EL RASTRO DEL MIEDO. Por Dan Aragonz.

09 Oct 2018
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Ilustracion, de Diego Ferrer.

      EL RASTRO DEL MIEDO.


A pesar que el dolor en su mano derecha se hacía insoportable, y  la venda no dejaba de teñirse de rojo en cada curva que daba, Richard Simon condujo  durante varios minutos alrededor del hospital, antes de encontrar el callejón sin salida que buscaba. Estacionó a pocos metros de la puerta oxidada que le había descrito el hombre por teléfono, y antes de abandonar su coche, se cubrió el rostro con el cuello del abrigo; no quería que nadie lo reconociera en el caso que sus planes fallaran.

         

          Cuando llegó a la entrada, dio un par de golpes con los nudillos de su mano sana, y se quedó en silencio mirando la fachada de la parte trasera del hospital; aunque era de noche, podía ver ,claramente, que los costados de la puerta eran espejos. De esos que puedes ver desde dentro hacía afuera, pero no al revés.

          Mientras oía una ambulancia perderse a lo lejos, golpeó, nuevamente, pero nadie le abrió. Al cabo de insistir unos segundos, sin obtener respuesta, decidió marcharse; quizá, no había sido buena idea presentarse en ese lugar para solucionar su problema.


         Cuando se dio la vuelta y se alejó unos metros, escuchó la misma voz que le había dicho cómo llegar.

  — ¿Tienes el dinero? —y la mitad del rostro de un hombre se asomó, sin abrir la puerta del todo.

  —La mitad ahora y bueno… ya te lo expliqué por teléfono —le dijo Richard en voz baja y se metió, nervioso, las manos en los bolsillos; había un extraño olor en el callejón.

 —No hay problema, adelante—le dijo el sujeto, que quitó los cerrojos de la puerta y abrió— Por cierto. Soy Bob. No es necesario que hables tan bajo— y se rió—Aqui nadie puede escucharte—y volvió a soltar una carcajada.


  Al girarse , Bob dejó a la vista una horrible cicatriz que tenía en la nuca— Creo que le agradaras a Walter, pareces un buen sujeto.

  Richard guardó silencio y entró a la gélida sala. Habían pocas cosas que  adornaban el cuarto: un armario colgado del muro con puertas de cristal, donde se podían ver dos torres de libros que se apoyaban entre sí para no caer,  una pequeña mesa con varios utensilios propios del lugar, una silla metálica que utilizó Bob para alcanzar una caja de guantes desechables que estaba sobre el armario y en el centro de la sala, un cuerpo cubierto con una sábana blanca sobre una camilla.

—Uno de estos podría ahorrarte la espera, pero no recuerdo cuál —dijo Bob, que miraba los libros a través del cristal sucio y sonreía.

—Prefiero ver como lo haces personalmente. Así no lo olvidaré cuando regrese a casa y me deshaga de ese puto perro—dijo Richard, y se metió la mano al bolsillo y sacó parte del dinero del acuerdo.


   Trató de disimular la herida de su mano  y se la metió al bolsillo. Sostuvo los billetes, con la otra,  hasta que Bob terminó de ajustarse los guantes y se le acercó.

  —Lo siento Walter, pero el dinero es dinero—dijo Bob, y cogió los billetes arrugados y se los guardó en el bolsillo de canguro que tenía su delantal manchado de sangre seca.

  — ¿Walter es el fiambre?—dijo Richard,  y guardó distancia desconcertado por el extraño humor de Bob.

  —Tranquilo. Lo importante, es que veas cómo estos bastardos vuelven a la vida—dijo Bob, y se acercó a la camilla.

  — No tengo mucho tiempo, así que date prisa y déjate de bromas—le dijo Richard, que se arrimó para mirar el cuerpo.

   Bob tiró de la manta y dejó al descubierto el huesudo rostro de un hombre, lleno de pliegues tanto en la frente como alrededor de la boca, en donde se veía que tenía unos cincuenta años y que por su semblante, no parecía  haber tenido muchos amigos en vida.

     Richard pensó que el hedor se debía  a que el cadáver en descomposición parecía llevar varios días ahí, sin que nadie se presentara a reclamarlo.


—¿Lo conocías?—le dijo Richard, nervioso.

  —No. — dijo Bob, y se limpió los restos de saliva de los dedos después de tantearle la boca al muerto.


—Yo tampoco quiero saber mucho de este sujeto—dijo Richard.

 

  —No te preocupes. Podemos empezar—dijo Bob, que cogió la punta de la manta y lo cubrió nuevamente. Pero Richard se alejó de un salto, hacía atrás, asustado.

  — ¡Se movió! —

  — ¿Quién?—dijo Bob.

  — ¡Walter!

