“¿Qué clase de loco cree en la tontería de que el coronavirus nos hará mejores?”

El ensayista y crítico cultural estadounidense proyecta que la pandemia devastará al hemisferio sur. “Los argentinos son un pueblo obsesionado consigo mismo”, dice el hijo de la intelectual Susan Sontag .

16 Ago 2020
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DAVID RIEFF

Aunque orgulloso de su pesimismo estructural, David Rieff (1952, Boston [Estados Unidos]) no es por ello un hombre de gesto adusto y expresión amargada. Este ensayista y crítico cultural que siguió los pasos vocacionales de su mamá, la célebre pensadora Susan Sontag (1933-2004), tiene la risa fácil y un aspecto jovial al filo de los 70 años. Esta mañana, Rieff se echa literalmente en un sillón del hogar-biblioteca que armó en una antigua nave industrial del barrio de Tribeca (Manhattan, Nueva York), y habla durante casi una hora y media en un español que denota sus viajes incesantes a Buenos Aires. ¿Por qué ese destino? “Porque los argentinos son un pueblo obsesionado consigo mismo y eso a mí me interesa mucho”, informa. Antes advierte que la pandemia devastará a los países del hemisferio sur, incluida la Argentina. “¿Qué clase de loco cree en la tontería de que el coronavirus nos hará mejores?”, interroga.

Rieff habla con cierto conocimiento de causa porque él mismo contrajo la covid-19 en abril, cuando la pandemia se ensañó con la Costa Este. “Nunca tuve que ir a una clínica, pero sí pasé un par de semanas difíciles, sobre todo porque pertenezco a la franja de edad peligrosa. ¿Cómo me contagié? ¡Quién sabe! Me siento afortunado de no haber muerto por esta enfermedad. Yo sobreviví y aquí estoy”, anuncia en esta entrevista por videollamada de WhatsApp. Rieff, que por las razones de fuerza mayor tuvo que abandonar su nomadismo y poner en pausa el libro que está escribiendo sobre la Argentina, comenta que él entre comillas subestimó la emergencia sanitaria. “Pensé que sería como una gripe más severa, pero no tanto. Soy una persona muy pesimista, pero nunca había pensado en términos pandémicos. Había considerado una crisis ecológica, no una epidemia como la de 1918. Ahora sabemos que nuestro futuro estará lleno de pandemias… otro placer de la vida”, ironiza con cierta resignación este autor que lleva con elegancia la sombra de su mamá, una suerte de estrella del pensamiento occidental del siglo XX.

-Cuando leí la primera parte de los diarios personales de su madre, que usted editó y publicó, me preguntaba si para Rieff sería un peso o un alivio ser hijo de Sontag.

-Para mí fue una tarea más. Sabía que mi madre imaginaba sus cuadernos como libros: alguien tenía que hacer ese trabajo y yo asumí la responsabilidad. Nunca diría que fue un gusto, pero sentía la obligación. Lo digo en pasado porque ya terminé el tercer y último volumen, y voy a tratar de entregarlo antes del final del año.

-¿Algunas de las líneas que leyó le parecieron impublicables por el nivel de intimidad que revelaban?

-Había dos posibilidades: censurar la versión final en términos de mis propios sentimientos o, por el contrario, contar todo lo que me pareció interesante. Tomé la segunda decisión y no vale la pena pensar si algo me dolió desde el momento en el que no me pareció moralmente imposible una versión censurada. Y, por fin, mis propios pensamientos y sentimientos no son tan importantes. La vida tiene sus miserias, y en este contexto había que ser un poco budista o estoico. Decidí publicar los cuadernos y el resto vino con ello. Obviamente hay cosas que me parecieron penosas, pero son sus anotaciones, no las mías. Como se dice en inglés, “it comes with the character” (en español sería equivalente a decir que Sontag viene sin beneficio de inventario).

-¿Cómo llegó al pesimismo?

-Siempre lo he sido. Veo el mundo en términos duros y sin gran esperanza. Tengo un amigo en Israel que dice que en su país un optimista se equivoca cada mes y un pesimista, cada 10 años. Uno podría decir lo mismo de la Argentina, de Estados Unidos y de los demás países también. El optimismo es un idioma que no hablo.

-Mucha gente se ilusiona con que el coronavirus nos hará mejores, más solidarios, etcétera…

