“Estamos ahí para ser escritas. Para ser eternas”: la voz no domesticada de Camila Sosa Villada

"En el horizonte de las escritoras trans en Argentina, la de Camila no es una voz aislada", dice Hernán Sosa, en esta nueva columna para LA GACETA.

03 Oct 2020
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Foto La Voz del Interior


Rara…

Como encendida

te hallé bebiendo

 linda y fatal…

Bebías…

y en el fragor del champán,

loca, reías por no llorar…


(*) Por Carlos Hernán Sosa    

Mientras transitamos la obra de Camila Sosa Villada, van acumulándose adjetivos, una proyección tornasolada de cualidades en una escritura que sorprende por lo camaleónica. Estos versos iniciales de “Los mareados” no le hacen justicia, pero se acercan a esa pátina variable, a sus tonos nostalgiosos y embroncados, a sus atmósferas levemente sórdidas, entrampadas en esa luminosidad de lentejuela donde anida una tibieza nocturna, al decir desbocado trava que tiene tanto de puñal -ajusticiador de hipocresías y consolación fálica-, a ese gesto tan prolijamente grotesco donde se nos desdibuja la cara por la risa, junto con la afluencia insospechada de los mocos del llanto. Cuenta la leyenda que Juan Forn la conoció por su participación en TEDx y luego, al cruzársela en un festival, le pidió que le mandara lo más raro que tuviera escrito. Cosa extraña, pedirle a una escritora trans algo raro. Más allá de este tufillo a coleccionista de extravagancias, lo que el ojo de halcón editor de Forn detectaba era esta pincelada única de la escritora, que con el envío de Las malas (2019), su novela más comentada, no se vería ciertamente defraudado. Las malas es un bestseller en Argentina y en otros países, traducido a varios idiomas, futura miniserie, es un jalón importante en la trayectoria de la autora y parece, también, un aprovechamiento eficaz del mercado y sus consumos, de los que ella ha venido burlándose, irreverentemente, desde sus pininos literarios en el blog La novia de Sandro.

Camila Sosa Villada es una persona alrededor de la cual también se van acumulando adjetivos que la vuelven un lugar de enunciación singular, en el concierto de enorme renovación que están generando las escrituras de mujeres en Argentina desde las últimas dos décadas. Es una mujer trans, actriz de teatro y cine, poeta, narradora y autora dramática, y proyecta todas estas tareas desde una provincia, desde la ciudad de Córdoba, en cuyo interior más profundo nació. Nunca me parece lo suficientemente cubierto este gesto de destacar las producciones artísticas ancladas en los lugares no metropolitanos de nuestro país, me parece siempre necesario subrayarlo porque ser y estar en un lugar distinto de Buenos Aires, siempre, es un anclaje sustancial otro, para refundar culturalmente el mundo.

En el horizonte de las escritoras trans en Argentina, la de Camila no es una voz aislada. Es necesario recordar, entre otros aportes que seguro desconozco, el trabajo de la excelente cronista Naty Menstrual, la obra diversa de la torita suelta Susy Shock -de la producción performativa poética a sus canciones de folklore nacional y su libro Crianzas, probablemente el primer libro de una escritora trans argentina dedicado a las infancias- y la producción crítica de Marlene Wayar quien, a partir de Travesti / Una teoría lo suficientemente buena, continúa con el ensayo crítico sobre las travestis argentinas que había iniciado la siempreviva Lohana Berkins, cuando compiló Cumbia, copeteo y lágrimas. Este título, bien podría entenderse como un generador discursivo -en términos de Foucault- de la representación de la situación de las travestis en nuestro país. La voz embrionaria de su compiladora será permanentemente revisitada en otros registros, en esos otros personajes y voces que la literatura sigue posibilitando, en la reflexión crítica que el pensamiento travesti viene gestando; todas estas proyecciones tienen ese rastro inmarcesible que permite seguir leyendo, pensando, debatiendo, con (de la mano de) Lohana.

