LA GACETA SALTA
El niño Sirio, la opinión de un fotógrafo
La foto del niño refugiado sirio sin vida en la playa recorrió el mundo y modificó la agenda periodística mundial. Por Carlos María Vergara.
07 Sep 2015
Bajé las escaleras y encontré a mi esposa llorando frente al televisor. El reporte de TN mostraba las imágenes que todos vimos y tanto nos dolieron: Aylán estaba allí, acurrucado en la playa, y ya nadie podía hacer nada por su vida. Abracé a mi mujer intentando darle un poco de ánimo, pero yo también me había quebrado.
Como colaborador fotográfico y reportero de un medio de comunicación sentí que debía hacer algo, y aunque me expreso mejor con fotos que con palabras, envié a mis jefes un mensaje proponiendo una opinión sobre las imágenes que dieron la vuelta al mundo. Esto es lo que siento y pienso.
Viví la guerra de manera más o menos cercana en dos oportunidades a lo largo de mi vida: la primera, como hijo de un combatiente de Malvinas; la segunda, un poco más en carne propia, viviendo en Israel cuando comenzó la Guerra del Golfo allá por 1990 y empezaron a caer los “Scuds”. Yo me había ido de mochilero en busca de aventuras, y de pronto me encontré sumergido en túneles antibombas y máscaras de oxígeno...
Puedo asegurar que es lo más parecido a una pesadilla: solo deseas que todo pronto termine y la sola perspectiva de un final inminente te paraliza y quita la respiración. No hay nada peor que una guerra.
También viví la experiencia de ser un inmigrante ilegal, ya que fui durante un tiempo un “sudaca”, huyendo de aquella guerra y ganándome la vida en Mallorca por unas míseras pesetas. Trabajé codo a codo con refugiados marroquíes y libios que ganaban aún menos que yo, pero que a su vez tenían mucho más que la miseria que habían dejado atrás. El desdén y el desprecio con el que éramos tratados era total y absoluto, y verdaderamente sentí con angustia lo que es ser considerado como un ser inferior y de otro lugar. Después de la guerra, no hay nada peor que ser un exiliado.
Claro que aquellos episodios no fueron más que anécdotas que algún día contaría a mis nietos. La certeza de que pronto volvería a casa y el hecho de saber que yo no era ni más ni menos que nadie me convencieron de que así estaba servida la baraja, y el destierro que sufrí por decisión y propia por mis ansias conquistadoras no podía ser gratuito. La aventura fue buena, pero tuvo un costo que hubo que pagar.
Digo esto pensando en los padres de Aylan, viviendo con sus hijos en Siria una guerra civil demoledora e interminable. Los pienso planificando un viaje errante en el mar, hacia un incierto destino muy distinto a un paraíso, y donde probablemente serían ignorados al llegar. Los pienso imaginando riesgos, pero con la ilusión de darles algo mejor a la única razón de sus vidas. Pienso en Aylán ahí en la playa y no puedo pensar más porque un inmenso dolor me invade. No habrá anécdotas para contar a nadie, el álbum de fotos de ese viaje terminó siendo un puñal clavado en el resto de la humanidad.
¿Qué hay al menos una decena de grandes guerras en otras partes del mundo y miles de personas muriendo en este mismo instante? Es cierto.
¿Qué no hace falta irse tan lejos para ver gente que sufre hambre y dolor? Si claro.
Pero la foto de este chico no sabe de comparaciones y es mucho más que un documento gráfico: esta foto nos hizo pensar por un momento en el valor real de la vida, en lo relativo de nuestros problemas y que quizás debamos agradecer más y quejarnos menos por los que nos tocó en suerte. Una foto, tan solo un trozo de papel rectangular de colores o los millones de pixeles que le dieron forma a ese niño en nuestra pantalla, fue capaz de hacernos reconsiderar todo lo que creíamos del mundo y pensábamos que podía pasar en él.
Me permito tomar prestada esta foto e idea de Eduardo Longoni, gran reportero gráfico argentino:

Es la cámara apagada en memoria del Aylan Kurdi, el niño sirio, ahogado en las playas de Turquía.
Y en homenaje a la fotografía de Nilüfer Demir que, con su cámara, abrió los ojos de millones de personas.
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