Un cosmos inquietantemente bello: Aquí se restauran niños y vírgenes de Verónica Barbero

“Es el primer libro de Barbero, lo que destaca aún más sus logros al momento de valorar la impronta tan original que trasunta el texto y la calidad enunciativa sostenida que lo nutre”, dice en esta columna, Hernán Sosa.

31 Oct 2020
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(*)Carlos Hernán Sosa    

En el acotado panorama reciente de la escritura de mujeres en el noroeste, abocadas programáticamente al cuento, el excelente volumen de la narradora Verónica Barbero, Aquí se restauran niños y vírgenes, es una bocanada de aire fresco, potente y personalísima. La obra fue publicada por Minibus Ediciones en 2018, pequeña editorial independiente radicada en San Miguel de Tucumán que, como esfuerzo mancomunado de una formación cultural integrada por jóvenes escritores, puso en circulación varios títulos de autores tucumanos en los géneros de narrativa y poesía.

Verónica Barbero ha venido desarrollando su tarea como cuentista participando de la actividad coral de numerosos talleres literarios, un modo de inscripción profesional de la escritura que, a diferencia de Salta o Jujuy, en Tucumán viene dejando huellas profundas en la materialidad verbal que producen los jóvenes narradores en la actualidad. Sus relatos se han difundido en antologías, por ejemplo, en la elocuentemente titulada 40˚ grados. Narrativa tucumana contemporánea (2015). En esta buenísima selección de relatos breves, editada por la editorial Blatt & Ríos de Buenos Aires, se incorporó “Crayones”, el primer relato atrapante que leí de la autora.

Aquí se restauran niños y vírgenes es el primer libro de Barbero, lo que destaca aún más sus logros al momento de valorar la impronta tan original que trasunta el texto y la calidad enunciativa sostenida que lo nutre. Si bien la obra está conformada por ocho relatos que se construyen con las particularidades autosuficientes del cuento, la ambientación cercana y la presencia de personajes itinerantes en las ocho historias permite pensarla como un contario que invita –o impone– a una lectura de conjunto (una suerte se ser vivo –si se me permite la metáfora biologicista– donde la ausencia de uno de los cuentos alcanzaría los relieves dolorosos de una amputación). Un contario, o incluso una (proto)novela breve, son entonces las adscripciones genéricas con las que se me ocurre vincular el ramillete de historias zigzagueantes que circulan por las páginas de este libro.

En un ámbito tan identificable con Tucumán como desrealizado hasta la imposibilidad de establecer anclajes en tiempo y espacio para lo que se narra, un conjunto de personajes, muchos de ellos pertenecientes a una misma familia, va destrabando sus extrañas rutinas: la Dora vieja, la Dora hija, el Cejijunto, Sesostris, Gertrudis, la costurera wichi, la tía Alba, Yita Malen, la narradora niña innominada. Los aspectos especulares de la historia común que se va contando de a retazos, las intermitencias del relato que no responden a un recorrido claro y ordenado por la cronología, los hilvanes desgajados de temas, personajes y situaciones que reaparecen en las intrigas ‒desde las voces de distintos narradores‒ le imprimen al conjunto de las historias rasgos fragmentarios y polifónicos.

Salvo en el caso del relato homónimo al libro y en “Diana Prince”, las restantes fabulaciones se van desenvolviendo en lo que parece ser la casa familiar de las Doras y sus circunferencias satelitales que incorporan a otros personajes próximos, como el taller de modista de las vecinas Gertrudis y la costurera wichi o la pajarería de Sesostris. La casa de las Doras es un espacio construido, como buena parte de los episodios que se cuentan, como exponente de un mundo enrarecido en cuya caracterización va solapándose la convivencia discursiva del realismo mágico, el cuento de hadas y el relato folclórico. Las habitaciones abandonadas, algunas de ellas ya en ruinas, los techos vencidos que amenazan con caerse, los muebles desportillados y los pisos sucios, los roperos que resguardan mundos paralelos colgados de las perchas erigen la casa como un lugar provisorio e intimidante. Con lo provisorio e intimidante, la escritura de Barbero arma la ecuación perfecta que desemboca en lo siniestro, allí se reordena subterráneamente este universo casero y sus protagonistas. La situación de mudanza y abandono, por ejemplo, es muy recurrente, no en vano el primer relato, titulado “Colecciones”, se inicia en una estación de tren, el lugar propicio para todas las partidas, un ámbito de exploración y regocijo para la narradora niña que terminará por volverse tenebroso, inquietante. Así se le advierte a la niña, cuando la vulneran con el temor al abandono: “Mi amiga de la vuelta de casa dice que tenga cuidado porque el tren viene de Buenos Aires, un lugar muy grande donde se pierden las madres, así se perdió la de ella. Yo vigilo a mamá por miedo a que se vaya y no vuelva”.

