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La rebelión de los lenguajes

"Tengo la esperanza de que las políticas y el deseo vayan corrigiendo estos horrores del lenguaje que habitamos y podamos enmendar el daño que nos han hecho para recuperar aquellos territorios de los cuales jamás deberíamos haber sido expulsadas", dice la escritora y teórica literaria Elena Bossi
14 Ene 2020
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Por Elena Bossi (*)

Cuando me pidieron que diera una charla para unas jornadas, tituladas “LENGUA, TERRITORIO Y DIVERSIDAD CULTURAL EN LA REGIÓN DEL NORTE GRANDE”, vino a mi mente enseguida una entrevista radial en la que escuché al querido maestro Raúl Dorra decir que él habitaba en el lenguaje.

Sabemos que la lengua -y aquí ya establezco un recorte-, es un lugar; pero era la primera vez que escuchaba a alguien decirlo de ese modo y este recuerdo me hizo pensar que yo era una inmigrante que desde mi patria de origen: un italiano antiguo, algo avejentado por el aislamiento de mi familia en la Argentina, había ido construyendo otra patria elegida, la de un castellano vital que al principio tuvo las características de los barrios porteños y después fue adoptando muchas de Jujuy con sus sustratos previos a la colonia, las jergas de les más jóvenes, el humor particular de la región,  la tonada del esdrújulo.

Escuché y asimilé fascinada los diminutivos vanguardistas, las variables de otra sintaxis y tantos aspectos que asocié con la escritura que más me había conmovido en mis años de estudiante de Letras, la escritura de José María Arguedas, en especial la de su novela, Los ríos profundos de la que siempre recordaré este fragmento:

“Huyendo de parientes crueles pedí misericordia a un ayllu que sembraba maíz en la más pequeña y alegre quebrada que he conocido. Espinos de flores ardientes y el canto de las torcazas iluminaban los maizales. Los jefes de familia y las señoras, mamakunas de la comunidad, me protegieron y me infundieron la impagable ternura en que vivo”

“La impagable ternura en que vivo”. En verdad, si podemos darnos el lujo de vivir en la ternura es un hecho impagable.

Imaginemos esa alegre comunidad como la lengua y su latido y el modo en que nos conforma, nos modela, nos brinda ciertas características, -la ternura en este caso-; a la vez que nos protege – aquí, de la crueldad.

Habitar un lenguaje es tener un techo que nos cuida de la intemperie, es buscar refugio y encontrarlo.

Cuando llegué a Jujuy por primera vez, en los años ’80 me interesé en la lengua quechua y quise aprenderla; pero no había instituciones que impartieran este saber. Podía aprender inglés, francés, italiano, pero no había quién enseñara quechua y cuando encontraba a alguien que hablaba quechua o aimara, existía una gran resistencia primero a reconocer ese saber y después a querer transmitirlo.

En aquellos años, principios de los ’80, di clases en la Escuela Normal a grupos de futuros maestros y la idea que tenían la mayoría de los asistentes era extremadamente colonial, les alumnes decían que el quechua debía erradicarse, que era una suerte de dialecto degradado que había que combatir.

Hoy, afortunadamente, la mayoría de las personas acuerdan en que las lenguas de todos los pueblos son importantes y deben ser transmitidas.  También existen algunas instituciones en que podemos aprender lenguas originarias; pero creo que todavía no tenemos en la facultad y en los profesorados, cátedras de quechua, aimara y otras lenguas regionales como existen de inglés y francés.

Sueño que algún día eso ocurra. Sueño que las lenguas regionales se impartan en las escuelas para poder habitar en ellas.

Me gustaría leerles un testimonio recogido en el libro Azotar el aire”, editado por la Secretaría de Extensión de la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales en 2017 a partir de la diplomatura sobre oralidad y escritura que realizamos ese año:  el siguiente testimonio es de Rosa Mendoza y recopilaron y escribieron este caso María Paula Díaz, Isabel del Valle Zarate, Laura Gabriela Fernandez y María Helena Subelza.

Yo me llamo Rosa Mendoza, tengo cincuenta y un años. Nací en Bolivia y vivía en el campo, en Norsinte, San Lucas.

Me acuerdo cuando iba a la escuela, a los siete u ocho años porque antes de esa edad no podíamos: teníamos que caminar mucho, cruzar ríos y montañas.

En la escuela aprendíamos a hablar castellano. Recién aprendíamos a escribir a esa edad:  las rayas, los círculos y después el abecedario.

