El “salto” que sacude al mundo

Hace siete años David Quammen planteaba que podríamos sufrir una pandemia surgida en un mercado de China. Cuando la hipótesis comenzó a hacerse realidad en Wuhan, la mayoría de los italianos pensaban que no podía llegar hasta allí. Hoy, con más de 32.000 muertos y casi un cuarto de millón de contagiados, vuelve la vida a las calles de Italia.

24 May 2020
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ITALIA, IMAGEN DE TÉLAM

Por Cristiana Zanetto

PARA LA GACETA / MILÁN

Mi hermana es una gran apasionada por las Ciencias Naturales, más allá que es Doctora en Letras Antiguas. Sus lecturas preferidas suelen dirigirse al mundo natural. Tal vez por ese motivo, en 2014, me prestó un libro exhortándome vivamente a leerlo, aunque con una advertencia: “después te costará dormir.”

Pensé que se trataba de un policial ambientado en el mundo científico, pero no. Era aún más terrorífico. Este libro se llama Spillover y su autor es David Quammen. ¡Tenía razón mi hermana! La lectura me dejó aturdida porque se trataba de un ensayo que explica muy bien qué podría suceder si un virus hace un “salto” de especie (spillover) pasando de los animales al ser humano.

Quammen no es un adivino. Es un escritor y divulgador científico que ha recorrido el mundo con los mayores expertos en virus y zoonosis. Yo no podía saber –ni tampoco él– que estaba refiriéndose a lo que está sucediendo con la covid-19. ¡Quammen se anticipó en siete años!

Los “cazadores de virus”, en este ensayo, entran en grutas de Malasia, en cuyas paredes hay miles de murciélagos, o se internan en la selva pluvial del Congo en donde viven inofensivos gorilas. En este viaje se descubrirá cómo, cada uno de estos animales, así como los cerdos, las mosquitos o los chimpancés, pueden ser vectores de una pandemia, sea esta Nipah, Ébola, Sars o, como escribe Quammen, de otros virus “dormidos” y aún desconocidos. El peligro radica en que, sea por la deforestación salvaje o por otro tipo de intervención humana, estas especies animales podrían emigrar desde sus hábitats. “¿La próxima pandemia será un virus? ¿Se manifestará en la selva africana o en un mercado de China meridional? ¿Y a cuántas personas matará? ¿A treinta, cuarenta millones?” se preguntaba Quammen.

Todavía hoy, releyendo aquellas líneas, me gira la cabeza. ¿Por qué cuento esto? Porque quiero “denunciar” mi propia ignorancia y mi propia soberbia, si así puedo definirlo.

En efecto, la lectura me había asustado mucho porque los escenarios que presentaba eran apocalípticos: millones de muertos, la economía mundial en crisis, sanidad colapsada… Sentía temor pero, estúpidamente, me sentía también segura en la creencia que aquí, en el norte de Italia, en el “mundo desarrollado”, esto jamás podría suceder. Pensaba que contábamos con una óptima salud pública, muy buenos hospitales y farmacias, reglas de higiene muy severas en el interior de los locales públicos y calles limpias y ordenadas. ¡Lo que narraba el libro aquí no podría suceder! ¡Qué idiotez!

Mientras en enero de este año, en Roma, dos turistas chinos fueron internados con síntomas del Covid 19, nosotros paseábamos libres y sin ninguna prevención. Y así seguimos hasta el 22 de febrero. Ese día, en el regreso de mi trabajo en Milán, en el subterráneo, me di cuenta que los trenes estaban vacíos y que los pocos usuarios se evitaban los unos a los otros. Dos días antes descubrieron el primer caso de corona virus. Un joven se presentó al reparto de urgencias de un hospital. Allí comenzó este desastre “Made in Italy” o, mejor dicho, marca Lombardía, Piamonte, Véneto y una parte de la Emilia Romaña. Es decir, las regiones “locomotoras” de la economía industrial italiana y, por lo tanto, se decía, las mejores equipadas desde todo punto de vista para hacer frente a peligros sanitarios de cualquier tipo. El virus entró en los hospitales, en los geriátricos, en los puestos de trabajo, Y golpeó sin piedad.

Desde fines de febrero, por más de dos meses y medio, quedamos helados frente a las cifras de muertos y contagiados que comunicaba la televisión. Comenzó la búsqueda desesperada de barbijos, de guantes, de desinfectantes, que no se encontraban. Y cuando esto sucedía, sus precios eran de asalto. Las ciudades se quedaron, imprevistamente, mudas. Noches así, silenciosas, no había jamás sentido. Las sirenas de las ambulancias eran nuestra única columna sonora. Pensábamos que éramos los más fuertes por encontrarnos en esta parte del mundo; “el primer mundo”, como algunos lo llaman, Es decir, ese mundo de la tecnología, de la bolsa accionaria, de las finanzas, de la gente elegantemente vestida, de la creatividad, del buen gusto, de los aperitivos, de los autos último modelo… a miles de años luz de la desesperación de aquellos que llegan a nuestras playas sobre embarcaciones precarias, de los niños sirios bombardeados cotidianamente, de las villas miserias sudamericanas, de las metrópolis hindúes sofocadas por el smog. De pronto nos encontramos encerrados en casa como pequeños animalitos temerosos, aterrorizados por un monstruo que tiene un solo nombre pero carece de rostro y que nos impone rechazar los abrazos.

Entonces me pregunté: ¿qué hacemos ahora con este “primer mundo”? Nos mirábamos a través de las ventanas y nos saludábamos a la distancia. Era la única posibilidad de tener algún contacto con otro ser humano. Después de aquellas primeras semanas terroríficas y de desaliento, comenzamos a cantar desde los balcones, a tocar música, para darnos ánimo. Pero el peso de esta tragedia es apabullante: 32.000 muertos hasta la fecha. Detrás de esta cifra hay amigos, abuelos, parientes. Y también nuestros enfermeros y nuestros médicos: esos “Quijotes” del siglo XXI. Los mismos que, cuando los gobiernos de cualquier signo, recortaban 37.000 millones de euros a la salud pública, pedían ayuda a los gritos. Luego de dos meses y medio podremos salir de nuevo a caminar por la calle.

El nuevo libro de David Quammen hablará de la resistencia de las bacterias a los antibióticos, una de las grandes amenazas a la salud pública. ¿Habremos aprendido la lección?

© LA GACETA

Cristiana Zanetto – Periodista italiana.

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