Si bien es cierto que este posicionamiento guarda explícitos alcances colectivos, porque así aparece pautado en las propias discursividades, la obra de Camila y la de las otras autoras no debería limitarse, exclusivamente, a los propósitos perlocutivos que atañen a la lucha por las reivindicaciones trans; ello no por negligencia ante estas voces contestatarias o por indiferencia ante lo que acometen políticamente, sino porque con ese señalamiento parecerían constreñirse producciones que están pensadas, también, como materialidades artísticas. Sobre todo en el caso de Camila, porque el desahogo con que se mueve para nutrirse y atropellar los cánones de lo literario nos está obligando a no perder de vista la situación irrebatible de que estamos frente a textos literarios. Una seguidilla de lugares comunes se ha ido entretejiendo, como una cizaña discursiva, en las innumerables entrevistas y reseñas que los diarios y la web han ido difundiendo sobre la autora. Tal vez una de las limitaciones más frecuente, al momento de leer la producción de Camila, es el acto de someter toda su producción a lo autobiográfico. Un encasillamiento que hay que rebatir, pues parecería que las autoras trans sólo pueden ahondar sobre sus propias experiencias de vida. Y aunque es una obviedad, por cierto, que detrás de toda escritura hay alguien con su derrotero a cuestas, no a todo el mundo se le endilga a cada respiro que la literatura que produce es una traslación camuflada de su vida. Toda literatura hace eso, pero a las escrituras trans se las señala así con la cruz de ceniza de los Buendía, que está ahí siempre indeleble, estigmatizando con lo autobiográfico.

Esa potencia de surtidor de la historia franca que nos tocó en suerte, ese pedacito propio que en el reparto del destino nos asignó la Moira, hay que sofrenarlo un poco cuando se escribe. Lo decía Aristóteles en la Poética con claridad: “Porque el poeta debe hablar lo menos posible en nombre propio, pues cuando hace esto no es ya imitador”; cuando se pasa de rosca con su yo, deja un poco de ser artista, pasándolo más en limpio. Ese equilibrio de trinchera que soportan los textos de Camila no es un milagro, es producto de un trabajo arduo de horas nalga sentada escribiendo. Si algo exhiben con descaro sus libros es que han sido pulidos, corregidos, reescritos, por ese afán neurótico que el arte desmadra.

En los poemas de La novia de Sandro (2015), cuya primera edición publicó la gran editorial Caballo Negro de Córdoba, se recuperaban algunos de los textos que inicialmente circularon por el blog. Hay allí un poema desmedido que narra ese viaje a la semilla en el que todos quisimos embarcarnos alguna vez:

Y cuando termine el espectáculo

quiero volver al vientre de mi vieja.

Ubicarme al centro de la balanza ajena a la felicidad o la desdicha,

en la colcha amable de nuestra madre gestándonos.

Volver a esa cárcel de mar,

donde no fui ni hombre ni mujer,

sólo un capullo de sangre

que se abría a la luz.

Volver a ese sitio donde no conocía

los reveses y trascartones de los hombres.

Ni la amargura del amor.

Ni la fiebre del deseo.

Allí estábamos ella y yo,

ella como una pagoda roja

donde aguardar la primera bocanada de aire,

yo a punto de dar el primer grito.

Siento saudade de esos nueve meses

porque en el vientre de mi vieja fui

la versión más honrada de todo lo que pude decir,

mostrar y pretender de mí misma,

fui un animal sin alma que

se suspendió en la sangre como un puñado de pájaros

protegida por las paredes de su fortaleza.

Estas semanas de desasosiego, este desencuentro en el espejo,

esta traición que cometo día tras día

me hacen cantarle a la nostalgia.

La de permanecer dormida en el lejano claustro de su vientre.

Como una superposición de tensiones que nunca se desanudan, muchas de las obsesiones más recurrentes de la obra posterior de Camila ya embisten, salen tras una búsqueda intempestiva, desde esos versos y otros de su primer poemario.