En esa época, la primaria comenzaba con primer grado.

En la escuela nos obligaban a hablar castellano, pero nosotros teníamos vergüenza porque solo hablábamos quechua. A veces pronunciábamos mal algunas palabras y todos se reían. Por eso preferíamos no hablar.

Los profesores eran exigentes, nos corregían constantemente porque solo hablábamos en quechua e insistían que debíamos hacerlo en castellano. Y ¿sabés que hacíamos nosotros? Nos quedábamos calladitos, mudos durante toda la clase. Y cuando salíamos al recreo, entre nosotros, hablábamos en quechua para que no nos escuchara nadie, pero cuando entrábamos al aula: todos calladitos.

Ahí éramos todos tímidos y pobres, por eso era...

Luego terminé la primaria, en esa época era hasta quinto grado.

Entonces volví a mi casa a cuidar los animales, a pastear las ovejas y así todos los días.

Pasaron dos, tres años y ya uno se olvida de lo que aprendió en la primaria: como no practicaba. Me olvidé.”

            Según los datos que recopilé en algunos sitios educativos del mundo, el 40% de la población mundial no recibe enseñanza en una lengua que hable o entienda.

            La Convención sobre los Derechos de Niño, así como  la Declaración Universal sobre la Diversidad Cultural de 2001 manifiestan que la enseñanza de les niñes en un idioma que entienden resulta en un mejor aprendizaje.

Las barreras lingüísticas agravan otras desigualdades de modo que los sistemas monolingües promueven desventajas educativas.

Esto se ha reconocido desde hace algunas décadas, sin embargo, nuestras escuelas no implementan todavía la enseñanza bilingüe de las lenguas de este territorio como obligatoria. Las lenguas permanecen divididas luchando entre ellas en vez de convivir enriqueciéndonos.

Así ocurre también en varios países de nuestro continente y de otros.

         En 2007, conocí al escritor y periodista de Kenia, Peter Kimani, que, alfabetizado en inglés, comenzó a escribir algunos poemas en la lengua nativa de su aldea porque su madre no podía leer los libros que él tenía publicados.

         La lengua establece diferencias culturales de toda índole y claro, diferencias de género.

Una de las amigas más entrañables que tuve en Jujuy fue Jesús Ofelia Acho.

Una vez, Ofelia me pidió que la ayudara a escribir acerca de su vida:  ella deseaba dejar sentado que su hermana mayor había puesto la casa materna a su propio nombre, borrando a mi amiga de la escritura. La historia de vida se publicó en un libro que compiló el Dr. Daniel Santamaría titulado Jujuy, arqueología, historia, economía y sociedad.

Algunos años después de que Ofelia tuviera en sus manos la publicación, falleció y pocos meses después de la muerte de Ofelia, una mujer llamó a la puerta de mi casa pidiendo un ejemplar de ese libro.  Era la hermana de Ofelia que al mejor estilo de los personajes en busca de autor de Pirandello venía a reclamarme que ella, esa hermana,  había sido borrada de la historia de vida.

Sin saberlo, yo había sido parte de una venganza, borrando, no ya de la escritura de la casa sino de otra escritura, la del libro, a la hermana de Ofelia que ya no habitaría allí. Al no ser mencionada, ella sentía que había desaparecido de la historia.  Ya no tenía un lugar, un territorio.

Creo que algo semejante a esta supresión ha ocurrido con las mujeres en la historia, las mujeres fuimos borradas de la escritura de la historia de las batallas, de las artes, de las ciencias y el lenguaje no nos permite habitar en todos los lugares en los que deberíamos estar; tal vez por eso la lucha feminista se afana en la búsqueda de un lenguaje inclusivo: para poder tener un territorio, para pertenecer, necesitamos que haya “mineras”, “soldadas”, “presidentas” de otro modo, continuaremos siendo inmigrantes ilegales de ciertos lugares y solo se nos reconocerá como “sirvientas” del mundo.

Entre las varias anécdotas, Ofelia me contó de su vida en mina El Aguilar. Allí, en los socavones, trabajaban mujeres de Bolivia, las palliris que bajaban en los camiones llenos de bolsas de mineral. Cada palliri arriba de sus bolsas y arriba de las cabinas.

iban estas mujeres trepadas y Ofelia me decía que las polleras parecían las alas del elefante.  Ofelia sabía muy bien que los elefantes no tenían alas, pero ella pintaba la escena para mí, para que yo pudiese verla mejor.