-¿Quién dice esto? ¿Qué clase de loco cree en estas tonterías? Un profesor británico, Terry Eagleton, escribió el libro “Esperanza sin optimismo” donde sitúa a la esperanza en una categoría metafísica que no podemos negar. Pero el optimismo necesita una base empírica que yo no veo en el mundo: no encuentro esas justificaciones. Por el momento uso Twitter (como @davidrieff), pero el 1 de enero de 2021 termino y cierro mi cuenta: finito la comedia. Allí leo frases optimistas que me parecen utopistas. Lo mismo me pasa cuando abro (el diario argentino) Página 12 y encuentro que hablan sobre la nueva sociedad argentina con el capitalismo humano modelo Papa Francisco. Y yo, cuando pienso a la Argentina, proyecto que después de la pandemia vamos a tener o van a tener el 60% de pobres en vez del 38% que había antes, y que la desigualdad crecerá. ¿Por qué me piden ser optimista? ¿Sobre qué base? Esta pandemia va a arruinar el sur global. La prosperidad ya se fue. Hay milagros, pero no creo en ellos. A esta altura he escrito entre 10 y 11 libros, y sí hay un hilo conductor: es el antiutopismo. Tengo un libro sobre Miami y la tragicomedia cubana; otro sobre la acción alimentaria, etcétera, y podría pensarse que no hay conexiones entre ellos, pero he pasado 40 años poniendo en cuestión las utopías. No veo por qué, salvo que hubieran querido que las cosas sean distintas o mejores, los intelectuales de izquierda pregonan el nuevo mundo: simplemente lo prefieren. Un científico marxista, John Desmond Bernal, dijo que existen el destino y el deseo, y que el problema del ser humano es no saber distinguir entre los dos.

-¿El deseo determina nuestras experiencias de las cosas?

-Cuando leo a un Ricardo Forster o a un Mempo Giardinelli, o a los pensadores del cristinismo o kirchneristas, encuentro sueños muy agradables con pocos vínculos con la realidad. Una de las grietas mundiales, para servirme del concepto argentino, separa a los que piensan que todo va en una dirección mejor de los que descreen de la idea del progreso, más allá de los avances tecnológicos y de los cambios de los sistemas morales. Hay una frase muy conocida que dice que el arco de la historia es largo, pero se dirige hacia la justicia. ¿Por qué piensan así? ¿Por qué creen que la historia es una idea o tiene opiniones? La historia es la historia. Me siento más cerca intelectualmente de los griegos, que pensaban que la historia era un ciclo con momentos mejores y peores, pero que no vamos hacia el regreso del Salvador ni hacia un estado de felicidad total donde el Estado va a desaparecer, como escribió Karl Marx. Es una fantasía linda. Me gustaría pasar una semana con tales pensamientos.

-¡Pero su pesimismo le impide hasta ser turista del optimismo!

-Si la pandemia se extiende lo suficiente, a lo mejor llegue a visitar la república del optimismo.

-¿El brote de violencia policial y de racismo que apareció en Estados Unidos y en otros lugares (también en Tucumán) corrobora su visión escéptica de la igualdad?

-La gran tragedia estadounidense es el genocidio de los pueblos indígenas americanos, por un lado, y, por el otro, la esclavitud y, después de la Guerra Civil, la aceptación de un sistema de apartheid en el sur del país. Esta coyuntura de pandemia ha coincidido con un estallido en la comunidad negra apoyada por otros grupos, incluso jóvenes blancos, y nadie sabe por qué, dado que la cultura que llevó al asesinato de George Floyd ya había generado muchas víctimas antes. La Policía estadounidense es en general racista e hiperviolenta porque también mata a pobres sin importar el color de su piel. Hay épocas donde nada ocurre y después hay semanas donde décadas ocurren. No hubo un nuevo brote de violencia policial racista: este es, entre comillas, el estado normal. Ha sido así durante más o menos toda la historia. Con el caso de Floyd uno podría interrogarse si las tensiones de la pandemia no han incrementado la irritación de la gente, sobre todo aquí donde el Gobierno nacional ha reaccionado tan mal al coronavirus. La respuesta es una desgracia increíble: hemos visto una incompetencia inhumana de parte de la administración de (Donald) Trump, pero también de otros gobernadores. Vamos a ver qué pasa con esta ira popular. Uno podría decir que Joe Biden tendrá más capacidad para calmar a la población o que no la provocará, pero él no puede cerrar la Policía. Es posible que cambien algunas cosas, como que habrá más posibilidades, derechos y representación para la clase media negra, pero no creo que ello modifique la vida de la gran mayoría. Para ellos, como para los pobres de la Argentina, habrá más carencias y violencia porque con el desempleo viene el crimen. Y ya vemos un aumento de los homicidios por doquier: en Nueva York, el incremento es del 30% entre julio de 2019 y de 2020.

-Al lado de esto hay un auge del pensamiento políticamente correcto, que busca solucionar a partir de la lengua los problemas de la realidad. ¿Cómo vive usted el auge de la censura?

-Somos todos censores de una manera u otra. En general, nadie cree que exista un derecho a decir cualquier cosa. Hasta las mentalidades más abiertas no estarían de acuerdo con que un profesor de Harvard haga una conferencia sobre las virtudes de (los totalitarios) Stalin y Adolf Hitler. No hay una libertad absoluta de expresión y creo que todos coincidimos en eso. Pero la ideología woke (“despierto”) ha llevado al absurdo la idea correcta de que ciertas cosas no pueden decirse en público. Es peligroso que alguien considere un enemigo a quien no piensa como él. Por ejemplo, si J. K. Rowling, la autora de “Harry Potter”, disiente con algunos aspectos del movimiento transexual, los woke la tratan como si hubiese dicho que Auschwitz fue una buena idea. Yo me opongo a esa cultura, pero sin sentimentalismo ni autoindulgencia. Los woke se presentan como defensores de la libertad, pero yo los veo como gente que persigue a otra gente. Ellos sostienen que las cuestiones de género son tan obvias como el racismo, y que existe un derecho a elegir ser hombre o mujer, algo que va en contra de ciertas doctrinas religiosas o del mismo catolicismo, por ejemplo. El movimiento Woke considera que esa discrepancia es inadmisible y la equiparan con el nazismo. Y censuran todo lo que se oponga al aborto y llegan a extremos muy destructivos, que no producen la liberación que los woke pretenden.