El viaje inútil. Trans / escritura (2018), que siento como el libro más imponente de la autora, es un relato híbrido que construye un recorrido paralelo entre la asunción de la identidad trans y la formación como escritora de literatura. Los periplos de un chico pobre, como siempre no voluntarios, arrastrado por los devenires inciertos de sus padres por polvorientos y aborrecidos pueblos del norte cordobés, van articulando momentos significativos de la narradora: las rutinas familiares -inmunizadas o agresivas ante lo no convencionalizado por la moral cristiana-, los cimbronazos arrojados por el despertar sexual, la educación para la infelicidad del universo pequeñoburgués. El libro está colmado de escenas de lectura y escritura, arranca así justamente, como un relato cosmogónico: “Un recuerdo muy antiguo. Lo primero que escribo en mi vida es mi nombre de varón”. Ser y escribir se solapan en esta obra: se es un poco porque la escritura existe. Doble juego de iniciación entonces -el del ritual de la escritura y el de la autopercepción identitaria- aparece entretejido en este texto: “Mi primer acto oficial de travestismo no fue salir a la calle vestida de mujer con todas las de la ley. Mi primer acto de travestismo fue a través de la escritura”, dice la narradora. La fundación de sí como mujer arranca pues en un relato orquestado en la adolescencia, donde se asume en un rol femenino, un meollo garrapateado por la letra en el que Camila eligió tramar algunos de sus orígenes.

Este pequeño gran libro es, también, una parábola donde se escenifica cómo la escritura, o la lectura, nos salvan en tantos sentidos. Una serie de ángeles custodios revolotean por aquí, como cuando se hornea un bocado literario casero: “La mujer perfecta de la literatura, para mí, tiene tres partes iguales de Wislawa Szymborska, Carson McCuller y Marguerite Duras, y una chispa de la suspicacia de Truman Capote. Así”, arriesga la cocinera. Son mensajeros, para la narradora, sobre la operación ingrata de modelar mundos que compensen, un poco, la ingratitud del que vivimos.

La circunstancia de ser una mujer trans es un tópico que se replica, se resignifica, se recalibra en las dos novelas posteriores. Las malas cuenta el ingreso y la salida de la prostitución de la protagonista, en el Parque Sarmiento de la ciudad de Córdoba, donde las travestis circulan por un nuevo círculo infernal que la estatua de Dante les señala desde las sombras. Si El viaje inútil asfixiaba por la mirada micro sobre un destino, esta novela es una ofrenda colectiva sobre las varias generaciones de travestis que perdieron la vida en los sótanos de la moral cordobesa. Lejos de la conmiseración, lo que esta obra inscribe, a partir de la presentación de cada historia de las concurrentes con las que va entablando relación la narradora, es una elegía comunitaria que reparte a maños llenas responsabilidades sobre las historias de exterminio que se suceden. La narradora es claramente una sobreviviente: de los femicidios trans, del maltrato de clientes, de los abusos policiales, de las enfermedades, del odio del mundo. Es la que vive para contarlo.

Alcanzando una frescura narrativa sorprendente, se van diseminando muchas estrategias para contar el mundo trava. La de la novela de aprendizaje -que monitorea el crecimiento disidente de la protagonista por los suburbios de la decencia- e incluso la picaresca -con esta nueva Lázara de la Cañada, pequeña bandida que mendiga su pan entre las miserias de la ciudad- parecen ser los andamios más fuertes. En materia más fina, tal vez una incursión vital del relato sea el artilugio verbal de tomar el insulto y convertirlo en literatura. La bestialidad (demoníaca para la Iglesia, contra natura para otros discursos sociales disciplinadores) es asumida como constante y genuina identificación de las travestis; tal vez porque el cuerpo, el redil de la bestia, es el Génesis de los disensos donde parece arrancar el pensarse trans, una madeja que descalabra sentidos urticantes en esta escritura.