Ofelia construyó para mí ese lugar de las minas habitado por tantas mujeres invisibles y lo llenó de colores y de movimiento con esa comparación. Hizo posible que habitara el espacio que ella iba contando e hizo que pensara en la divinidad que se nos arrebató.

Una vez en que me sentía particularmente feliz, me dije: "Me siento una diosa".

Al momento me di cuenta de que si un varón decía "Me siento un dios" no habría habido duda alguna de que se refería a la divinidad. Algo equivalente a decir sublime, feliz, completo. Pero si lo digo yo, en femenino, tengo que aclarar que no estoy hablando del aspecto físico y no estoy segura, tampoco, de que explicar más, quizás algo como: "Me siento una diosa del Olimpo" termine de aclarar que no se trata de belleza física. Tampoco serviría decir "divina".

El lenguaje nos arrebató la divinidad, la posibilidad de sentirnos diosas en tanto únicas, maravillosas, felices y plenas.

Expresar una percepción de lo sublime se complica en femenino y, por lo tanto, ese territorio resulta vedado.

El lenguaje fue bastardeado y nos dejó un simulacro de divinidad, una miserable belleza exterior.

Me gustaría recuperar la palabra para mí, para todas y poder decirles que cuando sale el sol y se filtra por la ventana y el día es pura posibilidad, me siento feliz, me siento una diosa y que todes entiendan que me refiero a una experiencia de armonía interior.

Creo que ahora, uno de los trabajos más sutiles y a la vez más importantes que espera al feminismo es este de recuperar los territorios de los cuales hemos sido expulsadas por el lenguaje que siempre resulta patriarcal.

Se trata de un trabajo lento, minucioso, que debemos realizar en la escritura, en la reflexión, en la literatura, en la academia, en el mercado.

Es un esfuerzo de recuperación de la memoria semejante al que realiza la gente mayor cuando percibe que pierde recuerdos y atesora las palabras.

Mi mama, muy grande ya, suele llamarme por teléfono en las mañanas para preguntar palabras que olvida. Percibe que el lenguaje se va alejando para ella, el lenguaje y esa nuestra lengua que nos precede, nos conforma, nos hace lo que somos, nos modela, modela nuestra forma y eso tan extraño que llamamos realidad. Creo que mamá sospecha que si el lenguaje la abandonara, quedaría a la intemperie, vulnerable, en la más terrible orfandad.

Cuando era chica, tal vez por mi bilingüismo, pasaba mucho tiempo reflexionando sobre las palabras: ¿Por qué en italiano se decía "sorella" y "fratello" y en castellano se solucionaba el asunto cambiando una terminación: "hermana/o"? ¿Por qué no había una "Sorella/o" y un "Fratello/a". ¿Por qué en castellano, los plurales se formaban agregando una "s" y en italiano había que cambiar las vocales según se tratara de femeninos o masculinos y además había excepciones?

Otras veces repetía infinitamente la misma palabra "porta", "porta", "porta" enamorada de la secuencia de los sonidos, buscando secretos en el ritmo, cambiando las alturas y los tonos y entonces intuía en la versión castellana "puerta", oscuros recorridos, posibles reglas que no estaban a mi alcance. Las palabras se parecían y eran diferentes. Las lenguas mostraban mundos diversos en los cuales “mariposa” y “farfalla” no se correspondían exactamente.  Había, en cada lengua, un aleteo diferente.

Las palabras, así sueltas, eran inquietantes: no como cuando las usaba todos los días para comunicarme, porque en lo cotidiano, esas palabras eran inofensivas; pero si las aislaba de sus contextos y las desmenuzaba y las repetía sin pensar en sus referentes, se volvían peligrosas, fascinantes agujeros negros que atraían hacia el abismo. Por supuesto, no conocía a Paul Valéry y su hermoso ejemplo de los tablones del puente colgante; pero la infancia nos vuelve lingüistas y poetas, y esos saberes, que perdemos al crecer, permanecen latentes en alguna parte de nosotras para salir a flote en momentos inesperados.

