Poesía: corazón de la literatura

Le toca a ella, que fluye por debajo de los demás géneros como de contrabando, irradiar. Aunque emplea palabras, no las dice, las irradia, está más allá de ellas, las hace sentir. Contagia su significado y la atmósfera de su significado. Expande su misterio sin profanarlo.

28 Ene 2018
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Cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan

se yergue como una cobra el canto ardiente del orgullo

la errónea maravilla de sus noches de amor

las constelaciones pasionales

los arrebatos de un indómito viaje sus risas a través de las piedras

sus plegarias y cóleras

sus dramas de secretas injurias enterradas

sus maquinaciones perversas las cacerías y disputas

el oscuro relámpago humano que aprisionó un instante el furor

de sus cuerpos con el lazo fulmíneo de las antípodas

los lechos a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños

la mirada de pulpo de la memoria

los estremecimientos de una vieja leyenda cubierta de pronto con la palidez de la tristeza y todos los gestos del abandono (…)

y queda atrás el halo de la lámpara

el dormitorio arrasado por la vehemencia del verano

y el remolino de las hojas sobre las sábanas vacías

y una vez más una zarpa de fuego se apoya en el corazón de su presa

en este Nuevo Mundo confuso abierto en todas direcciones

donde la furia y la pasión se mezclan al polen del Paraíso

y otra vez la tierra despliega sus alas y arde de sed intacta y sin raíces

cuando un hombre y una mujer que se han amado se separan.

Muchos lectores habrán podido reconocer este fragmento del poema Alta marea, de Enrique Molina. ¿Me equivoco al pensar que en ningún otro género literario que no sea la poesía podría expresarse de manera tan honda y esencial aquello que acontece cuando un hombre y una mujer que se han amado, se separan, como dice su primer verso?

Como podemos imaginar y también recordar fácilmente, el tema ha sido y será abordado desde todos los géneros literarios, pero en ninguno, en mi opinión, se logrará esa plenitud expresiva que es propia de la poesía.

Se trata de una cuestión que atraviesa todos los temas, asuntos, situaciones y vivencias que atañen a la escritura literaria y, por supuesto, a la vida: la poesía fue, es y será siempre su corazón, su centro, su núcleo, la base desde la cual fluyen la diversidad de sus vertientes.

Sin embargo, afirmar su primacía no equivale en absoluto a desmerecer el esplendor y la gloria de los géneros derivados: la narrativa, el teatro, y las diferentes formas de la prosa; al contrario. Todas ellas, desde luego en la singularidad de sus diversas modalidades, comparten un origen vivo, nutriente, radiante, expansivo, una filiación materna, que es la poesía.

Lo expresa Leopoldo Marechal muy bien cuando dice, citando a Aristóteles: “todos los géneros, son géneros de la poesía”.

¿A qué filiación materna me refiero? ¿A qué primacía nodal, a qué “grito primario” o base aludo respecto de la poesía?

Cada género tiene su peculiaridad: dicho esquemáticamente, el cuento narra una idea y la despliega en una historia, en un acontecimiento; la novela refleja un mundo autónomo y da vida a personajes, situaciones y episodios. Pero le toca a la poesía, que fluye por debajo de los demás géneros como de contrabando, irradiar. Aunque emplea palabras, no las dice, las irradia, está más allá de ellas, las hace sentir. Contagia su significado y la atmósfera de su significado. Expande su misterio sin profanarlo. Es la Divina Madre y la dimensión divina, en el sentido místico, de la literatura: no la leemos sino que nos ponemos a su lado dejándonos acunar, bendecir por ella, sugestionándonos, exponiéndonos a sus vibraciones. La lectura que corresponde a la poesía es del orden de una nana, remite a un vínculo incestuoso, a una relación materno filial. Al mundo antes del mundo, a la existencia inhóspita que nos espera a la salida del útero materno, la fragmentación de la separatividad, la expulsión del Paraíso, al ámbito donde que “nace la pena”, como dice el soneto del Amor Navegante de Leopoldo Marechal:

Porque no está el Amado en el Amante

Ni el amante reposa en el amado,

Tiende Amor su velamen castigado

Y afronta el ceño de la mar tonante.

Llora el Amor en su Navío errante

Y a la tormenta libra su cuidado,

Porque son dos: Amante desterrado

Y amado con perfil de navegante.

Si fuesen uno, Amor, no existiría

Ni llanto ni bajel ni lejanía,

Sino la beatitud de la azucena.

¡Oh, amor sin remo en la Unidad gozosa!

¡Oh, círculo apretado de la rosa!

Con el número Dos nace la pena.

Y aunque celebramos la existencia de una espléndida poesía ensayística -pensemos en Holderling y en Auden, o en Girri y en Murena, entre nosotros- la poesía sigue siendo lo opuesto al intelectualismo racional -“el pensamiento no ha cantado jamás”, escribió Machado-, y representa la contracara de lo explícito. La poesía es, ante todo, alusión, sugerencia, atisbo, eco. La mente interviene apenas en su proceso creativo; es al corazón a quien llama a su juego. Por eso, como ocurre en el ámbito de la pintura, (y en tantos otros del arte y los artistas donde esa disociación es frecuente), existen maravillosos poetas salvajes, de una notoria simpleza intelectual, y sin embargo admirables, pioneros, revolucionarios de la poesía. De ellos se dice -al contrario de los “políticamente correctos” y canonizados por las Academias y las antologías- que están “más cerca de la sangre que de la tinta”.

