Abismos espejados: Borges lector, lectores de Borges

"La escena de lectura que la obra de Borges sobreimprime, generalmente, huele a cultura letrada por sus cuatro costados", dice Hernán Sosa, en esta nueva columna sobre literatura.

05 Sep 2020
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Por Carlos Hernán Sosa (*)  

 

Para mi profesor Hugo Cowes, cuya voz octogenaria y temblorosa nos cautivaba

cuando recitaba con entusiasmo los poemas de Borges en sus clases de Teoría Literaria

 

Desde el año 2012, cada 24 de agosto se conmemora en Argentina el día del lector, en homenaje al nacimiento de Jorge Luis Borges (1899–1986). La elección de la figura de Borges, uno de los pocos escritores latinoamericanos que consiguió niveles de consagración mundial, incluso desde perspectivas metropolitanas caprichosas como la de Harold Bloom, quien en las arbitrarias bendiciones de El canon occidental reservó dos lugares para el patio trasero de la cultura occidental (uno para Borges, otro para Neruda), no parece azarosa. Elegir a Borges y no a otros indiscutibles promotores de la lectura, de Sarmiento a Juana Manso, como emblema representativo de esta tarea, suena a triunfo, otro más, de la concienzuda labor que el autor operó durante prácticamente toda su vida, cada vez que pudo –a lo largo de su obra, en entrevistas, clases y conferencias–, convencido de que su legado escriturario debía ser apuntalado en paralelo por la construcción de una figura de lector y otra de escritor, idóneas, hechas a la medida de su autofiguración literaria. Al momento de iconizar ese fenómeno misterioso y siempre en algún punto inasible que es la lectura, pareciera ganar la contienda la versión que Borges urdió sobre el asunto.

El afán por perpetuar estas imágenes íntimamente asociadas a su tarea profesional desveló a Borges. Cada prólogo en las reediciones de sus obras, cada reescritura intensamente agobiada por su obsesiva labor limae, el rechazo de sus primeros tres libros de ensayos como pecados de juventud, entre tantas otras manías del autor, responden al propósito de legarnos monolíticamente una imagen pulcra de sí: como lector insaciable y escritor metódico.

La escena de lectura que la obra de Borges sobreimprime, generalmente, huele a cultura letrada por sus cuatro costados. Un universo concluso de piezas –el lector, el oyente, los libros que siempre son muchos, la biblioteca– se movilizan por reglas que hoy resuenan, en buena medida, envejecidas; responden a convenciones modernas de cuño decimonónico para entender los fenómenos de la lectura, según coordenadas que las más recientes formas de circulación de la palabra –al menos desde la segunda mitad del siglo XX, con su apuesta por la virtualidad, la hipermedialidad y las redes sociales– han hecho implosionar, y no necesariamente para mal, también hay que decirlo. Los estudios de Roger Chartier, empeñados en develar cómo se gestaron en la Francia del siglo XVII las primeras colecciones de libros dirigidas a los sectores populares, nos enseñaron que todos los fenómenos que prefiguran la cultura del libro y de la lectura terminan por ser decisivos, para poder acercarnos con menor riesgo al error hacia los sentidos posibles de esa materialidad, el libro, que los presupone. Con Borges pasa lo mismo, las imágenes de lector y escritor que lo sedujeron, con las que se identificó y, luego, se trasvasaron a su obra material, son exponentes de variables muy precisas, ancladas en una valorización hiperbólica de la cultura ilustrada occidental.

Para revisar con mayor detalle la formación letrada de Borges, los especialistas –Ricardo Piglia y Beatriz Sarlo, por ejemplo, lo han sistematizado con claridad– realizaron intervenciones críticas desde la teoría de los dos linajes, a partir de la cual intenta comprenderse esta herencia bifronte que atraviesa toda su obra. Por un lado, el que proviene de su abuela inglesa, Fanny Haslam, que aportó como dote a este matrimonio de lecturas el bagaje de la cultura occidental; y, por otro, el del abuelo paterno, el coronel Francisco Borges, un héroe más que menor de nuestras guerras civiles, de quien heredó el gusto reivindicatorio popular del pasado criollo nacional. El propio autor validó su programa permisivo al patrimonio de la cultura mundial en el ensayo “El escritor argentino y la tradición”, donde apuntó a la falta de tradiciones fuertes en la literatura nacional como justificación para rapiñar –sin mayores cargos de conciencia– en cualquier otro horizonte cultural. En muchos otros textos, Borges tematizó literariamente su herencia letrada foránea, aunque tal vez sus mejores hallazgos en el planteo se encuentren en “Historia del guerrero y la cautiva”, donde mediante la voz de la abuela inglesa, portadora extrañada de herencias de otro mundo, se refiere un conflicto insoluble, el de una cautiva inglesa que elige, contra todo pronóstico, quedarse entre los indios. Junto a la labilidad del conflicto entre civilización y barbarie, este cuento insinúa la incapacidad de la biblioteca occidental para dimensionar ciertas encrucijadas donde se abisma el otro cultural.

