El conurbano bonaerense tiene voz de mujer: Cometierra de Dolores Reyes

Probablemente sea el cuerpo, como espacio sagrado de la vida y a la vez reducto de las desdichas, uno de los ejes que insufla sus densas significaciones en torno de las femineidades en esta novela.

17 Oct 2020
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(*) Carlos Hernán Sosa    

En los cordones suburbanos de la gran ciudad argentina se ha ido emplazando un paisaje que muestra la cara menos capitalina de Buenos Aires. Este territorio inabarcable donde, en condiciones muchas veces precarias o periferizadas, vive un número importante de la población de la provincia bonaerense, ha ido ganando en las últimas dos o tres décadas una nueva faceta como espacio literario, un refundado escenario por el que transitan varias líneas de la narrativa argentina reciente. El mundo que la literatura erige, tras el gesto relativamente desencantado de atravesar la avenida General Paz, guarda distintos relieves. Desde el espacio barrial idealizado, como territorio de las afectividades de la adolescencia, del picadito en la canchita y el escabio en la esquina con los pibes, tal como aparece en Villa Celina y El campito de Juan Diego Incardona; pasando por el tufillo hiperbólicamente cumbiero y machirulamente sexualizado por el realismo atolondrado de Cucurto, poblado de dominicanas y paraguayas ad hoc y una alegría de confeti que ya pocos defienden; el ambiente pesado de la droga y el robo al menudeo de Cuando me muera quiero me toquen cumbia y Si me querés, quereme transa de Cristian Alarcón; hasta el submundo gay y su noche merquera y desembozada en la poesía y la narrativa sórdida y tanática de Ioshua, en Pija birra faso o Las penas del maricón. Este escenario poliédrico montado por voces de varones comenzó a descentrarse con una novela como La Virgen Cabeza, de Gabriela Cabezón Cámara, cuando a partir de la figura luminosa de Cleopatra, su protagonista travesti, y las herramientas que habilitan la parodia y el pastiche se reinventó literariamente la villa miseria. Con su postulación de una nueva utopía dislocada y popular, este texto comenzó a desandar los convencionalismos y estereotipos que todo aquel conglomerado de obras, inevitablemente, ha venido instituyendo en torno de la representación de lo que significa vivir, sentir y decir en la marginalidad del conurbano. Cometierra, la novela de Dolores Reyes que quiero presentar, prolonga esta última línea de sentido.

 Dolores Reyes es docente, activista feminista; vive, enseña y escribe en el conurbano. Cometierra, su primera novela publicada por Sigilo, un sello pequeño de Buenos Aires, se ha convertido en uno de los éxitos editoriales del 2019; desde entonces, se han venido sucediendo varias reimpresiones del libro y se amplió su radio de difusión, mediante traducciones a otras lenguas, en diferentes países.

El título certero de la novela, si bien alude al apelativo de la protagonista, una joven condenada a la falta de otro nombre, es un trazo anticipatorio del destino de los Don Nadie, de los personajes que sobreviven como población sobrante, entre la basura de la modernidad periférica de Buenos Aires (o de cualquier otra ciudad latinoamericana). Cometierra acredita la facultad embarazosa de poder predecir situaciones cuando prueba o come la tierra que estuvo cerca de personas que por diversas razones se encuentran desaparecidas y, en otra línea esotérica, puede comunicarse con los muertos a través del entorno difuso de la temporalidad velada por los sueños. Así las cosas, la anécdota de la novela es sencilla de recomponer, se organiza como una sucesión ordenada de las intervenciones de Cometierra sobre las historias de vida de personas perdidas, todas vinculadas sin dudas por un patrón que se repite: la mayoría de ellas son mujeres agredidas y niños desvalidos que sobrevienen víctimas de diferentes conflictos tras los cuales, en general, se emplaza la muerte. Es difícil no articular muchos de los planteos que afloran en esta novela en relación con la desaparición, el cautiverio y los femicidios ‒recurrentes en las historias incorporadas‒, con una propuesta cercana como la que ofreció hace unos años Chicas muertas de Selva Almada, aunque las narraciones trágicas que recogía este texto eligieran bucear por los carriles discursivos más porosos de la crónica. Una honda preocupación por temáticas actuales sobre la situación crítica de las mujeres en nuestro país, frente al estado de indefensión social, política y jurídica que soportan, parece entrelazar las propuestas de ambas escritoras.

