Leé el prólogo que escribió Sábato para el Nunca Más
En 1984 la primera edición del libro, de 40.000 ediciones, se agotó en una noche. En una edición de 2006, el kirchnerismo reemplazó el texto del prestigioso escritor por otro que elaboró la Secretaría de Derechos Humanos.
SIN RÚBRICA PERSONAL. Así se publicó el prólogo, en 1984. No llevaba la firma, pero quienes integraron la Conadep señalaron que fue Sábato quien redactó el texto. LA GACETA / FOTO DE DAVID CORREA
Este es el prólogo original que se publicó en 1984 y es atribuído a Ernesto Sábato, aunque no lleva su firma explícita:
"Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por
un terror que provenía tanto de la extrema derecha como de la extrema
izquierda, fenómeno que ha ocurrido en muchos otros países. Así aconteció en
Italia, que durante largos años debió sufrir la despiadada acción de las
formaciones fascistas, de las Brigadas Rojas y de grupos similares. Pero esa
nación no abandonó en ningún momento los principios del derecho para combatirlo,
y lo hizo con absoluta eficacia, mediante los tribunales ordinarios, ofreciendo
a los acusados todas las garantías de la defensa en juicio; y en ocasión del
secuestro de Aldo Moro, cuando un miembro de los servicios de seguridad le
propuso al General Della Chiesa torturar a un detenido que parecía saber mucho,
le respondió con palabras memorables: "Italia puede permitirse perder a
Aldo Moro. No, en cambio, implantar la tortura".
No fue de esta manera en nuestro país: a los delitos de los
terroristas, las Fuerzas Armadas respondieron con un terrorismo infinitamente
peor que el combatido, porque desde el 24 de marzo de 1976 contaron con el
poderío y la impunidad del Estado absoluto, secuestrando, torturando y
asesinando a miles de seres humanos.
Nuestra Comisión no fue instituida para juzgar, pues para
eso están los jueces constitucionales, sino para indagar la suerte de los
desaparecidos en el curso de estos años aciagos de la vida nacional. Pero,
después de haber recibido varios miles de declaraciones y testimonios, de haber
verificado o determinado la existencia de cientos de lugares clandestinos de
detención y de acumular más de cincuenta mil páginas documentales, tenemos la
certidumbre de que la dictadura militar produjo la más grande tragedia de
nuestra historia, y la más salvaje. Y, si bien debemos esperar de la justicia
la palabra definitiva, no podemos callar ante lo que hemos oído, leído y
registrado; todo lo cual va mucho más allá de lo que pueda considerarse como
delictivo para alcanzar la tenebrosa categoría de crímenes de lesa humanidad.
Con la técnica de la desaparición y sus consecuencias, todos los principios
éticos que las grandes religiones y las más elevadas filosofías erigierona lo
largo de milenios de sufrimientos y calamidades fueron pisoteados y
bárbaramente desconocidos.
Son muchísimos los pronunciamientos sobre los sagrados
derechos de la persona a través de la historia y, en nuestro tiempo, desde los
que consagró la Revolución Francesa hasta los estipulados en las Cartas Universales
de Derechos Humanos y en las grandes encíclicas de este siglo. Todas la
naciones civilizadas, incluyendo la nuestra propia, estatuyeron en sus
constituciones garantías que jamás pueden suspenderse, ni aun en los más
catastróficos estados de emergencia: el derecho a la vida, el derecho a la
integridad personal, el derecho a proceso; el derecho a no sufrir condiciones
inhumanas de detención, negación de la justicia o ejecución sumaria.
De la enorme documentación recogida por nosotros se infiere
que los derechos humanos fueron violados en forma orgánica y estatal por la
represión de las Fuerzas Armadas. Y no violados de manera esporádica sino
sistemática, de manera siempre la misma, con similares secuestros e idénticos
tormentos en toda la extensión del territorio. ¿Cómo no atribuirlo a una
metodología del terror planificada por los altos mandos? ¿Cómo podrían haber
sido cometidos por perversos que actuaban por su sola cuenta bajo un régimen
rigurosamente militar, con todos los poderes y medios de información que esto
supone? ¿Cómo puede hablarse de "excesos individuales"? De nuestra
información surge que esta tecnología del infierno fue llevada a cabo por
sádicos pero regimentados ejecutores. Si nuestras inferencias no bastaran, ahí
est3an las palabras de despedida pronunciadas en la Junta Interamericana de
Defensa por el jefe de la delegación argentina, General Santiago Omar Riveros,
el 24 de enero de 1980: "Hicimos la guerra con la doctrina en la mano, con
órdenes escritas de los Comandos Superiores". Así, cuando ante el clamor
universal por los orrores perpetrados, miembros de la Junta Militar deploraban
los "excesos de la represión, inevitables en una guerra sucia",
revelaban una hipócrita tentativa de descargar sobre subalternos independientes
los espantos planificados.
