Lavalle

La palabra “huir” no figuraba en el diccionario del León de Riobamba. Tampoco en el espíritu de los 168 legionarios de Los Leales, hombres hechos de la misma madera que su jefe. La retirada, sin embargo, llevaba ya varios meses y miles de kilómetros.

16 Feb 2020

Pedernera, Lacasa, el sargento Sosa, Iriarte lo acompañan. Son valientes que –se puede afirmar– adoran el ejemplo heroico de su general y están dispuestos a morir o a realizar sacrificios sobrehumanos para sobreponerse a una campaña que está irremediablemente perdida.

Tras su desembarco en Entre Ríos había arengado a sus tropas: “¡La hora de la venganza ha sonado! ¡Vamos a humillar el orgullo de esos cobardes asesinos! Se engañarían los bárbaros si en su desesperación imploran nuestra clemencia. Es preciso degollarlos a todos. Purguemos a la sociedad de esos monstruos. Muerte, muerte sin piedad... Derramad a torrentes la inhumana sangre para que esta raza maldita de Dios y de los hombres no tenga sucesión...”.

En Corrientes lo habían designado comandante del Ejército Provincial y, tratando de adaptarse a las tácticas del enemigo, Lavalle organizó sus fuerzas al modo “montonero”, con escasa disciplina. Tras escaramuzas menores en Entre Ríos, avanzó hacia San Pedro gracias a la flota francesa. Pero la causa unitaria no contaba con consenso entre los estancieros de la región y sus huestes terminaron retrocediendo y recalando para tomar Santa Fe. Anoticiado que Rosas había llegado a un acuerdo con los franceses Lavalle busca respaldo en el tucumano Gregorio Aráoz de Lamadrid que, desde Córdoba, controla seis provincias opositoras a Rosas en la llamada “Coalición del Norte”.

Los federales, entretanto, se rearman bajo el mando del astuto general oriental Manuel Oribe. Lavalle no alcanza a encontrarse con Lamadrid que, por una vez prudente, se retira. El 28 de noviembre de 1840 las fuerzas unitarias resultan aplastadas en una de las batallas más sangrientas que registre la historia argentina: Quebracho Herrado. Mientras Oribe sufrió apenas 86 bajas (36 muertos y 50 heridos) Lavalle, tras replegarse precipitadamente y ser perseguido de modo feroz, debió contar 1.500 muertos y 500 prisioneros, además de la captura de toda su artillería. Los 1.500 “sobrevivientes”, dispersados, marcharon hacia Córdoba.

Lamadrid y Lavalle se encontraron en El Tío y se reprocharon amargamente la mutua ausencia en la posta convenida: la desconfianza entre ambos no tendría ya retorno y, así, la causa unitaria debió resignar Córdoba y replegarse hacia el norte. Tras algunos movimientos en La Rioja, Oribe se anotaría un triunfo definitivo en Famaillá, provocando el fin de la Coalición del Norte.

Lavalle buscó refugio en Salta y, luego, en Jujuy. El 9 de octubre, cercado por fuerzas federales en la casa que descansaba, aquel granadero jactancioso que había desafiado al propio Bolívar en tierras ecuatorianas, muere en un tiroteo confuso. que no descarta, incluso, el suicidio. Los federales ordenaron buscar el cuerpo para decapitarlo y exhibirlo, pero los hombres de Lavalle iniciaron una increíble y penosa travesía hacia Bolivia para ponerlo a resguardo de sus ofensores. Nadie podrá contar mejor aquel peregrinaje con un cadáver en descomposición que el “Romance a la muerte de General Lavalle” que Ernesto Sabato narró con buena pluma en Sobre héroes y tumbas y que fue musicalizado por Eduardo Falú. Pero el símbolo era ese: no mostrarse vencido ni aún vencido.

En 1842 los restos fueron trasladados a Valparaíso, donde se exhumaron en 1860. El 31 de diciembre de ese año llegaron a Rosario y el 19 de enero de 1861 –el año de Pavón y la definitiva organización nacional con Mitre como presidente– fueron inhumados en el Cementerio de la Recoleta.

Es esta, en síntesis, una historia de desinteligencias fatales. En 1828 y 1829, Lavalle fue incapaz de reunir sus esfuerzos con el “manco” José María Paz, que dominaba el interior. Una década después repitió el fracaso, esta vez con Lamadrid. Pero no hubo “dos sin tres”. La repetición del error del “porteño” –aquella “espada sin cabeza”, como se lo bautizó por su hidalguía rayana en la soberbia–, le costaría la vida.

© LA GACETA

Ricardo de Titto - Historiador, asesor del Archivo General de la Nación.

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