A pesar de todo esto, situar exclusivamente las ideas sobre lo que es leer y escribir en estos contornos estrechos sería validar, en algún punto, ciertas estimaciones críticas insobornables que esgrimen sus verdades antielitistas sobre Borges, como paradigma del escritor antipopular y orgulloso en su autosuficiente torre de marfil; una posición que, a esta altura, resulta indiscutiblemente necia y sesgada. Necia, porque desacredita la obra de un autor y dicta su ostracismo escudándose en la censura de un supuesto exhibicionismo letrado estéril, cuando en verdad lo que intenta es distanciarse de las adscripciones políticas de derecha que tuvo en buena parte de su vida. Tal vez haya todavía que insistir en que leer a los autores de derecha es también un necesario ejercicio crítico, que nos habilita para discutir nuestras propias experiencias como lectores (que no siempre necesariamente son políticas, y ello no implica que haya que avergonzarse por nuestra inercia frente aquello con lo que políticamente no comulgamos pero tampoco combatimos). Es más productivo leer y debatir a Ezra Pound y Louis-Ferdinand Céline, abiertos pro nazis, o a nuestro conspicuo reaccionario nacional, Leopoldo Lugones, el autor de “La hora de la espada” –discurso que escribió para el General Uriburu en el golpe de Estado de 1930–, antes que simplemente invalidarlos de plano. Decía Adolfo Prieto, refiriéndose a los memorialistas del siglo XIX, que difícilmente la derecha argentina sea franca al momento de revelarse –o autoincriminarse– ideológicamente hasta en la intimidad de los recuerdos; es verdad, por eso para husmear en esa faceta hay que buscar otras estrategias y, en este sentido, la literatura de estos autores es un generoso muestrario en exhibición permanente.

Por otra parte, estas posiciones resultan sesgadas en la medida en que jibarizan la obra de Borges, dejando fuera otras zonas de su producción que demostraron una valoración auténtica por las culturas populares y no se encriptaron en la mera erudición masturbatoria; pues aprendimos con él, a través de Funes, que recordarlo todo no es el camino de la felicidad, al contrario, necesitamos de la gracia irrecompensable que aporta el olvido. Borges les dedicó tempranamente ensayos a las inscripciones en los carros (una manifestación de los grafitis de comienzos del siglo XX) y al universo tanguero que se emparenta con la poesía arrabalera de Evaristo Carriego; también admiró la música popular y escribió un sincero libro de milongas, Para las seis cuerdas. Le encantaban las historias de bandidos, en la vertiente de formas filo populares como el policial, género del cual compiló antologías con Adolfo Bioy Casares, y los folletines, en cuya línea recopiló El matrero, una colección que reúne muchas escenas de duelos criollos, como las que protagonizaron Juan Moreira, Hormiga Negra y Juan Cuello, los gauchos alzados de Eduardo Gutiérrez. La resistencia a la ley de estos héroes populares santificados, muchos de ellos simples delincuentes sin redención posible, también le produjeron honda fascinación; para corroborarlo, basta leer sus inicios narrativos con aventureros y piratas en Historia universal de la infamia, donde despuntan muchos temas que luego serían capitales en su narrativa, como el mundo orillero y pendenciero de “Hombre de la esquina rosada”, entre otros.

Como el reflejo biselado de estas imágenes donde se prefiguraba un Borges lector, en su obra asoman pinceladas que predefinen, de algún punto, los lectores a los cuales parecen estar dirigidos sus textos. Allí también hay que señalar una variedad de estimaciones. Presuponer un lector implica deslizar en la literatura una serie de complicidades, de indicios, de auxilios necesarios en la lectura que el escritor va diseminando como quien siembra un campo al azar. La postulación de este proceso que busca empatizar intereses y la comunicación efectiva dibujan un arco de alternativas contingentes; suele ser fructífero cuando logra bosquejarse en la conjunción gozosa de un rompecabezas final, o puede ser también un campo minado, por donde deambular se convierte en un acto ingrato. En este punto, también la escritura borgeana parece urdir dos tipos de lector modelo: el popular, de mirada maniquea, que persigue hipnotizado las andanzas de un héroe que hilvana acciones motorizado por la astucia o la audacia de su puñal; en “La fruición literaria”, revalorizó a este lector devoto de las aventuras, de los argumentos estandarizados pero intrigantes, una línea que el propio Borges lector ratificó cada vez que reivindicaba a Stevenson y Kipling. Los poemarios y libros de ensayos que escribió bajo el signo del ultraísmo, durante la vanguardia rioplatense de la década del 1920, propiciaron cruces hacia una empatía con el lector, querendona y criollista, que responden a aperturas generosas, como formas literarias pensadas desde una percepción democratizadora en el acceso a los bienes culturales. Una tendencia que, para ser sincero, nunca decayó en muchos otros sectores de diferentes momentos de su larga producción; muchas de las tematizaciones del policial y la gauchesca que Borges reescribe, de “Emma Zunz” a “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829–1874)”, se adscriben a esta vertiente.