Los operativos de secuestro manifestaban la precisa
organización, a veces en los lugares de trabajo de los señalados, otras en
plena calle y a la luz del día, mediante procedimientos ostensibles de las
fuerzas de seguridad que ordenaban "zona libre" a las comisarías
correspondientes. Cuando la víctima era buscada de noche en su propia casa,
comandos armados rodeaban la manzana y entraban por la fuerza, aterrorizaban a
padres y niños, a menudo amordazándolos y obligándolos a presenciar los hechos,
se apoderaban de la persona buscada, la golpeaban brutalmente, la encapuchaban
y finalmente la arrastraban a los autos o camiones, mientras el resto del
comando casi siempre destruía o robaba lo que era transportable. De ahí se
partía hacia el antro en cuya puerta podía haber inscriptas las mismas palabras
que dante leyó en los portales del infierno: "Abandonad toda esperanza,
los que entráis".
De este modo, en nombre de ls seguridad nacional, miles y
miles de seres humanos, generalmente jóvenes y hasta adolescentes, passaron a
integrar una categoría tétrica y fantasmal: la de los Desaparecidos. Palabra
-¡triste privilegio argentino!- que hoy se escribe en castellano en toda la
prensa del mundo.
Arrebatados por la fuerza, dejaron de tener presencia civil.
¿Quiénes exactamente los habían secuestrado? ¿Por qué? ¿Dónde estaban? No se
tenía respuesta precisa a estos interrogantes: las autoridades no habían oído
hablar de ellos, las cárceles no los tenían en sus celdas, la justicia los
desconocía y los habeas corpus sólo tenían por contestación el
silencio. En torno de ellos crecía un ominoso silencio. Nunca un secuestrador
arrestado, jamás un lugar de detención clandestino individualizado, nunca la
noticia de una sanción a los culpables de los delitos. Así transcurrían días,
semanas, meses, años de incertidumbres y dolor de padres, madres e hijos, todos
pendientes de rumores, debatiéndose entre desesperadas expectativas, de
gestiones innumerables e inútiles, de ruegos a influyentes, a oficiales de
alguna fuerza armada que alguien les recomendaba, a obispos y capellanes, a comisarios.
La respuesta era siempre negativa.
En cuanto a la sociedad, iba arraigándose la idea de la
desprotección, el oscuro temor de que cualquiera, por inocente que fuese,
pudiese caer en aquella infinita caza de brujas, apoderándose de unos el miedo
sobrecogedor y de otros una tendencia consciente o inconsciente a justificar el
horror: "Por algo será", se murmuraba en voz baja, como queriendo así
propiciar a los terribles e inescrutables dioses, mirando como apestados a los
hijos o padres del desaparecido. Sentimientos sin embargo vacilantes, porque se
sabía de tantos que habían sido tragados por aquel abismo sin fondo sin ser
culpables de nada; porque la lucha contra los "subversivos", con la
tendencia que tiene toda caza de brujas o de endemoniados, se había convertido
en una represión demencialmente generalizada, porque el epíteto subversivo
tenía un alcance tan vasto como imprevisible. En el delirio semántico,
encabezado por calificaciones como "marxismo-leninismo",
"apátridas", "materialistas y ateos", "enemigos de los
valores occidentales y cristianos", todo era posible: desde gente que
propiciaba una revolución social hasta adolescentes sensibles que iban a
villas-miseria para ayudar a sus moradores. Todos caían en la redada:
dirigentes sindicales que luchaban por una simple mejora de salarios, muchachos
que habían sido miembros de un centro estudiantil, periodistas que no eran
adictos a la dictadura, psicólogos, y sociólogos por pertenecer a profesiones
sospechosas, jóvenes pacifistas, monjas y sacerdotes que habían llevado las
enseñanzas de Cristo a barriadas miserables. Y amigos de cualquiera de ellos, y
amigos de esos amigos, gente que había sido denunciada por venganza personal y por
secuestrados bajo tortura. Todos en su mayoría inocentes de terrorismo o
siquiera de pertenecer a los cuadros combatientes de la guerrilla, porque éstos
presentaban batalla y morían en el enfrentamiento o se suicidaban antes de
entregarse, y pocos llegaban vivos a manos de los represores.
Desde el momento del secuestro, la víctima perdía todos los
derechos; privada de toda comunicación con el mundo exterior, confinada en
lugares desconocidos, sometida a suplicios infernales, ignorante de su destino
mediato o inmediato, susceptible de ser arrojada al río o al mar, con bloques
de cemento en sus pies, o reducida a cenizas; seres que sin embargo no eran
cosas, sino conservaban atributos de la criatura humana: la sensibilidad para
el tormento, la memoria de su madre o de su hijo o de su mujer, la infinita
vergüenza por la violación en público; seres no sólo poseídos por esa infinita
angustia y ese supremo pavor, sino, y quizás por eso mismo, guardando en algún
rincón de su alma algina descabellada esperanza.
De estos desamparados, muchos de ellos apenas adolescentes,
de estos abandonados por el mundo hemos podido constatar cerca de nueve mil.
Pero tenemos todas las razones para suponer una cifra más alta, porque muchas
familias vacilaron en denunciar los secuestros por temor a represalias. y aún
vacilan por temor a un resurgimiento de estas fuerzas del mal.