Fue el caso de Walt Whitman, entre muchos otros, cuya novedad, cuya ineditez libertaria y desaforada escandalizó aún a los mejores escritores y críticos de la época -Henry James en primer lugar- y le negaron la bienvenida no sólo entre el círculo de los poetas verdaderos sino también, y para qué decir, en el Parnaso de los grandes. La poesía, que, como me dijo Girri un día en un reportaje, de por sí es ontológicamente clandestina, exiliada. Y en estos casos tantas veces emblemáticos, en vida, les valió a sus cultores el exilio del exilio. La clandestinidad de la clandestinidad.

Tal vez eso sea en un sentido hasta justo y necesario, para decirlo evangélicamente. La poesía es la bruja que libera y delata el delirio fundamental de la existencia, jibarizado, amordazado por el orden prosaico instaurado; aquello que Marechal llamó “la ratonera de la vida ordinaria”. Y así, liberándonos como en la escena transgresora del Quijote en que él suelta a los presos, nos desencadena de la siniestra opresión de lo cotidiano, de la sórdida ceguera de la rutina, y se multiplica en centros místicos que, a partir de sí mismos y de su propia energía, se transforman y crecen hasta ocupar el mundo nuevo. En su alquimia los objetos gastados entran en incandescencia, en lo que el hinduismo llama samadi, en el nirvana de los budistas.

Vehículo espiritual

Que la poesía es divina lo prueba el hecho de que los grandes maestros espirituales y las sagradas escrituras de todos los tiempos la eligieron como vehículo, como médium, como el lenguaje idóneo para sus enseñanzas.

Tal vez debamos a la metáfora, corazón a su vez de la poesía, esta divinización.

Jesús, por ejemplo, para enseñar la primacía del espíritu, en lugar de exponerlo así, didácticamente, optó por una metáfora: “No sólo de pan vive el hombre”. Y en lugar de explicaciones o sermones, habló en parábolas.

Y así, para referir la eternidad del camino del que El era “la verdad y la vida”, dijo: “El cielo y la tierra pasarán pero mi palabra no pasará”.

Para advertir la conciencia potencialmente divina pero velada, de la condición humana: “Vosotros sois la sal de la tierra”. Y poetizó de mil modos: “El mal no es lo que entra en la boca del hombre, sino de lo que sale de ella”.

El Sermón de la Montaña, que a todos nos alcanza y transporta es uno de los mejores poemas de la historia:

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consuelo.

Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán la misericordia.

Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios”.

Y qué decir de los Salmos, o del Cantar de los Cantares.

Ahora bien: no caigamos en el error asimétrico, romántico y cursi que atribuye a los poetas una jerarquía desmedida y de culto, una suerte de casta brahamánica, que en definitiva sólo contribuye a colocar a la poesía en un altar y sentirla arriba y afuera, en una veneración que la desdibuja y empobrece. La verdadera poesía nos pide un trato de igual a igual, de pares. Quiere de nosotros esa familiaridad que caracteriza a los mejores poemas. Que se respira en aquellos que Rilke celebraba como “necesarios”, y que los distingue a la legua de los convencionales, atados a paradigmas de lo “prestigioso poético”, adscriptos a los cánones estetizantes y cenicientos de la inercia áulica. Porque la poesía, en la polisemia de sus mil nombres, es libertad. Libertad total, ruptura con todo tipo de ataduras; es reinvención de la vida y del idioma, tergiversación, interpelación, tanteo, parricidio, búsqueda, traición, delirio, ahistoria, grito primal, trasgresión, escándalo. Los poetas son adanes cuya misión es nombrar las cosas siempre de nuevo, en virtud de un dinamismo tantálico que le es propio. Los poetas son bautistas y nuncios, candidatos al sacrificio y a la ininteligibilidad, réprobos. Un día, como Rimbaud, sentarán a la belleza en sus rodillas y la encontrarán amarga y la injuriarán, de modo que la negarán desdiciéndose: “decir es desdecirse”. Ellos son videntes y clarividentes y por eso se les llama vates, pero en lo personal a destiempo, visionarios de un porvenir que es siempre póstumo.

La poesía no es sólo el corazón de la literatura. Como la imaginación según Santa Teresa, es la loca de la casa, la enajenada, la desquiciada, el extrañamiento en estado puro. Y también el gran oráculo, la anciana sabia y la referente mayor de los investigadores de la psique: Freud, Jung, Adler, Piaget, Bandura, Festinger, Rogers, Allport, Thorndike, Maslow, Winnicott, Lacan, Hellinger.

Y todos los descubridores del Inconciente, los Arquetipos, las sombras, la falta, la necesidad de ser reconocidos y amados; los pioneros, en fin, que nos vienen facilitando la introspección y la expansión, ellos abrevaron en Shakespeare, en Kafka, en Dante, en Dostoievsky, en Proust, en Baudelaire, en William Blake, en Camus, entre tantos otros. En la Biblia, el Talmud, el Corán, y por supuesto, en el Bahagavad Gita.

Mucho antes y tanto más a fondo que en los manuales científicos al uso, del tipo de las “Instrucciones generales para curarse del cólera morbo epidérmico” de Mateo Seine; de “Los aforismos y sentencias” de Hipócrates o de “La extracción de la piedra de la locura”. La poesía es, pues, el corazón de la literatura. Y de la vida misma.

© LA GACETA

Fernando Sánchez Sorondo - Escritor.

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