Alberto Manguel: “Somos una especie genial y estúpida: no aprendemos de la experiencia”

El ex director de la Biblioteca Nacional dice que los seres humanos somos tan supersticiosos o más que los hombres de las cavernas, y con mucha menos justificación.

30 Ago 2020
1

Alberto Manguel.

El lector maestro de origen argentino y “ciudadanía cultural planetaria” pasa sus días de aislamiento en Montreal (Canadá). En esa ciudad americana con espíritu francés, Alberto Manguel (1948, Buenos Aires) se siente a salvo de los neoyorquinos que subestimaron el coronavirus. “La gente estaba muriéndose alrededor y no querían usar barbijos. Yo sé que voy a morir, pero no quiero que sea de una forma tan tonta. ¿Para qué voy a poner la cabeza en la boca del león?”, interroga en un diálogo de Skype desde su habitación de hotel. El ex director de la Biblioteca Nacional cree que abundan las razones para preocuparse. “Somos una especie genial y estúpida: no aprendemos de la experiencia”, afirma.

La quietud sienta bien a Manguel, que está habituado a vivir entre la Argentina, Estados Unidos y Europa. Tanto que augura que la pandemia pasará, pero la virtualidad no. “Hemos visto que la sociedad digital es posible”, dice mientras mueve unas manos enfundadas en mitones. Claro que Manguel sigue amando los libros “de carne y hueso”: por algo dejó 40.000 volúmenes representativos de 10 lenguas empaquetados en Francia, a la espera de un destino. El autor de “Una historia de la lectura” (1996) tampoco se priva de hablar de su experiencia como funcionario público de la gestión del ex presidente Mauricio Macri. “En la Argentina todo está infectado de política en el peor sentido de la palabra”, refiere. En el diálogo tampoco falta una alusión a su idolatrado Jorge Luis Borges ni un comentario picante sobre su viuda María Kodama. Pero lo mejor está al final donde, con lógica quijotesca, Manguel da una receta para sacar a este año pandémico “la mejor experiencia intelectual de nuestras vidas”.

-Tengo curiosidad por conocer sus conclusiones sobre la pandemia.

-No dispongo de conclusiones porque esto no ha terminado. No sabemos si se va a encontrar una vacuna y si la vacuna podrá ser distribuida como es debido a todo el mundo; si podremos obligar a la gente incrédula e inocente, que no cree en las vacunas, a que se vacune, o si vamos a entrar en una segunda o tercera etapa de la pandemia mucho más grave de lo que fue la primera. Nosotros somos una especie que insistimos en abrazar las teorías que nos convienen para hacernos sentir cómodos. Suponemos que hemos entrado en un siglo o un milenio donde la ciencia reina, y no es así: somos tan supersticiosos o más que los hombres de las cavernas, y con mucha menos justificación. No puedo sacar conclusiones, pero sí soy testigo de enormes cambios en actitudes sociales, mentales, intelectuales y afectivas. A pesar de la oposición en ciertas sociedades, como la argentina y estadounidense, a encerrarse, ponerse máscaras y tener cuidado, estamos reflexionando sobre nuestras actitudes de cercanía. No sé usted, pero yo hasta hoy no pensaba mucho en el gesto cotidiano de dar la mano o de besar a una persona. En la Biblioteca Nacional había casi 1.000 trabajadores, y a mí me besaban dos o tres veces por día todos. Entonces, eso tiene obviamente que cambiar y estamos adoptando otros gestos, como los árabes o los turcos, que se saludan con esta expresión tan linda de ponerse la mano en el corazón. Estamos conviviendo con otra actitud que a muchos en el mundo occidental los chocaba, la mujer velada o el velo en el rostro de las mujeres: ahora la máscara está entre nosotros en todas partes y es un poco lo mismo visualmente, aunque no desde la perspectiva religiosa. Estas son cosas menores, pero también han cambiado cosas mayores…

-¿Por ejemplo?