Valéry comparaba las palabras con esas tablas desvencijadas y avejentadas por el uso que debemos pasar con rapidez y ligereza a través de los puentes antiguos. Si una se detuviera a saltar sobre cada una de esas tablas, probablemente caería al abismo. Así, nos acostumbramos a hablar con ligereza sin preguntarnos demasiado por cada cosa que decimos; pero los cambios sociales nos demandan. Es necesario ahora arriesgarnos y detenernos en cada palabra para desmenuzarla. Es necesario también preguntarnos por qué, el lenguaje inclusivo genera tanta aversión, no digamos en ambientes profanos, sino también en ambientes que por su misma actividad conocen perfectamente bien la fuerza de modelización del lenguaje sobre la realidad.  

Ahora, en estas preguntas cotidianas de mi mamá acerca de las palabras, intuyo un movimiento semejante al de la niñez. Quizás se trata de otro aprender, una búsqueda de la memoria que se percibe a sí misma frágil y trata de retener esas voces misteriosas que se borran o se pierden en vaya a saber qué circunvalaciones.

Imagino esas palabras como las notas de un concierto que se dispersan al final.

Dicen que los sonidos no desaparecen, sino que se alejan como las ondas en el agua y así me parece que esas palabras que van acercándose cuando sos chica, ahora, se alejan de mamá y ella las retiene así, una por una, sumergiéndose en esas aguas espesas para respirar mejor.

Nos corresponde entonces recorrer el doble camino, el del olvido y el de la recuperación de las palabras que conforman nuestra vida para apropiarnos otra vez de todos los lugares, los paisajes, los territorios de los cuales hemos sido expulsadas sin darnos cuenta.

Para recuperar el espacio perdido, es necesario pisar fuerte en el lenguaje que habitamos.

Recuerdo una escena de una película. Una mujer dice obscenidades y finge un orgasmo en el teléfono mientras cambia los pañales de un bebé y unos niños corretean alrededor de sus polleras. Se trata de un trabajo con el cual gana algún dinero, profiere palabras con ciertos jadeos para una línea caliente; pero su mirada distraída está muy lejos del sexo.

Su marido la observa cada tanto levantando la vista del diario. Cuando la llamada termina, acuestan a los niños y finalmente solos, marido y mujer se dirigen al dormitorio.

La conversación telefónica que sostuvo la mujer ha excitado al marido. Él comienza a hablar de sexo, quiere oír para él las cosas que su mujer dice con tanta maestría en su trabajo.

La mujer lo detiene en seco: ¿quiere hacer el amor o quiere hablar? Ella quiere tener sexo en silencio.

Se trata de una escena de “Ciudad de ángeles”, una película de Robert Altman, de los años ochenta, basada en algunos cuentos de Raymond Carver que Altman se divierte en cruzar en algún punto.

La escena parece sugerir que hablar de sexo excita a los hombres, pero a las mujeres nos resultaría indiferente. De hecho, parecería que los usuarios de las líneas calientes suelen ser hombres.

En contraposición con esta escena, escuché hace tiempo, una conversación entre adolescentes: se quejaban de que las mujeres requerían de muchas palabras para tener sexo. Tenemos una manera de decir en la Argentina: “hacer el verso” o “versear”, también se dice en lunfardo “chamuyar”.

El “chamuyo” y el “verso” serían necesarios, según el mito masculino, para que la mujer “ceda” (entre comillas).

En general, se habla de la sexualidad como un juego de intrigas según el cual, el hombre desearía atrapar a la mujer que, siempre según el mito creado por el lenguaje, huiría como una presa y sería ajena al deseo sexual. Según este lenguaje y por ende, según lo que se supone en algunas figuraciones de la “realidad”, los hombres disfrutarían y desearían tener sexo mientras que las mujeres no sentiríamos placer salvo en satisfacer el deseo ajeno.

En alguna parte debe de haberse instaurado un gran malentendido y el malentendido recorre nuestras vidas como moneda corriente del lenguaje y nos destierra así del sexo (que según la palabra debería ser algo que las mujeres no deseamos), como de la divinidad, como del amor (que parece ser una de las palabras que más inconvenientes e interpretaciones diferentes acarrea).

Al parecer, algunos de los aspectos más importantes de nuestras vidas fueron modelados por palabras erróneas, frases alteradas, sintaxis rotas que nos alejan del deseo, del placer, de la vida, de la divinidad.

Tengo la esperanza de que las políticas y el deseo vayan corrigiendo estos horrores del lenguaje que habitamos y podamos enmendar el daño que nos han hecho para recuperar aquellos territorios de los cuales jamás deberíamos haber sido expulsadas.

(*) Escritora, dramaturga. 

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