Por todo ello, probablemente, sea el cuerpo, como espacio sagrado de la vida y a la vez reducto de las desdichas, uno de los ejes que insufla sus densas significaciones en torno de las femineidades en esta novela. El segundo de los epígrafes tomado de Baruch Spinoza, que funciona como ingreso paratextual elocuente, abre los sentidos hacia ese océano de transcendencias: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”, nos enrostra la frase, anticipando uno de los aspectos medulares de la obra. El cuerpo es aquí un anclaje central, hay que alimentarlo con tierra para poder ver, hay que ocultarlo para propiciar el abuso, hay que dañarlo para consentir el suicidio, hay que buscarlo ya en vías de descomposición. El cuerpo femenino se golpea y se llena de moretones, se viola y se mutila, se desecha sin preámbulos de conciencia: es una masa inerte que sigue repitiendo en sueños, como hace la presencia ya muerta de la seño Ana, el mantra de la violencia. Las escenas de reconocimiento corporal del terreno que se suceden con la vidente ‒caminando descalza, consustanciándose con la materialidad texturada de la tierra y sus secretos‒, la usurpación temporaria del cuerpo de la persona buscada en el inframundo del discerniendo o los abrazos sanadores que habilita el cariño son modos de indicar órdenes alternos; funcionan como disparadores sobre los cuales la trama escamotea sentidos para poder subsistir ante el fatalismo contundente de experiencias que, sobre todo en el caso de las historias de mujeres que transitan por la novela, tienen un haz de clausura desalentador. Una mujer que traga o sueña para poder excretar las libertades de otras, aunque a menudo fracase en sus propósitos: he ahí la contundencia significativa de los orificios que una lectura psicoanalítica podría venir a iluminar.

El comienzo con que arranca la novela pone en primer plano, como un cachetazo, uno de los hallazgos más importante del libro: el registro discursivo que se elige para hacer hablar a Cometierra, en un dispositivo de ventriloquía donde dos mujeres (Cometierra y Dolores Reyes) habilitan la palabra. Este acto resolutivo cumple una función vital en la historia. Escuchar/leer a la narradora es conocer ‒es ver, para insistir con el juego de la clarividencia de la historia‒ al habitante del conurbano y sus circunstancias. Dice ella, como la Creadora que va instituyendo este nuevo Edén oscuro, al discutir con su hermano el destino del cuerpo de la madre que acaba de morir; porque, en esta historia, para que un cuerpo de mujer comience a vaticinar otra debe haber muerto antes:

 

‒Los muertos no ranchan donde los vivos. Tenés que entender.

‒No me importa. Mamá se guarda acá, en mi casa, en la tierra.

‒Aflojá de una vez. Todos te esperan.

El uso del lenguaje que se fabrica para representar la oralidad de la villa transita por una frontera temeraria, entre el distanciamiento necesario que requiere la autonomía de la voz de un personaje y los riesgos de mirar demasiado desde afuera que todo artificio literario entraña. En algunos momentos, la resolución textual, siempre tensionada, parece acercarse a una suerte de lenguaje despojado que, lejos de cierta crítica literaria incapaz de digerir estas producciones ‒para seguir explotando la metáfora alimenticia que nutre toda esta novela‒, no corresponde a un registro plano, de tipo (pseudo)etnográfico. El modo en que hablan estos personajes no es una mera transcripción de la oralidad sin tamizar que emprende un observador foráneo a los sectores populares, debe quedar suficientemente claro que estamos ante un calculado ardid literario. Tal vez, sea en ciertos pasajes como los que dramatizan con una lubricidad verbal muy premeditada los encuentros sexuales de la protagonista y Ezequiel, su amante policía de nombre bíblico, donde resulte más indiscutible, por la morosidad del erotismo y la autosuficiencia del tratamiento de un tópico de profundas raíces en las culturas occidentales, la prueba más tangible del fino trabajo escriturario que sostiene toda la narración.