-Las cuestiones del espacio. Nosotros nos habíamos acostumbrado en casi en todo el mundo a la facilidad del viaje. A decir, por ejemplo, mañana me voy para Las Bahamas, Miami y París, y a entrar en contacto con la muchedumbre en el aeropuerto. Yo tuve que viajar muchísimo, y detestaba el hecho de encontrarme en filas con toda la burocracia de la espera y de la seguridad, donde uno perdía tres cuartos del día en estas situaciones absurdas. Ahora casi nadie viaja. Supongo que una vez que las restricciones se levanten, volverá la atracción de Miami, que estará siempre allí para los argentinos… nunca entenderé por qué, pero bueno, habrá menos viajes y serán distintos. Vimos que no es necesario hacerlo tanto. Tampoco salir a comer toda la semana y reunirnos con amigos en fiestas. Podemos seguir conversando con nuestros seres queridos como converso con usted ahora, por Skype. Podemos seguir estando juntos sin compartir físicamente y con gestos comunitarios, como los que hubo en Canadá e Italia, donde los vecinos comenzaron a cantarse de balcón a balcón. Hay otras posibilidades de administrar el espacio. Y luego tenemos el tiempo. Para mí y para muchas personas el tiempo ha cambiado. Trataba de tener una rutina diaria, pero debía cumplir con obligaciones de viajes, presentaciones de libros, conferencias, seminarios, etcétera. Todo eso ocurre ahora desde mi habitación. Debo hablar en un festival literario en Kiev (Ucrania) y no me moveré de mi sillón. A mucha gente eso la irrita. Yo hubiese dicho hasta hace algunos meses que no era lo mismo enfrentarse a la gente en el mismo recinto. Hoy digo que es lo mismo y es mejor. Para mí toda esa banalidad social de hablar del clima y del intercambio de “cómo estás” se evita de esta manera. La virtualidad también ha beneficiado a las empresas, que se han dado cuenta de que no necesitan alquilar oficinas y pagar los costos fijos. Hemos advertido las ventajas de trabajar desde la casa sin necesidad de perder horas de transporte y de pagar a quien cuide a los niños. Las clases virtuales funcionan: no es lo mismo la presencia de los maestros en un aula física, pero también es cierto que la tecnología permite la relación con los chicos. Hay límites para esto, pero hemos visto que la sociedad digital es posible. Yo durante años he sido un agnóstico de ello porque la materialidad me importa tanto en los libros como en las personas. Y el sexo virtual sigue sin convencerme. Cuando dominemos la epidemia, no todos vamos a querer volver a lo presencial porque implica una pérdida de tiempo, de espacio y de dinero.

-Cuando vino a Tucumán por última vez en 2017, usted dijo que los gobernantes muchas veces actuaban como si la muerte fuese algo que les ocurre a otros. ¿El coronavirus puede haber modificado esta percepción?

-Espero que sí, pero no dispongo de esa prueba. (Donald) Trump y (Jair) Bolsonaro piensan que los contagiados son unos pobres que se están muriendo y allá ellos. Yo no sé si eso cambia para la gente que tiene esa ambición ciega. Para el ciudadano común, me parece que sí, como sucedió en el pasado en situaciones similares de guerras mundiales; hambre; exilio e inmigración forzada. El ciudadano corriente se da cuenta de que la pequeña rutina que tenía está amenazada y que uno puede morir como muere el vecino. La muerte se ha acercado.

-En este ciclo de entrevistas, el intelectual David Rieff dijo que era un disparate la idea de que la covid-19 nos iba a hacer mejores…

-Estoy completamente de acuerdo. Mire, nosotros somos como esos adolescentes recalcitrantes que repetimos “nadie me va a decir lo que tengo que hacer”: si me quiero tirar del balcón, lo hago, porque me siento inmortal y me creo privilegiado, e, inconscientemente, porque no sé quién soy y no confío en mí mismo. Eso no va a cambiar. Somos una especie genial y estúpida: no aprendemos de la experiencia. Una de las cosas que más me asustan es el movimiento QAnon en los Estados Unidos, que es una especie de fascismo intelectual. No son lo mismo que Woke: los QAnon sostienen que hay un complot; que Hillary Clinton participa de una red de pedófilos; que los alienígenas nos están tomando el cerebro… No se ría. Le cuento: ellos creen que Trump defiende al mundo de poderes satánicos y conspirativos. Uno puede decir que son unos pocos locos, pero no, hay millones de internautas que han logrado ya que uno de ellos llegue al Congreso por el Estado de Georgia. Es terrorífico: nos reímos como nos reíamos de Trump y llegó a ser presidente de los Estados Unidos. Coincido con David en que no vamos a salir de esto más inteligentes. Si tenemos suerte, podremos combatir a estos fanáticos, pero los fanatismos no van a desaparecer.

-Hablando de grietas, ¿qué sabor le dejó su actividad como director de la Biblioteca Nacional?

-Fue una de las experiencias más extraordinarias de mi vida porque pude aprender de los que sabían cómo se maneja una Biblioteca Nacional. Respeté inmensamente a quienes llevan 20 o 30 años haciendo su tarea en un rincón de la institución, y me di cuenta de las posibilidades enormes que podría tener. Intentamos algunas cosas: darle visibilidad internacional; enriquecerla con la adquisición de bienes y acontecimientos, y conectarla con sus pares provinciales, aunque me parece una vergüenza que todavía haya provincias que carezcan de bibliotecas oficiales. Pero para eso se necesita una buena voluntad, y un presupuesto suficiente y acorde para una organización cultural que debería ser la primera de la República. Sin una Biblioteca Nacional un país no puede tener conciencia ni de su identidad ni de su memoria.

-¿Se fue bien o amargado de la función pública?

-¿Usted conoce a alguien que estuvo en la función pública que se haya ido bien? ¡Ni siquiera (José de) San Martín!

-¿Esto será un rasgo de la Argentina o universal?

