Acróbatas de lo breve

Carlos Hernán Sosa es Doctor en Letras, Investigador asistente del CONICET, en su primera columna para LA GACETA escribe sobre algunas escritoras de microrrelatos en el NOA.

08 Ago 2020
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CARLOS HERNAN SOSA, DOCTOR EN LETRAS. Imagen Gentileza.

*Por: Carlos Hernán Sosa es Doctor en Letras, Investigador asistente del CONICET.

“Lo bueno, si breve, dos veces bueno” dice un refrán, y si hay una especie narrativa que se ha tomado muy en serio el adagio es el microrrelato, un campeón para las mezquindades de extensión y sus paradójicas explosiones de sentidos. El microrrelato viene siendo el niño mimado de los estudios críticos literarios desde hace unas décadas, una consecuencia previsible del incremento que ha conseguido en las producciones literarias, en especial entre las latinoamericanas y española. Argentina ha sido un país pionero en estos aportes, especialmente desde la contribución de muchos escritores del siglo XX -Marco Denevi, Luisa Valenzuela, Julio Cortázar y Ana María Shua, entre los más reconocidos- quienes afianzaron la práctica de la narrativa brevísima al tiempo que iban ganando -y formando- lectores. Y es que para que la ecuación entre síntesis de escritura y amplificación de sentidos funcione, el lector tiene que aportar bastante, pues el microrrelato es una de las formas más demandante que funciona como un rompecabezas; es el receptor el que debe urdir esa madeja rebelde quedándose, a veces, tras el esfuerzo empeñado, con la sensación de que le sigue faltando una pieza… No en vano, una de la filiaciones más clara del microrrelato es otro género escurridizo y demandante de relecturas como la poesía.

Si ajustamos la mirada hacia los aportes que han venido gestándose en el noroeste, sorprende la cantidad de libros de esta especialidad y la calidad de factura que despliegan, lo que habilita para pensar en una tradición propia en este ámbito cultural. Sin dudas, en este derrotero se han destacado figuras inaugurales como César Alurralde y afianzadores del género con David Lagmanovich, Nélida Cañas, Rogelio Ramos Signes, Liliana Massara, Raquel Guzmán, Antonio Cruz, Mónica Cazón, entre otros. Antes que acercar aquí un panorama sobre el asunto me gustaría detenerme en lo que considero una clara línea perfilada en esta tradición, dentro del último estadio de la historia del microrrelato entre nosotros. Me refiero a la generación de jóvenes narradoras que comenzaron a publicar sus textos aproximadamente desde el año 2000.

Frente a otras líneas de la narrativa reciente del noroeste, donde se cruza la morosidad realista -hiperburguesa y asfixiante- del Tucumán de María Lobo, el fantástico ominoso del santiagueño Claudio Rojo Cesca o la emergencia de los registros populares en la periferia urbana -que transitan los personajes de Rodrigo España y Fabio Martínez, en relación con Salta, o los de Federico Leguizamón y Martín Goitea por las villas de San Salvador de Jujuy-; el microrrelato ha venido consolidándose, en paralelo, como una prerrogativa potente, y un lugar singularísimo de enunciación, para las escrituras de mujeres. Y ahí radica justamente, pienso, el componente que motoriza nuevas tendencias en esta tradición, pues contamos con un grupo de escritoras jóvenes que eligen una forma de decir -el de la condensación exasperante- para construir sus modos de pensar(se) y participar del mundo. Del mundo de la literatura, por supuesto, pero no solamente; porque las historias contadas acercan también hondas derivas sobre la experiencia de ser escritora con una ventana a este presente. En este sentido, leemos en uno de los micro de Animales alternativos (2018), un volumen de Elizabeth Soto que revoluciona la escala zoológica rearmando nuevos grupos de mayor o menos brutalidad humana: “Escribir literatura no es gran cosa, dice mi papá, que siempre me manda a hacer algo ‘productivo’, como limpiar pisos o cocinar (sea la hora que sea)”. La expresión, sugestiva, no puede menos que vincularse con una autorreflexión sobre los complejos entramados de lo que significa ser mujer y escribir literatura, tal vez con especial énfasis en la experiencia jujeña, desde donde la autora gestiona a todo pulmón la editorial Cronopio, por la cual publicó este que es su primer libro dedicado al género.

Si hay fiesta posible en el microrrelato es la de la invitación masiva a todas las tradiciones literarias y culturales (ilustradas y populares, folklóricas e hipermediales) en un banquete donde la palabra oficia de surtidor para volver a decir, con el plus iridiscente que eso conlleva. Leer un microrrelato es atravesar, también, por el reconocimiento de la cita, la alusión, la parodia, todas formas de intertextualidad, como quien redescubre el gusto de una fruta conocida, aunque a veces tenga los sabores cambiados, como ocurre en este texto mordaz de Ildiko Nassr:

“Metamorfosis 3”

Cuando se despertó, la cucaracha bajó de la cama, se bañó y se fue al trabajo por él.

El hombre todavía dormía.

