe (la importancia de leer de acuerdo a una idea generacional -y no solo por el fetiche de una condición etaria- que se posiciona con una publicación en un marco donde no es trivial encontrar textos de seis autoras mujeres en un escenario editorial como el de Salta Capital) y links (no hace falta explicar el porqué). Las divisiones son abruptas: relatos de tono confesional, prosa poética de párrafos breves, microrrelatos y cuentos de orden más ‘ortodoxo’. Ninguna escribe parecido a ninguna y ese es el motivo del tomo: no hay una temática única, no hay un consigna que respetar, los textos están ahí porque han sido trabajados cada uno de forma dedicada más allá de cumplir con una genealogía estética.

Espejos de la modernidad líquida. Entre las que me han resultado las piezas (sería inútil buscar una catalogación normativa para los textos del libro) más llamativas, están los tres cuentos de Ana Caniza: si bien los tres comparten la tonalidad confesional de la primera persona con descripciones de sensibilidad poética demasiado a propósito, hay uno (“Apariencias”) en el cual el vértigo de la brevedad no deja distraerse con diálogos, con sensaciones, o con las perspectivas explicativas del narrador (un hombre que oficia de hombro ante el lamento crítico de una mujer por su apariencia física, ella se queja de su forma, los diálogos son autoboicots depresivos con todas las frases mentales posibles). Directamente lo que no se cuenta es más importante que lo que se dice, por eso el resultado final no abusa del efecto sorpresa: es la foto completa de una lisiada siendo llevada en brazos de quien narra con superficialidad algo que golpea justo en el prejuicio de una escena de hospital. Es esa dirección social sobre la figura normativa del cuerpo femenino y su lugar en el mundo: en los brazos del personaje masculino, por supuesto. Después, Violeta Paputsakis (con la misma crudeza que había demostrado en algunos de los cuentos de su libro Aletheia, del 2015) narra otra dirección de impronta feminista y coyuntural (con un tono familiar de extensión del relato y la estructura que elige para contar): la primera persona del primer cuento (“Mis suicidios”) relata su primera menstruación a los ojos de una familia vigilante de las buenas costumbres. El salto al vacío es el suicidio de esa fertilidad mensual o la idea de la fugaz pubertad: puede entenderse como otro cuento de iniciación donde son centrales los dichos simbólicos de la tradición y los mitos alrededor de la fertilidad y sexualidad de la mujer (¿cómo hace la niña del cuento para entender su propio cuerpo con ficciones que crecen alrededor y dentro de su cabeza? “Mi cabeza es un bollo de imágenes. Aparece mi papá diciéndome: -¡Ya te estás haciendo una señorita vos eh!, y con su voz parece que me reta, no le gusta tanto”, dice la narradora). Lo confesional ahora es despojado de grandilocuencia para tomar una voz mucho más verosímil y brutal. Algo que no sucede con los textos breves de Silvia Alurralde, donde se dedica el espacio a contemplaciones de íconos regresivamente ‘universales’ (la muerte, la primavera, el alma, lo natural) en -también- breves apariciones: los textos avanzan en el preciosismo y la exuberancia soft, otra vez nos encontramos con los micros que le ponen voz a los objetos inanimados (tortas de panadería y rosas de florería) jugando con la ironía naif y paradójica de usar esa voz en modalidad descriptiva. Me hace pensar en los microrrelatos “Redonda” de Lucila Rosario Lastero y “Celos” del español Sergio del Molino. Además de (escuchen esto) otro texto sobre Aylan Kurdi, donde lo conmovedor es la descripción literal de lo estático de la foto famosa (faltó un texto conmovedor a propósito dedicado a la niña siria que le tapa los ojos a su muñeca para que no contemple el horror y estábamos hechos). Después, los textos que cierran el libro: Guadalupe Cornejo ocupa dos carillas con brevísimas intervenciones donde se vuelve a la meditación vagabunda con elementos naturales y también oníricos que funcionan como declaraciones sin margen de error: “la realidad se viste con la piel de una serpiente” (¡!), “solo necesito volver a escuchar mis latidos, para despertar de la pesadilla y sacar el barro seco de los ojos”. Enferma. Hasta el último texto del libro (“Las palabras”) puede servir de manifiesto de la editorial: un elogio a la incertidumbre escrituraria y lo imposible de evitarla echando mano a una infinidad de diversas herramientas, cada cual según su deseo. “Mi mundo pequeño y rutinario se ensancha tomando la dimensión del universo”, dice a modo de punto final. Espejos de Papel es, de alguna manera, eso mismo: autoras que han tomado escenas de los pequeños mundos privados (mundos atravesados por la violencia, la pasividad y el desasosiego) para llevarlos hacia la tentativa pureza del texto: brevedad, rapidez y capacidad de claridad a la hora de narrar hasta sucesos de extremo nerviosismo (“Un centímetro”, de Marcela Ruiz y “La Fugitiva” de Daniela Rangeón). Excepto por los ejemplos en donde se propone lo vivencial a través de lo intimista, lo usual/cotidiano no pierde fuerza y se vuelven escenas cargadas de realismo.

Cuadros de hermosura mutante. En una nota para Cuarto Poder (Salta), Andrea Mansilla escribe que la obra de Macarena Escudero “tiene que ver con la mujer y su relación con los elementos, la alquimia del cuerpo, su historia”. Las seis ilustraciones que integran la antología (una por cada autora) además de la imagen de portada, están protagonizadas por figuras femeninas que mutan entre elementos naturalistas y yuxtaposiciones de orden místico, ritual, sustancial. Están las que nuclean una figura y las que presentan muchas figuras entrecruzadas que dialogan entre sí. Las acompañan especies animales nada azarosas (aves de asombroso trazo, reptiles que son cabezas de andróginos seres observando a la luna, serpientes eternas que se enredan en cabellos que se liberan en constelaciones fragmentadas que vuelven a enredarse en serpientes) y se combinan con otras invenciones de corte psicodélico black&white: peces que flotan en lo selvático (en la alquimia de lo selvático: ramificaciones de sombras, hongos y enormes setas) junto con los seres que descansan en ese caos monocromático y vivaz. Toda la imagen está compuesta de registros de lo vívido: vulvas, ojos, cabezas de elefante, en escenarios ultra cargados de genealogía, sexualidad, diálogo con las fuerzas naturales y femeninas, pero no cansa a los ojos: es una búsqueda de cuántos elementos están plasmados en esa convivencia zarpadamente hermosa y sombría. Todo en un oscuro tono que no resulta sobrecargado sino elegante. Alguien tendría que proponerle filmar un documental de cómo es su trabajo o grabar una entrevista que contemple el proceso creativo, porque fácilmente: es lo mejor de la publicación.

Este primer libro salió en diciembre de 2018 (lo dice el cuidadoso colofón) y como ha sucedido desde los inicios en la siempre volátil industria editorial independiente del interior (o “las otras provincias”, como gusten), los sellos medianos/pequeños se enfrentan con lógica consecuencia a las inconstancias. Ojalá no sea este el caso y exista la posibilidad de un siguiente volumen que pueda ser capaz de permitir descubrir otra variedad de escritura así de importante (individual o colectiva). Nada frecuente. Y muy necesario.

(*) (Tartagal, 1990). Escritor y DJ. Autor de Hikaru (Nudista, 2018) y Necrópolis (Fondo Editorial Salta, 2019).

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