La mirada ingenua de la narradora innominada que tiene a su cargo varios relatos enlaza este volumen con una tradición fuerte de la literatura argentina, de Silvina Ocampo a Julio Cortázar, donde se eligen narradores infantiles que presentan visiones extrañadas ante un universo que no alcanzan a comprender. Los abusos, el maltrato, el miedo son experiencias lesivas por las que deambulan los niños en los cuentos de estos autores, cuando atraviesan por circunstancias que no descifran acabadamente y por ello, tal vez, pueden apenas verbalizar con torpeza. El resultado es siempre una narración que produce turbación (en el niño narrador y en el lector), horadada por los equívocos, donde quedan cabos sueltos y la elipsis cobra una desmesura significativa. En “Crayones”, la brutalidad naturalizada con que se mata un animal para comerlo es una irrupción que de habitualidad familiar ya no conserva nada, desde la percepción del niño devela la crueldad insospechada con que nos movemos a diario: “No me queda más remedio que jugar a la rayuela sobre la aspereza de las baldosas del patio de atrás, que se calienta a la siesta; con la gallina de la sopa colgada cabeza abajo, como un adorno de los ganchos del toldo. La Dora le tuerce el pescuezo y la deja ahí quietita hasta la noche”.

Por otra parte, esta emergencia inexplicable del costado siniestro de la vida de los adultos, que habita también la casa familiar en estos cuentos de Barbero, aparece justamente vinculada a los niños del hogar, a esas criaturas que van sucesivamente muriendo desangradas, por razones enigmáticas. Varias figuraciones metafóricas, desde la fantasmal bandada de niños nocturnos que invade la casa durante el reposo de los vivos, para poder dibujar y colorear en las paredes, hasta las reproducciones de los chicos como homúnculos de hierro, que un personaje alienado moviliza intentando remedar los movimientos y juegos infantiles, van subrayando la instancia traumática de estas muertes.

En el cuento “Retratos”, a partir de un catálogo de escenas que intenta reproducir imágenes de fotografías, se ilustra mejor sobre los finales accidentados de los niños de la casa que terminan desangrados, en general, por roces ocasionales o las inevitables caídas durante los juegos. Y si bien la hemofilia parece ser la enfermedad señalada por estos síntomas como la explicación médica más plausible de un infortunio de raigambre genética, la memoria familiar irá tramando otro relato sobre esta desdicha que va truncando la vida de los pequeños. Para ello se apela a la idea de una entidad maléfica, a la que se designa como la alimaña o el bicho, como la responsable inequívoca y perversa de dichos actos. Al priorizar esta imagen demoníaca, la obra reencauza uno de los muchos componentes de los imaginarios populares, en relación con las religiosidades, las supersticiones, los rituales y una particular cosmovisión para entender las leyes que rigen el mundo de los vivos y el de los muertos, de los cuales se va nutriendo con insistencia. Este ser cuyo rostro amenazante los personajes dicen reconocer entre la vegetación indomable que rodea la casa, se asemeja a las figuraciones del duende o del pombero; pues tiene su residencia en el monte, el lugar horrorizado donde reina el tupulo con sus lianas que crecen enormemente invasivas ‒como en el cuento de las habichuelas mágicas‒ y se enroscan en los niños para robarlos. He aquí la versión que los habitantes de la casa eligen como explicación más propicia sobre la muerte de los chicos.

            Estas escenas y el modo fino de las apelaciones más claras que el libro arroja sobre los referentes reconocibles (desde la rotaprint y el sistema de pago virtual PayPal, a los versos de canciones de Prince y Daft Punk) van imbricándose en la propuesta general del volumen, confluyen hacia una composición de mundo peculiar, cercana a la que el realismo mágico fue cimentando como tradición literaria latinoamericana. Este encauce había tenido sus aproximaciones particulares previas en varios autores de la región ‒Héctor Tizón, Hugo Foguet, Libertad Demitrópulos, Manuel J. Castilla, Juan Ahuerma Zalazar, entre otros‒; con los que la propuesta de Barbero guarda también algunos puntos de contacto, tal vez en trazos más firmes con Fuego en Casabindo de Tizón. Sin embargo, probablemente sea con la obra más famosa de Juan Rulfo, con Pedro Páramo, con su esquiva e indiscernible representación de la vida-muerte, donde podría inscribirse la genealogía tentativa más estrecha de este texto, poblado también por sujetos fantasmáticos sobre cuya gravitación existencial dudamos con frecuencia, donde los límites entre el vivir y el morir parecen tornarse innecesarios.