La autora, una de las exponentes jujeñas más consolidada en el ramo, ha encaminado últimamente su obra a la escritura casi exclusiva de microrrelatos, al punto que insinúa su propia genealogía literaria cuando juega en Ni en tus peores pesadillas (2016) con el homenaje velado a Ana María Shua, una maestra del género quien con un libro riquísimo de vibrante reescrituras como La sueñera (1984), dinamizó un modo de pensar los microrrelatos desde una unificación temática por obra. Ildiko Nassr renueva una nutrida biblioteca en cada libro, organizando sus recorridos también por hilos conductores, como el que anticipa el título de Placeres cotidianos (2007) y Animales feroces (2011) o los que componen distintas secciones de Los hermanos mayores (2017). Este, su último libro, se abre con un micro homónimo, donde se hace gala de lo hiperbreve -en una línea- y campea un rasgo frecuente en esta escritura como es la sugerencia: 

“Los hermanos mayores”

Siempre tienen la razón. Hasta que se equivocan.

La ironía y otros recursos cercanos al pastiche y al humor -en una paleta que va del blanco al negro- sirven para poner en escena lo truculento, para desocultar lo siniestro tras la escena costumbrista. Propiciando la veta oscura, Lucila Lastero, salteña que ha publicado ya dos volúmenes de micros -Regreso en breve (2015) y Microlectos (2019)-, nos acerca otra historia:

“Los ojos de los caranchos”

Siempre la mirada del viejo pegada a mis piernas. Todas las mañana igual, los ojos puntiagudos trabándome el paso mientras camino hacia el colegio. Me da miedo. Pero si no uso el uniforme de pollera tableada, la directora me reta.

La zona es desolada. Nada más que un trecho del camino, cruzar la ruta rápido, bordear el descampado, pero ahí están los ojos de rapiña del viejo. Podría asesinarme y tirarme entre los yuyos y nadie se enteraría.

Sobre los pastizales, al costado de la ruta, rondan los caranchos buscando los animales muertos.

Hoy no tengo Educación Artística pero traje la tijera. Como siempre, además de mí, nadie más que el viejo, mirándome. Me acerco. Un carancho se asusta y vuela agitando fuerte las alas. El viejo es un ave rapaz.

Mañana cuando pase, ya no estará el viejo en la silla. No estarán más sus ojos filosos. No quedará ni rastro de ellos entre los pastizales. Los caranchos los habrán devorado de un solo y brusco bocado.

El relato es sintomático de esa otra vertiente con la mirada puesta en el presente que el microrrelato, al menos en el tratamiento de las autoras del noroeste, nunca desatiende. Con esto parece desvanecerse el encasillamiento y menosprecio que muchas veces se esgrime sobre estas escrituras, cuando se alude a un supuesto engolosinamiento retórico, endomingado por la espectacularidad del mero lenguaje. Tal vez, la autora que mayor insistencia guarda con una concepción del microrrelato tocando la puerta de la gravosa contingencia de nuestros días, es Diana Beláustegui, gestora cultural y narradora de Santiago del Estero que lleva publicados dos libros de cuentos -Escorpiones en las tripas (2007) y Cuentos inadaptados. La era de la destrucción (2018)-, muchos de los cuales son microrrelatos. Sus textos, punzantes, echan mano del terror solapado en lo cotidiano, como en esta anti parábola infantil sobre maternidades gore:

“Muñecas”

No quería dejar de jugar a las muñecas, el llamado de las hijas plásticas lo sentía con extraña exactitud en la parte inferior derecha del abdomen.

Me duele, pensaba, y sabía que ellas la necesitaban como cuando a una madree le duelen las tetas llenas de leche y sabe que su hijo succiona el aire.

Entonces dejaba lo que estaba haciendo para ir a mimar a sus sanguijuelas de mentirita.

Ya no quería cuidarlas, en ocasiones soñaba que las enterraba en el fondo de la casa.

Fue un miércoles, mientras saltaba la cuerda, cuando el dolor le recordó que sus hijas adoptivas la esperaban y desoyó el llamado, esa misma tarde le reventó el apéndice, el estallido se escuchó en toda la casa, hizo pum, crash, y otros ruiditos como de succión.

La niña se miraba la panza mientras sus padres corrían de un lado a otro sin hacer nada.

Cuando regresó del hospital sin su apéndice, creyó que por fin descansaría de sus hijas demandantes.

La primera tarde que pudo salir a jugar estuvo un par de horas con sus amigas, hasta que sintió un tirón en su brazo izquierdo y una leve presión en el pecho.

Este último relato es un pequeño vademécum que inquiere sobre los lugares sociales preestablecidos para las mujeres, con una galería de imágenes donde lo grotesco sirve de cómplice para desnudar el costado más revulsivo de la crianza de las niñas. Por estas hondas derivas que pone en relieve la escritura de estas microrrelatistas, que aquí sólo puedo presentar a vuelo de pájaro con un pequeño muestrario de sus textos, es posible pensar  en una trayectoria vital del género en el noroeste. Porque, con todos los matices diversos que aparecen, tras el encorsetamiento de este especial modo de decir, la literatura se dispersa en voces autosuficientes, empeñadas, es verdad, en revisar la biblioteca universal -a contrapelo de la requisa alarmada que hicieron el cura y el barbero en la de Don Quijote-, pero también en desastillar convencionalismos y exclusiones sociales que, por lo increíbles, también parecen sacadas de un libro.    

IMAGEN GENTILEZA C. H. SOSA

*Carlos Hernán Sosa es Doctor en Letras, Investigador asistente del CONICET. Responsable de las cátedras de Introducción a la Literatura y Literatura Argentina en la carrera de Letras de la UNSa. A partir de esta semana escribirá una columna en LA GACETA cada 15 días. Contacto: [email protected]

La presente nota representa en todos sus términos opiniones exclusivas de su autor, quedando liberada de cualquier tipo de responsabilidad LA GACETA S.A.

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