-Me parece que es una situación universal, aunque hay países donde la cultura está más separada de la política y eso facilita las cosas. En Canadá nadie sabe quién dirige la Biblioteca Nacional. En la Argentina todo está infectado de política en el peor sentido de la palabra, como actividad partidaria, sin un programa, una visión o una filosofía, simplemente porque yo soy de Boca y usted es de River nunca nos vamos a entender. La anécdota que mejor definió mi visión de la política argentina ocurrió en el taxi que tomé cuando volví al país. El taxista estaba escuchando la radio, y River y Boca acababan de jugar un partido. Estaban entrevistando a una persona que tendría mi edad, setenta y pico, que toda su vida había sido hincha de Boca. Y este hombre, que admitía su pasión, con bastante inteligencia decía que el domingo River había jugado mejor que su equipo. Resulta que, a continuación, lo inundaron de insultos y le dijeron de todo porque no aceptaban que un bostero pudiese pensar de esa manera. Esto, para mí, es la política argentina.

-¿Está “distanciado” del país?

-Yo nací en Buenos Aires y a los pocos meses nos fuimos porque mi padre era embajador. Regresamos en 1955: yo tenía siete años. Del 55 al 69 hice todos mis estudios: fui al Colegio Nacional, que resultó absolutamente fundamental para mi formación, y un año a la Universidad porque lo anterior había sido tan bueno que me aburría. Esos 14 son los años esenciales de mi vida: los que me hicieron lo que soy y los que me dieron las referencias que uso desde hace décadas. Si aprendí algo, lo aprendí en esos años. Entonces, para mí que me pregunten si soy argentino es equivalente a que me pregunten si soy quien soy. Sí, claro.

-En su última visita a esta provincia usted se preguntó por qué la mayor parte de las sociedades son tan débiles en aquello que podríamos denominar ética cívica. ¿Conoce la respuesta?

-Creo que en el fondo el ser humano es una criatura que no quiere hacer mayor esfuerzo y que esta ley caracteriza a nuestra especie, y ha conducido a inventos magníficos, como el fuego y el cuchillo. Pero esto también lleva a imaginar que sin esfuerzo podemos lograr lo que queremos: pensamos que sin ceder nuestros privilegios y libertades, podemos crear una sociedad. En los Estados Unidos, por ejemplo, el derecho a portar armas prevalece sobre el del acceso universal a la salud. Ese absurdo no llegó tanto a la Argentina, pero sí hay algo de eso porque nuestra identidad nacional desde el “Martín Fierro” desconfía de la autoridad. No es casual que hayamos elegido a Martín Fierro como nuestro héroe nacional. ¿Quién es este personaje? Un desertor que con toda razón desconfía del Gobierno y del Ejército; cuya ética es la del Viejo Vizcacha y esos consejos de hacer el menor esfuerzo y de acercarse al juez. El otro punto valedero es que la amistad está por encima de todo. La amistad entre Cruz y Martín Fierro define la ética argentina. Usted puede defender a un asesino si es amigo suyo. ¿Cómo lo voy a traicionar? En esas circunstancias, crear una sociedad como quería Mariano Moreno, que verdaderamente pensaba en la idea de construir algo nuevo, es casi imposible porque, o estamos tiroteados por esos conceptos de partidos, o decimos “bueno, yo robo $ 100 porque los gobernantes roban millones” y lo justificamos. Así es muy difícil concebir una ética cívica, que es lo que necesitamos.

-¿Qué opina de la polémica que generó el libro “Borges and me” (2020), donde el autor estadounidense Jay Parini cuenta unas vivencias con el escritor en Escocia? María Kodama se escandalizó ante el retrato de un Borges escatológico y cervecero.

-Conozco a Parini y al libro, y un poco conocí a Borges. Vamos a ver: tenemos una situación contada por un fulano X, que es un fabulador excelente, y a esa narración se le opone una fulana X, no vamos a dar los nombres, que es una neurótica obsesionada con el pensamiento de que ella fue la única persona que conoció a Borges, incluso por delante de su madre. Entonces, debemos elegir una de las dos fábulas: la de Parini está mejor escrita.

-¿Qué le parece la idea de aprovechar este ciclo escolar tan atípico para que los adultos lean “El Quijote” con los niños y adolescentes?

-La mejor forma de hacerlo es en voz alta. Es un libro que está disponible y tenemos mucho más tiempo que antes: lo aprovechemos. Es cuestión de acordar un horario que a todos les convenga y de generar un espacio donde puedan preguntar: de esta manera se acostumbrarán al tono y al humor, y se encariñarán con los personajes. Yo lo hice hace mucho tiempo con mi hijo cuando él era un niño entusiasmado con los dragones y las espadas. Le leí la epopeya de “Beowulf”, sin decirle que era el clásico anglosajón. Lo abordamos como una aventura de guerreros y de monstruos. Había palabras y conceptos muy difíciles para un niño, pero nada que no se pueda explicar. Si algo no pasa o no se entiende, no es por el niño, sino por nosotros. Lejos de lo que puede creerse, a los chicos les encantan las palabras difíciles y este es uno de los secretos de la popularidad de J. K. Rowling con “Harry Potter”. Por ejemplo, esta idea de que Alonso Quijano leyó tantos libros que se volvió loco, ¿cómo esto no les va a gustar a los chicos? La lectura de “El Quijote” es algo maravilloso, que tal vez lleve un año, pero puede ser la experiencia intelectual más importante de la vida porque está todo allí.

Comentarios