Especial sobre la Independencia del país: Aquella ciudad de 1816

La humilde aldea que alojó a los congresales.

07 Jul 2020
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A su llegada a Tucumán, a comienzos de 1816, los diputados de las Provincias Unidas se encontraron con una ciudad bien humilde, que han pintado historiadores como Ricardo Jaimes Freyre o Julio P. Avila. El centro era la entonces llamada “plaza” a secas, que hoy se denomina Independencia. Se destacaba, sobre su frente oeste, el edificio del Cabildo colonial, sede de las autoridades, con dos plantas y ocho arcos, sin torre todavía, ubicado en parte del terreno donde hoy está la Casa de Gobierno. Calle de por medio, se alzaba el templo de San Francisco, que fue de los jesuitas, mucho más importante que la desvencijada Matriz, situada sobre la vereda sur.

La plaza sólo tenía de tal la carencia de edificios en su superficie: por lo demás, era un inculto yuyal donde pacían los caballos y las lluvias estivales formaban lagunas. La edificación desaparecía al terminar el casco viejo, delimitado por las calles “de ronda”, así llamadas porque hasta ellas llegaba la vigilancia o ronda policiales (las actuales Salta, Santiago, General Paz y avenidas Sáenz Peña-Avellaneda).

Por las calles, de curso tortuoso, desniveladas y sin empedrado, la lluvia cavaba profundas zanjas en el verano, mientras que en el invierno las cubrían grandes colchones de tierra que se levantaban, asfixiantes, al paso de las cabalgaduras. Allá, a las cansadas, alguna cuadra tenía un poco de vereda de ladrillo, sostenida por tirantes de quebracho. En cada esquina estaba plantado un grueso palo, para impedir que las carretas destrozaran la casa de ese punto, al girar.

Cuando se ponía el sol, toda actividad cesaba, y era lógico. La única luz disponible era de vela y, en la calle, la precaria iluminación se hacía con farolitos de papel, colgados al frente de las viviendas de tanto en tanto. En las noches sin viento se empleaban candiles de aceite, con mechas. De todos modos, muy poca gente se atrevía a caminar en medio de la noche, afrontando el riesgo cierto de quebrarse una pierna en un pozo, o de ser asaltado.

El agua se sacaba de pozos cavados en el fondo de las casas: para tener aljibe había que ser muy pudiente. No había escuelas estatales, y sólo se podía aprender a leer en los conventos de San Francisco o Santo Domingo. Médicos, con suerte había uno solo, contratado por el gobierno de tanto en tanto, aunque la llegada del Ejército del norte había mejorado bastante la sanidad. Un par de mesas de billar y otras tantas canchas de bochas, las cuadreras y la sortija eran las módicas diversiones disponibles.

Carlos Páez de la Torre (h)

(Texto publicado el 9 de julio de 1994)

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