-¿Esta es la razón por la que usted se quiere ir de Twitter?

-Forma parte de la razón. Twitter es un contexto que da preferencia a las opiniones más extremas, vulgares y estúpidas. De vez en cuando dialogo con tuiteros por otros canales, y advierto que se expresan con mayor sutileza y matices. Yo pienso que es el momento de rechazar la vulgarización de la opinión. Twitter potencia a los fanáticos y a los que tienen una visión binaria hasta un punto extraordinario. Pero yo ya siento que estar ahí es como ensuciarse. Puedo salir, pero no descarto que en unos meses diga “Twitter, te extraño” y vuelva.

-Usted está escribiendo un libro sobre la Argentina, ¿no?

-Estaba haciéndolo, sí, pero me faltan viajes y entrevistas porque conozco únicamente la ciudad de Buenos Aires y el Conurbano bonaerense. No creo que estoy en París: no vivo la fantasía burguesa argentina. Quiero ir a Córdoba y a Tucumán. Mientras tanto, trabajo en el último volumen de los cuadernos de mi madre, y en un libro sobre el debate global de los monumentos al imperialismo y cómo esto choca con la inmigración. Por ejemplo, en Bruselas hay una estatua de Leopoldo II colocada cuando allí no había ni un solo congolés y ahora hay 100.000. Es un ensayo compañero de mi libro sobre la memoria, y otra manera de hablar sobre el recuerdo y el olvido. El asunto específico de las estatuas de los generales confederados en los Estados Unidos me parece bastante obvio: nunca debieron haber dejado que los levantaran. No conozco otro caso donde el sector que perdió la Guerra Civil reciba la mayoría de los reconocimientos monumentales. Es un fenómeno completamente insólito. Más interesante es la relación entre los logros de una persona y sus opiniones. Hay un movimiento aquí que quiere remover las estatuas de (Mahatma) Gandhi por considerarlo un racista. Pero él también fue el libertador de la India. Entonces, ¿qué hacemos? ¿Qué es más importante: sus opiniones o sus acciones? Uno podría decir lo mismo sobre Winston Churchill. Hay que preguntarse para qué sirve un monumento o qué hacer con los pareceres de nuestros héroes. Este ensayo empezará o terminará, aún no le he resuelto, con la frase “todos los monumentos son mortales… como corresponde”.

-¿Por qué le interesa la Argentina?

-Me interesan los pueblos y países obsesionados consigo mismos. Por eso he pasado muchísimo tiempo con los cubanos en Miami y La Habana. Soy un aficionado a las contradicciones. Veo, por ejemplo, la grandeza de la cultura argentina para un país con población pequeña y, por el otro lado, su sistema político tarado. Tengo una idea arrogante y completamente alocada de que no escribo para este momento, sino para un historiador chino del siglo XXII y lo que quiero hacer es explicar por qué la gente pensaba “X sobre Y”. Quiero explicar por qué hay personas tan inteligentes que creen en serio que la tecnología va a salvarnos o rescatarnos de nuestro destino. Para mí es una opinión sin justificación posible, pero eso no importa. Yo no soy Mempo Giardinelli, pero me interesa explicar su pensamiento. El último buen libro que hubo de un extranjero sobre la Argentina del tipo que tengo la ambición de escribir, y es posible que sea un desastre absoluto y deba destruirlo, es el de Nicolas Shumway (autor de “La invención de la Argentina”), que apareció en 1991.

-Le robé una hora y media de su tiempo, pero no siento culpa porque usted es un pesimista.

-Si en Tucumán hay muchos como yo, me mudo para allá. Mi problema es que aquí en mi casa hay 15.000 libros y que eso me obliga a morir en este lugar.

Heredero de Sontag por derecho propio

David Rieff, único hijo de una las máximas figuras de la intelectualidad estadounidense, Susan Sontag, obtuvo el título de ensayista y de pensador por derecho propio, y a fuerza de publicar libro tras libro, entre los que sobresalen “Camino de Miami” (1987), “Una cama por una noche” (2003) y “Contra la memoria” (2012). 

Licenciado en Historia por la Universidad de Princeton, se abocó a la investigación de catástrofes humanitarias y crímenes de guerra, y es un colaborador habitual de la prensa estadounidense y extranjera. 

Tras la muerte de Sontag en 2004, Rieff emprendió el trabajo de editar y divulgar en tres tomos los diarios personales que su mamá llevó a lo largo de su vida. Los dos primeros fueron publicados como “Renacida. Diarios tempranos 1947-1963” (2010) y “La conciencia uncida a la carne. Diarios de madurez, 1964-1980” (2014).

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