Aunque la obra señala, con cierta imprecisión, algunas zonas del conurbano bonaerense como La Salada o Pablo Podestá, como territorios donde transcurren los hechos, la ambientación que se ofrece podría ser válida para la representación de varios conflictos comunes del conurbano. En la revisión de estos aspectos, que también van premoldeando una fachada discursiva para dichos lugares, se dispersan signos conocidos sobre un supuesto modo particular de habitar el mundo: la deficitaria subsistencia económica con los trabajos precarios y la explotación laboral, la vida apendicular de los adolescentes alienados por los juegos electrónicos y sin proyectos a futuro, la musicalización constante de la cumbia y el reguetón, la flânerie empobrecida por las ferias del conurbano, el trabajo infantil de los cartoneros, el abuso enquistado de la policía, la trata de personas y sus crímenes, los enfrentamientos entre barras rivales, etc. La violencia cotidiana es un elemento impactante que no da tregua en el relato, de hecho la novela presenta una estructura anular ceñida a este aspecto, porque arranca con el femicidio de la madre a manos del propio padre de Cometierra y acaba con otra intervención del padre donde ultima a un contrincante mientras intenta defender a sus hijos. Todo lo pernicioso de este universo literario parece arraigarse en el retrato falocéntrico del padre y su legislación asesina. Esta figura tan densamente poblada de simbolismos funestos, responsable de la orfandad de los hermanos, reaparece poco durante el relato, al principio apenas entrevista entre los sueños de Cometierra, porque evidentemente se encuentra prófugo tras el crimen de su mujer; su retorno final, como imprevisto deus ex machina en una gresca, no parece condonarle ninguna de sus miserias.

A pesar de la brutalidad de las historias referidas y la situación existencial siempre angustiante de la narradora, la escritura no abandona su empeño retórico y, como la invasión de las pasionarias carnívoras que amenazan con merendarse la casa de los personajes, exhibe una pincelada con vetas crueles. Por ejemplo, el lirismo descarnado del cementerio de botellas que los familiares desesperados dejan en casa de la protagonista ‒donde “cada botella era un poco de tierra que podía hablar”‒ apenas disimula su costado de siniestra indefinición, pues acumuladas en el patio “parecían tumbas brillantes una al lado de la otra”. La incomodidad, el malestar de la situación del diferente, en este caso del adivino que puede pelearle una carta al destino, aparece problematizado por la narración a cada rato; a partir de los dilemas éticos que atraviesa Cometierra sobre el deber o no ayudar mediante su intervención en las historias desafortunadas que se van cruzando a lo largo de la intriga. Un sinsabor va corrompiéndolo todo, aquello sobre lo cual ironizaba ya la frase de Leopoldo María Panero en el primer epígrafe del libro ‒“tú que solo palabras dulces tienes para los muertos”‒ va enrareciéndose en un clima de asfixia del que finalmente la protagonista intentará escapar. Con el propósito de abandonar la vida a la que la habían condenado la incertidumbre y la videncia, el personaje buscará consuelo en refundar una nueva patria en sí misma; para despojarse entonces de aquella ausencia identitaria, tendrá que empezar por revertir el apelativo personal vacuo: “yo también quería, ahí afuera, un nombre para mí”, dice con esperanzas. La acompañan en el desafío del escape su hermano, como única esquirla de afectividad familiar, y la novia de este, una adolescente de sobrenombre Miseria, alegoría casera de la adversidad que parece obstinarse en no abandonar a los hermanos.

Cometierra está dedicado “A las víctimas de femicidio, a sus sobrevivientes” y, especialmente, a la memoria de dos mujeres jóvenes: Melina Romero, asesinada a los 17 años y cuyo cuerpo fue tirado en un basural, y Araceli Ramos, asesinada a los 19, cuando asistió a una entrevista de trabajo. Flanqueada por estos sinsentidos despiadados, Dolores Reyes propone una historia donde se homenajea a víctimas concretas del mundo atroz en que vivimos; su testimonio perdurará, además, multiplicado por la contundencia sin decoros con que la literatura nos interpela.


(*) Dr. en Letras, Investigador Asistente del CONICET. Responsable de las cátedras de Introducción a la Literatura y Literatura Argentina en la carrera de Letras de la UNSa.

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