En este punto, es precisamente la potencia enunciativa de esta tradición literaria la que termina por destacar las urgentes reflexiones sobre el presente que los textos transitan, amparados con estrategia en un muestrario de episodios que distorsiona la existencia tan convencionalizada de nuestro mundo. La situación crítica de opresión en la crianza de las niñas avanza en numerosos pasajes de la trayectoria de vida de la niña narradora, aunque sin dudas alcanza su figuración más punzante al momento de calzar el hábito de la opresión, destinado a las de su género, en el comienzo del cuento “Mameluco”:

La abuela acercó su cara a la mía, pensé que iba a dame un beso pero le dijo al botón: ‒¡Listo!‒ mientras lo abrochaba en la base de mi cuello. La palabra activó la tela que se ajustó a mi cuerpo, cubrió mis manos y mis pies, también mi boca dejando afuera mis ojos que se llenaron de lágrimas y mis pelos desgreñados. La etiqueta con la marca, cosida sobre la prenda, presionó mi nuca obligándome a agachar la cabeza. Ese lunes, y sé que era lunes por el portazo de mamá al irse a trabajar, lo último que vi a la altura del horizonte fue el mameluco de la abuela igual al mío. De haberme dicho que iba a usarlo siempre, yo hubiera elegido un vestido que haga juego con mis aros. Recuerdo la cara de mamá al verme, aseguraba que me quedaba hermoso aunque estaba sucio con manchas de sangre y olor a cebollas, igual al de ella.

‒Todas lo usan desde que cumplen seis ‒dijo‒. Le pongamos un nombre para que se hagan amigos– y se quedó mirando al mameluco sin que se le ocurra ninguno.

El pasaje transcripto viene a confirmar la aguda evaluación con que Damián Ríos caracterizaba, en el prólogo a 40˚ grados. Narrativa tucumana contemporánea, con un breve comentario sobre “Crayones”, la espléndida narrativa de Barbero: “Una prosa que tiene nostalgia de poesía”. Si aquí es, en efecto, cierto lirismo la opción procedimental elegida para introducir una lectura sobre lo sociohistórico, la decantación por la hipérbole con su pizca de sadismo para retratar la relación entre la Gertrudis ‒muy enseñoreada en su extemporáneo y ridículo miriñaque‒ y su empleada wichi en la costurería conformará el ardid para diseñar una reflexión hilarante sobre los conflictos étnicos de la conquista ‒y del racismo contante y sonante de nuestros días‒.

Otro asunto frecuentemente revisitado, por los vaivenes del trabajo de la memoria sobre la última dictadura militar en Argentina, logra anidar también en esta escritura, parasitando desde la perspectiva situada en el terreno de lo improbablemente maravilloso una amarga reflexión sobre el cautiverio y la tortura; por ejemplo, en el caso de los pasadizos secretos que se ocultan bajo la carnicería del Cejijunto en “Chorquizuela”, subrepticias mazmorras que el gato Porfirio logra conocer (y nosotros, lectores, con él). El otro relato que retoma esta temática es “Beatitud”, donde se señala las alianzas de las jerarquías militares y la Iglesia, a partir de la figura escabrosa de un santo parlante llamado Von Wernick (como el sacerdote homónimo condenado por crímenes de lesa humanidad en nuestro país), cuya imagen fue comprada “en el remate en una iglesia que había quebrado”. La “beatitud” del santo nos espanta más cuando al fin conocemos los méritos de su biografía:

Era aficionado a la música y lo canonizaron porque con sus interpretaciones en el clavicordio conseguía que los feligreses confesaran todo tipo de aberraciones, en público frente al altar. Esto fue tan valorado que lo hicieron capellán del ejército, allí su función era producir el mismo efecto pero en los pabellones de detenidos.

Impiadoso al trazar sus filiaciones hacia la historia reciente de Argentina, este cuento pone a prueba la capacidad decidora de la literatura desde uno de sus fueros más autosuficiente, el del “lejano” escenario del relato maravilloso, para continuar acreditando así su prerrogativa al abordar críticamente nuestra contemporaneidad.

Una imaginería poderosa se despliega como un caleidoscopio viviente mientras se avanza en la lectura de estas historias. Asume la vertiente surrealista, a lo Leonora Carrington, con la imagen irrisoria de la Gertrudis amamantado al gato Porfirio y escondiéndolo luego bajo el miriñaque; engrandece la personificación incriminatoria del tupulo, como entidad que se extiende con una vitalidad tan increíble como aquella con la que crece en los propios cañaverales tucumanos; deriva en la bizarra peregrinación colectiva hacia el consultorio del Capachero, un curandero hippie y capitalista, intentando buscar explicaciones sobre la causa de muerte de los niños; construye la parodia caricaturesca del hotel y sus rutinas de servicios para divertir turistas, donde la niña narradora se encuentra por azar con su madre. En estos y otros momentos la prosa de Barbero se torna refulgente, extrema las formas retóricas y procedimentales para destacar aún más las habilidades narrativas de las que hace gala.

Bosquejo aquí sólo algunas entradas posibles para acercarse a este gran libro. Invito a leer a esta autora tucumana contemporánea, garantizándoles desde antemano la gratificación de un volumen cuya atención no decae en ningún momento, porque lo orienta un imperativo que parece obligarlo a no relajarse en los hallazgos que sus propios itinerarios de escritura van asentando. Por eso, en este recorrido varía a cada paso, transmuta las maneras de un decir que siempre parece apostar por más.

(*)Dr. en Letras, Investigador Asistente del CONICET. Responsable de las cátedras de Introducción a la Literatura y Literatura Argentina en la carrera de Letras de la UNSa.

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