Asimismo, otra zona de su obra parece demandar la connivencia con un lector muy ilustrado, aquel que sabe entrar con lupa y escalpelo para desentrañar la minucia erudita y libresca, referida a menudo sotto voce, apenas perceptible para un oído muy entrenado en fenómenos de intertextualidad. Esta es una tendencia uniforme en Borges, menos desagradecida en sus ensayos breves y en algunos cuentos –muchos de los reunidos en esos dos cimientos de su cuentística fantástica: Ficciones y El Aleph– que aparecen atiborrados de referencias cultas que si no logran reponerse rápidamente van entorpeciendo la lectura; aunque, al menos, tengan la dignidad de citarse o aludirse de forma medianamente recuperable. En otros momentos, la escritura borgeana elige el camino más pantanoso de la presuposición y la delegación absolutas, con la escasez de auxilio de las referencias, por lo que allí un lector poco entrenado es más propicio al naufragio en el desasosiego. La experiencia frustrada no surge siempre ante la maraña de pormenores cultos, varios de los cuales por otra parte a menudo son apócrifos y meras tomaduras de pelo, con frecuencia se tramita en la liviandad engañosa del registro sencillo y fácilmente transitable donde igual podemos perdernos; como ocurre en los poemas de sus últimos libros, en La cifra o en Los conjurados, donde un Borges cada vez más despojado lingüísticamente no abandona sus antiguas obsesiones por diversas facetas del pensamiento occidental, en versos donde la literatura, abastecida de alusiones veladas, discute el idealismo platónico o el pensamiento nominalista de Guillermo de Ockham.

En el prólogo a Evaristo Carriego, tramando una de las imágenes más eficaz sobre su oficio de lector, nos dice Borges: “Yo creí, durante años, haberme criado en un suburbio de Buenos Aires, un suburbio de calles aventuradas y de ocasos visibles. Lo cierto es que me crié en un jardín, detrás de una verja con lanzas, y en una biblioteca de ilimitados libros ingleses”. La escena del niño desposeído del mundo, prisionero en su biblioteca, conjuga de maravillas con el contundente ideal de lector todo terreno que prefiguró para sí, capaz de leer con la misma gula desde obras filosóficas a textos religiosos y tratados de matemática, con la pareja libertad con que se lee la franca literatura. Este niño prodigio, que parece haberlo leído todo y, más aún, cuando no fue suficiente se inventó los tomos que no encontró disponibles pero le hubiese deslumbrado hallar en su biblioteca no tan ilimitada–, es, tengo que decirlo, un pequeño gran embustero, una perimétrica composición para la rugosidad del papel. El escritor cordobés Juan Filloy, con ácida ironía y también ingenuidad, dijo alguna vez que a Borges le faltó potrero, haciéndose eco de esta escena mitologizada del niño enclaustrado entre libros que, ya crecido, habría también de jactarse –con falsa modestia– de los libros que había leído y no de los que escribió.

Exigida por el peso de tener que acreditar tantas sobreestimaciones, la obra de Borges bascula entre disímiles demandas para sus propios lectores, a tono con las derivas enciclopedistas y lúdicas que el propio autor fraguó para sus experiencias personales de lectura. Por eso hay que ser sigiloso al entreabrir las puertas que nos habilitan sus textos, muchas resultarán por supuesto gratificantes y, llegado el caso, si el hastío o la frustración ocurriesen con otros ingresos menos amables, no olvidemos –tal como el mismo Borges pregonó hasta el cansancio– que no existe ley que impere sobre la mayor prerrogativa que detenta el lector para poder abandonar el libro cuando quiere.

(*) Dr. en Letras, Investigador Asistente del CONICET. Responsable de las cátedras de Introducción a la Literatura y Literatura Argentina en la carrera de Letras de la UNSa. Contacto: [email protected]

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