Con tristeza, con dolor hemos cumplido la misión que nos
encomendó en su momento el Presidente Constitucional de la República. Esa labor
fue muy ardua, porque debimos recomponer un tenebroso rompecabezas, después de
muchos años de producidos los hechos, cuando se han borrado deliberadamente
todos los rastros, se ha quemado toda documentación y hasta se han demolido
edificios. Hemos tenido que basarnos, pues, en las denuncias de los familiares,
en las declaraciones de aquellos que pudieron salir del infierno y aun en los
testimonios de represores que por oscuras motivaciones se acercaron a nosotros
para decir lo que sabían.
En el curso de nuestras indagaciones fuimos insultados y
amenazados por los que cometieron los crímenes, quienes lejos de arrepentirse,
vuelven a repetir las consabidas razones de "la guerra sucia", de la
salvación de la patria y de sus valores occidentales y cristianos, valores que
precisamente fueron arrasados por ellos entre los muros sangrientos de los
antros de represión. Y nos acusan de no propiciar la reconciliación nacional,
de activar los odios y resentimientos de impedir el olvido. pero no es así: no
estamos movidos por el resentimiento ni por el espíritu de venganza; sólo
pedimos la verdad y la justicia, tal como por otra parte las han pedido las
iglesias de distintas confesiones, entendiendo que no podrá haber
reconciliación sino después del arrepentimiento de los culpables y de una justicia
que se fundamente en la verdad. Porque, si no, debería echarse por tierra la
trascendente misión que el poder judicial tiene en toda comunidad civilizada.
Verdad y justicia, por otra parte, que permitirán vivir con honor a los hombres
de las fuerzas armadas que son inocentes y que, de no procederse así, correrían
el riesgo de ser ensuciados por una incriminación global e injusta. Verdad y
justicia que permitirán a esas fuerzas considerarse como auténticas herederas
de aquellos ejércitos que, con tanta heroicidad como pobreza, llevaron la
libertad a medio continente.
Se nos ha acusado, en fin, de denunciar sólo una parte de
los hechos sangrientos que sufrió nuestra nación en los últimos tiempos,
silenciando los que cometió el terrorismo que precedió a marzo de 1976, y
hasta, de alguna manera, hacer de ellos una tortuosa exaltación. Por el
contrario, nuestra Comisión ha repudiado siempre aquel terror, y lo repetimos
una vez más en estas mismas páginas. Nuestra misión no era la de investigar sus
crímenes sino estrictamente la suerte corrida por los desaparecidos,
cualesquiera que fueran, proviniesen de uno o de otro lado de la violencia. Los
familiares de las víctimas del terrorismo anterior no lo hicieron, seguramente,
porque ese terror produjo muertes, no desaparecidos. Por lo demás el pueblo
argentino ha podido escuchar y ver cantidad de programas televisivos, y leer
infinidad de artículos en diarios y revistas, además de un libro entero
publicado por el gobierno militar, que enumeraron, describieron y condenaron
minuciosamente los hechos de aquel terrorismo.
Las grandes calamidades son siempre aleccionadoras, y sin duda el más terrible drama que en toda su historia sufrió la Nación durante el período que duró la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 servirá para hacernos comprender que únicamente la democracia es capaz de preservar a un pueblo de semejante horror, que sólo ella puede mantener y salvar los sagrados y esenciales derechos de la criatura humana. Únicamente así podremos estar seguros de que NUNCA MÁS en nuestra patria se repetirán hechos que nos han hecho trágicamente famosos en el mundo civilizado".
Denuncia y polémica
En 2012, Magdalena Ruiz Guiñazú –que fue parte de la
Conadep- denunció censura en el libro emblemático de los derechos humanos. La
periodista dijo que el Gobierno kirchnerista borró la firma de Ernesto
Sábato del Informe "Nunca Más", elaborado por la Comisión
Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) que editó la editorial
Eudeba (Universidad de Buenos Aires).
Sin embargo, desde Eudeba –la editorial que se encargó de la publicación del texto ícono de los derechos humanos en Argentina- desmintieron que se haya modificado el texto introductorio original: "El único cambio que hubo fue en la edición del 30º aniversario, cuando se agregó un prólogo de la Secretaría de Derechos Humanos sin quitar el anterior. El prólogo del 'Nunca Más' no está firmado porque salió del trabajo colectivo de la Conadep. Que Ruiz Guiñazú desconozca esto, habiendo sido parte de la comisión, es tremendo", disparó el coordinador de prensa de la compañía, Guillermo Halpern.
La polémica se revivó el sábado pasado, cuando se inauguró en Buenos Aires una muestra sobre el Nunca Más. El conferencista invitado fue nada menos que el fiscal
del juicio a las Juntas Militares, Julio César Strassera, quien al tomar la palabra le recriminó
al Gobierno haber reemplazado el prólogo del “Nunca Más” que redactó Ernesto
Sábato por una versión propia de los trágicos episodios de los años 70, escrita por la Secretaría de Derechos Humanos. Strassera
recordó que el informe del organismo, conocido como el Nunca Más, fue la base
de proceso judicial contra los represores.
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