¿Qué sucedía en Salta, un 25 de Mayo de 1810?

El historiador Gregorio Caro Figueroa escribe esta columna recordando una ciudad diferente habitada por 5.000 personas. "A partir de 1810, y durante los siguientes quince años, Salta fue un campo donde se entrecruzaban dos tensiones", asegura.

25 May 2019
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SALTA AL PROMEDIAR EL SIGLO XIX. En 1854, el pintor Carlo Penuti ejecutó esta célebre imagen de la ciudad, vista desde la cima del cerro San Bernardo. FOTOS ARCHIVO LA GACETA

Por Gregorio A. Caro Figueroa (*)

Según José de Moldes, Salta fue la primera capital de Intendencia cuya decisión esperaron las ciudades que de ella dependían para adherir a la Primera Junta proclamada por los patriotas en Buenos Aires. "Su resolución fue heroica, ya que privó que muriese en su cuna la libertad".

Salta era entonces capital de la Intendencia de Salta del Tucumán, de la que dependían Santiago del Estero, Tucumán, Catamarca, Jujuy, Oran, Tarija y la subdelegación de la Puna. En 1778 se estableció aquí la sede de la Tesorería Real.

Se calcula que la ciudad de Salta tenía 5.000 habitantes, y que añadida la población rural reunía alrededor de 30.000 habitantes. La élite que gobernaba, tenía poder económico e instrucción, estaba compuesta por 2.000 personas: el 5% de su población total.

La ubicación geográfica de Salta condicionó no sólo su crecimiento y su comercio. También,  desde finales del siglo XVIII, durante y después de la Guerra de la Independencia, esa posición  influyó en su cambiante rumbo institucional y político.

José Luis Roca señaló que, a partir de 1809, gran parte del grupo  dirigente del Alto Perú no se inclinó por ninguno de los dos virreinatos: ni el que tenía sede en Lima, cara al Pacífico, ni con Buenos Aires,  sobre el Río de la Plata y, en medio de vacilaciones y dificultades, se propuso crear “un Estado nacional en Charcas”.

En el caso de Salta, capital de la vasta Intendencia de Salta del Tucumán durante la administración española, parte de su sociedad y de su elite gobernante, de acuerdo a las alternativas de la guerra, osciló entre la fidelidad a la corona española y la ruptura de los lazos con sus representantes en América.

A partir de 1810, y durante los siguientes quince años, Salta fue un campo donde se entrecruzaban dos tensiones. Por un lado, la procedente de la fortaleza realista de Lima. Por el otro, la que irradiaba el centro separatista de Buenos Aires. Ambas repercutían en los conflictos locales dentro y fuera de su Cabildo, afectando las relaciones sociales. 

A partir de 1810, y durante los siguientes quince años, Salta fue un campo donde se entrecruzaban dos tensiones.

Alguna vez Jorge Luis Borges dijo que, durante la Guerra de la Independencia, jugó sobre el mismo tablero simultáneamente con las fichas blancas y con las negras.  Sin embargo, esas fidelidades cambiantes no afectaron el núcleo duro de las convicciones y las fuerzas que, sin ambigüedades, lucharon por la independencia de España y de “toda dominación extranjera”.

Contra lo que se pueda imaginar, en los últimos días coloniales, aquella sociedad de Salta no dormía la siesta. Por el contrario, estaba atravesada por intensos conflictos, mostraba cierto apetito por las nuevas ideas y se alimentaba de las noticias que, a través de periódicos ilustrados o de pasquines agitadores, llegaban de Lima o de Buenos Aires con un mes o más de retraso.

Los sucesos de mayo de 1810 no cayeron aquí como una piedra en un sereno estanque. Por el contrario, arrastraron y concentraron las rencillas que enfrentaban y dividían a la sociedad salteña. Los funcionarios españoles que gobernaban desde esta ciudad la Intendencia de Salta del Tucumán, daban muestras de un cansancio, similar al que aquejaba a las instituciones.

Durante los tres años anteriores a la Revolución, la inestabilidad de los gobernantes y el cuestionamiento de su legitimidad, comenzó a erosionar su poder. Contrastando con la estabilidad de los anteriores veinte años, entre 1807 y 1810 se sucedieron diez Gobernadores Intendentes.

“Sería un error suponer que ese deterioro quedaba circunscrito a la persona del gobernador. Tensiones y pugnas no respetaban fronteras. El gobernador estaba enfrentado al obispo; éste reñía con miembros del Cabildo eclesiástico; los alcaldes disputaban con el gobernador y pleiteaban entre sí. Los abogados del Estado litigaban dentro de su corporación; los funcionarios civiles lo hacían con los responsables de la milicia; los "españoles europeos" recelaban de los "españoles americanos" (criollos)

“Por último, algunos vecinos "decentes" aumentaban su rechazo hacia una "plebe" que aumentaba en número y que pretendía portar armas e ingresar en la milicia”, expliqué en un artículo que firmé con el seudónimo Gabriel Maceiras.

Esa multiplicación de antagonismos no se dibujaba solo en la superficie del paisaje: bullía en las profundidades de una sociedad fracturada en sus capas más profundas. La Revolución puso al descubierto esas grietas y las agravó cuando la línea divisoria trazada entre fieles al Rey de España y patriotas produjo cortes dolorosos e irreparables en el seno de las familias. Padres realistas eran denunciados por hijos patriotas. El tío era delatado por el sobrino. La empleada doméstica entregaba a sus patrones. El cura rural condenaba al cura de ciudad. Los "odios estallaron desmedidos".

En la Salta de 1810 no había "un bando revolucionario perfectamente definido". Sólo una ínfima minoría tenía ideas claras y se guiaba por ellas. Sólo 200 o 300 de los más de 5.500 habitantes de la ciudad se interesaban por los asuntos políticos. Menos de 50 eran los que participaban en los cabildos abiertos.

Más que políticas, esas rencillas estaban alimentadas por intereses económicos que tejían y destejían alianzas de grupos y que urdían amistades y enemistades personales. Las transformaciones económicas y las reformas producidas a partir de la segunda mitad del siglo XVIII se manifestaban en lo social bajo estos litigios de facciones y éstos a través de enfrentamientos personales.

Al expulsar de su silla al último gobernador realista de Salta, los miembros del Cabildo asistían a la caída de un fruto por su madurez. A partir de ese momento, las luchas palaciegas cedieron paso a una guerra que se prolongó quince años.- 


(*) El autor es miembro correspondiente de la Academia Nacional de la Historia.

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