El gen de la supervivencia

Reseña a “Todo lo que sabemos del cielo”, de Patricio Foglia (Caleta Olivia, 2018)

06 Jul 2020
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Por Mario Flores (*)

Vengo leyendo a Patricio Foglia desde el 2013. Soy fan. De una u otra manera he logrado conseguir todos sus libros. Desde Temperley (el primer libro que leí completo en Issu -cuando recién descubría esa plataforma- en la página de Subpoesía, en el 2012), pasando por Lugano 1 y 2 y La Escafandra (que uno de los editores de La Coop trajo a la feria Salta Expolibros en el 2016), hasta llegar a su último título publicado a la fecha: Todo lo que sabemos del cielo (publicado por la multifacética Caleta Olivia en 2018), que me lo envió de regalo por correo. Lo que puso mi ansiedad al límite. Todos los días esperando que el sobre llegara a casa, sabiendo que la espera del Correo Argentino es una tortura y más cuando vivís en el norte extremo del país. Pero siempre me acuerdo que vivo lejos, que es necesario esperar, que no siempre me van a llegar todas las cosas que salen en Buenos Aires. Pero repito: soy fan. ¿Qué es lo que hace que te conviertas en fan de la poesía de alguien? Que lo que dice te golpea justo donde necesitás, de la manera en que a vos te gustaría haber pronunciado esas palabras alguna vez. Con Patricio Foglia yo descubrí algo nuevo: sentí que detrás de la aparente desestructuración de su lenguaje -de esa ligereza narrativa que hilvanan los poemas- había una certeza mucho más pesada y significativa. Creo que nos hacemos fans de la poesía que nos ayuda a leer nuestra realidad con otros ojos. Poesía personal y necesaria.

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En un episodio de BESTIARIO, un ciclo audiovisual de entrevistas a poetas conducido por Facundo D’Onofrio (búsquenlo en YouTube), Patricio dice que lo que lo impulsa a escribir “normalmente parte de una angustia o de algo que no puedo decir; y esa angustia, eso que no puedo decir o que no puedo resolver, eso que viene de la realidad y no sé tramitar, me lleva a leer y esas lecturas generan ese momento que es la escritura”. Por eso, los poemas en sus libros están interconectados por una genealogía de intimidad e historia, se trata de un ejercicio mental y emocional cíclico: una retroalimentación sentimental que incluyen objetos cotidianos (las oficinas, el Excel, las mascotas, la dieta, las mudanzas) conviviendo con lo más visceral (la muerte, las separaciones, la búsqueda de la paz interior, las guerras secretas que uno libra contra el resto del universo). En uno de los poemas dice “quisiera dejarme caer / a veces preferiría eso, dejarme caer / pero el gen de la supervivencia de la especie habita mi sangre”. No se niega la depresión ni la angustia sistemática del mundo, pero el simple hecho de dejar consignada la soledad y la oscuridad, hace que sea más fácil establecer un mecanismo de lucha.

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En el prólogo del libro, Osvaldo Bossi menciona a Paterson, esa hermosa película de Jim Jarmusch que es una oda a la aliteración: la validación de la experiencia poética que surge de lo rutinario y de lo consecutivo. En Todo lo que sabemos del cielo, hay poemas que juegan a ser máscaras de lo cotidiano: Patricio es un trabajador del Estado, está acostumbrado a levantarse de mañana temprano para sumergir su rostro en la pantalla de un ordenador, en una oficina quizás llena de otros rostros sumergidos en las pantallas de otros ordenadores. Pero en vez de recrear el paisaje urbano de la modernidad y escribir poemas con estructura de carta documento, elige ponerse de pie sobre el costado más siniestro y absurdo de esa experiencia: “agarré mi mochila y salí corriendo / y en la puerta de mi casa / con la calle desierta y el cielo gris un segundo antes de parar el taxi / me di cuenta de que era domingo / y los domingos los monitores están apagados”. Así comienza el primer poema del libro: la sinceridad de estar de pie en un escenario completamente incómodo, donde somos extraños para nosotros mismos. El poeta no es -como piensan los viejos- una voz autorizada que baja del Olimpo. Es humano y está hecho de carne y hueso y palabra.

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Marcelo Díaz, otro poeta que es un lector lúcido, en una reseña de La Escafandra, dice que “toda experiencia está atravesada por interrupciones, por espacios en blanco”. Alguien -o la mayoría- puede apurarse a responder “ahhh, la tarea del poeta es llenar esos espacios en blanco con su propia visión”. No, error. La tarea del poeta, en este caso de Foglia, es contemplar esos espacios en blanco y no invadirlos con su propio ego. Se queda mirando, casi estudiando, esas ausencias, esos territorios fantasmales donde siente que su palabra ya no alcanza para hacer cuerpo. Uno de los mejores poemas del libro (el tercero) dice:

Tranquilidad lo que se dice tranquilidad

no es formar una familia

porque formar una familia

es como construir una escuela

un hospital una cárcel

y tranquilidad tampoco es lo contrario

porque estar solo

es como construir otra escuela otro hospital otra cárcel

Tranquilidad en ningún lado te encuentro

Tranquilidad en ningún lado te encuentro

Tranquilidad sí ya sé

los demás también la pasan mal

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Los últimos poemas del libro están dedicados a radicalizar este tiempo que habitamos: el futuro. Porque siempre que se escribe de lo que ya no se tiene, de lo que ya no es, de los que ya no son, la escritura parece ser una especie de sustituto que altera el recuerdo cerebral con ademanes de ficción, imaginación o deseo. Sin embargo, a la hora de hablar de la madre que ay partió y de las ausencias que habitan el mundo en común, Patricio les otorga más nitidez a los detalles más crueles: “ahora que pasaron los años / todavía habito ese mundo distante / pero algunas noches levanto la vista y veo el cielo despejado”. Hay un libro que me viene a la mente cuando leo estos poemas: Para dejar constancia, de Lucas Gómez (publicado por Qué diría Víctor Hugo?, 2016). En ese libro, Lucas Gómez apunta la luz de su linterna en breves poemas retrospectivos que atraviesan la larga lucha de su madre con el cáncer y la posterior elaboración del duelo. Acá también, Patricio Foglia directamente habla y deja ver lo que era su cabeza en pequeños pantallazos que son como polaroids que uno va pasando en un álbum: el último mate que tomó en la terraza con la madre, el reconocimiento del cuerpo en la morgue, los tres años después… Algo me queda claro: cuando a mí me toque pasar por ese momento, voy a venir a buscar este libro para releerlo y no sentirme tan solo.

Quiero quedarme en la cama durmiendo

volver a escucharte decir

por qué no faltás al colegio

si hace frío

si hace llueve

con tu palabra el mundo se diluía

así de simple

como una nube se evapora en el cielo.

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Lo último que tengo para decir de este libro, a modo de conclusión (y teniendo en cuenta que la época en la que vivimos es, de por sí, caótica e inestable como todas las épocas, pero ahora un poco más), es que está bueno leer cómo atravesamos los momentos duros de esta travesía con la humildad suficiente para admitir que no tenemos todas las respuestas ni tampoco buscamos tenerlas. Como dice Foglia: “no quiero dudar de mí / ni vivir desconfiando del mundo / prefiero ser como soy ¿qué quieren que haga / no me niego a nada que pueda probarles mi amor”.

 (*)  Mario Flores (Tartagal, 1990). Escritor, DJ y becario del Fondo Nacional de las Artes. Publicó Hikaru (Editorial Nudista, 2018) y Necrópolis (Fondo Editorial de Salta, 2019).

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