Por eso los personajes se animalizan ante el miedo, serpentean por los hombres, se centaurizan para la pelea. Una séptima hija varón se lobisona con la luna llena y muere en su oscura y desconocida ley. La muda, María la pájara -un Gregor Samsa más querible-, va aceptando las plumas que sin cuestionamiento de nadie comienzan a salirle hasta transformarla en un ave, que ya redimida no emite gruñidos sino que canta, y se resguarda en una jaula ante la voracidad de los gatos vecinos. La tía Encarna, adorable personaje, alma mater del aquelarre, adopta un niño abandonado, bautizado de manera inefable como el Brillo de los Ojos, y remeda los cuidados de la Virgen María pero con busto siliconado. La Machi, una sacerdotisa dionisíaca improvisada, fiscaliza, petaca en mano, las ritualidades del mundo travesti. El melodrama telenovelero y lo kitsch que la cultura popular injerta en esta novela lo impregnan todo, desde la bijouterie de plástico y el mantel de hule, hasta las quimeras de la familia tipo donde algunas travestis ven fracasar sus destinos almibarados. Por el cauce firme de un reciclado realismo mágico, todo ocurre en sitios amojonados por la geografía urbana de Córdoba durante la década del 2000 y, al mismo tiempo, en ninguna parte y en ningún momento. Y es que la brutalidad incesante de muertes, suicidios y frustraciones sólo parecen digeribles si se narran apelando a la presencia infernal de estas travestis, a la vegetación indómita de la pensión de la Tía Encarna, a las perras de la calle solidarias hasta la muerte, a los duendes y otras yerbas de los imaginarios populares que ocultan, sin duda alguna, la verdadera explicación del mundo y sus tropelías.

El mundo trans se impone como un orden, una cosmovisión otra, diferente al mundo instituido por el paradigma del burgués bienpensante y políticamente correcto. Lo que en Las malas despunta es el hecho de que esa otredad no es la cara oscura de la luna, hay un esfuerzo enunciativo por destacar ese espacio como un oasis, bien salpimentado por el realismo mágico, donde los propósitos de vida pueden autogestionarse con libertad. La ironía trágica de la novela desnuda el hecho de que no hay modo de sostener esta burbuja sin caer, tarde o temprano, en la rutina convencional de la cara diurna, aniquiladora, del presente.

Tesis sobre una domesticación (2019), que se publicó en la Biblioteca Soy de Página/12, es una narración con tónica totalmente diferente a Las malas, cuyo éxito de publicación el mismo año terminó un poco por opacarla. Es, por el momento, la última novela de Camila. En esta historia se indaga sobre la trayectoria de una actriz trans que parece haber alcanzado el sitio de consagración al que las travestis aspiraban en Las malas. Biencasada con un marido para revista de farándula (lejos del antimodelo de clientes, proxenetas y novios golpeadores), madre de un hijo adoptado como la ley manda -y no como la tía Encarna, que vio saciado su deseo maternal y dio la vida por un bebé que descartaron en el parque-, es una gozante del lujo burgués que el savoir faire habilita (lejos del hambre, el desprecio y la frustración). Lo que esta nueva narración hace es poner bajo sospecha estas “bendiciones de la vida” y, aunque sin la polifonía de Boquitas pintadas de Manuel Puig, porque aquí tenemos un narrador omnisciente bastante ponzoñoso (“La actriz, como una abeja reina, engordaba el culo y se limaba las uñas, muy segura de quién cortaba el bacalao en ese matrimonio”, dice en un pasaje), la novela también parece perseguir, desde el título, el desenmascaramiento de las apetencias de mercado con las que se rifan las utopías en serie para alcanzar el bienestar. Leída en contrapunto con Las malas, aquí echamos de menos a la heroína que ganó la batalla contra las mezquindades del mundo y pudo asumir la voz para decir a las que ya no están vivas y decirse a sí misma; por eso, el sabor del final es más amargo todavía.

La narradora de Las malas destacaba sin artificios ni pudores: “Estamos ahí para ser escritas. Para ser eternas”, focalizando en la búsqueda de visibilidades. Y si bien en el mundo trans importan sobremanera todas las visibilidades (sobre todo aquellas que garanticen en el fuero más elemental la vida misma, en sociedades donde son blanco de la mayor indignidad), en estas obras de forma autorreflexiva se está peleando, sobre todo, por ocupar y defender un lugar en la literatura. Las escritoras trans en Argentina están llevando adelante con impulso y sin ingenuidad alguna este programa, como en la obra de Camila; porque las travestis han estado ahí siempre, incomodando, pero ahora llegaron también a la literatura, para quedarse a perfeccionar la tarea.

Dr. en Letras, Investigador Asistente del CONICET. Responsable de las cátedras de Introducción a la Literatura y Literatura Argentina en la carrera de Letras de la UNSa.

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