  —Es normal. Nadie quiere irse de este mundo—dijo Bob, con una enorme sonrisa bajo la mascarilla.

  — Basta de tonterías—dijo Richard— ¡Mira lo ha vuelto a hacer! —   y se dio la vuelta para no seguir mirando.

  Fue entonces que, a través de los paneles de cristal de la entrada, vio que alguien los espiaba. Alguien, que no pudo distinguir si era un hombre  o una mujer por la oscuridad de la noche.


  Cuando volvió a mirar, la silueta había desaparecido.

   — Es normal que se mueva un poco—le dijo Bob, y le soltó, con el pie, el seguro a las ruedas de la camilla—Sus músculos tardan algún tiempo en desanudarse. Eso es todo.

  —Vamos, puedes darte prisa—dijo Richard, que pensó en decirle lo que había visto, pero sabía que el miedo le había jugado una mala pasada y no mencionó una sola palabra.

 —Ya está listo—dijo Bob, y comenzó a empujar la camilla en dirección a la salida de la sala.

  — ¿Dónde lo llevas?

  —No te preocupes, sígueme.  Trae esa botella grande de cristal—le indicó Bob, que no demoró en salir empujando el cadáver hacia la calle.

  Richard se acercó y cogió el envase del piso con un líquido negro y salió raudo de la tétrica sala para alcanzar a Bob; este se había adelantado y solo lo alcanzó a ver cuando dobló y desapareció en la esquina del callejón.


  Cuando llegó a su lado se incorporó para ayudarlo a empujar el armatoste, pero Bob se dio cuenta y lo apartó con una sola mirada; si se iba a ganar cincuenta euros por el trabajo, era su deber hacerlo completo.

 Dentro del basural, que estaba detrás del hospital,  entre algunos contenedores de basura y uno que otro mueble inservible dado de baja en las oficinas de geriatría, avanzaron en silencio hasta que Bob se detuvo y dejó caer el fiambre al piso.

  —Dame la botella con ácido—le dijo, relajado como si le estuviera pidiendo una coca cola.

  — ¿Es ácido? ¿Qué vas a hacer?

  —Lo que me pediste—dijo con una sonrisa macabra mientras se quitaba la mascarilla —Es un proceso rápido, tranquilo.Tú perro desaparecerá sin que te des cuenta.


  Richard le entregó la botella y pensó en decirle que se detuviera, pero necesitaba saber como funcionaba el ácido sobre un cuerpo.

  Bob miró la mano herida de Walter y dijo:


—¿Qué tan grande es el perro que te mordió?—y se rió.


—Bastante—dijo Richard, inseguro.


—Un momento. Si te ha mordido puedo darte una inyección para que te pongas—y terminó de lanzar el ácido en las partes que le faltaban.


—No, gracias—dijo Richard—El perro del vecino tiene todas sus vacunas al  día, no es necesario—dijo en voz baja y se quedó asombrado mirando como el cadáver era carcomido de pies a cabeza por el líquido negro.


  Veinte minutos más tarde, entre las convulsiones y el olor a carne quemada, el muerto quedó reducido a nada. Solo algunos huesos de las costillas y el lado derecho del cráneo le quedaron a la vista. Pero el ácido no tardó en  consumir el cadáver.

  

  Richard, que nunca había visto los huesos  de un hombre desvanecerse como si fueran sal efervescente, dejó de preocuparse; el proceso, por lo visto, era rápido y no parecía difícil de hacer.  Pero no aguantó más el horroroso espectáculo y apartó la vista de lo que alguna vez había sido un hombre.

  Fue entonces, que volvió a ver que alguien los espiaba. Esta vez, supo que era el mismísimo Walter que se asomaba desde los contenedores de basura y sonreía. Lo extraño y macabro era que parecía tener una larga cola,  como si fuera un animal. La cual se ondeaba sobre su espalda y parecía tener vida propia.

  Richard se llevó las manos a los ojos para asegurarse que no estaba alucinando, cuando Bob lo interrumpió.

  —Bueno, hemos terminado, ahora cerremos el trato—y lanzó un escupitajo sobre los restos humanos, como si fuera una fogata apunto de apagarse.

  Richard no mencionó nada y apartó la vista de los contenedores. Lo que sí se planteó fue discutirle por qué no le había dicho desde un principio, que solo necesitaba el ácido para evaporar el cuerpo. Pero no lo hizo; cómo no quería seguir un minuto más en ese extraño lugar, porque el olor se hacía cada vez más insoportable, se encaminó hacia la salida del basural.

  — ¿Sientes ese fuerte olor? —le dijo a Bob, mientras se alejaba y se cubría la nariz con ambas manos—Es azufre o algo parecido. Es insoportable.


  —Es el ácido, hombre. Huele como el mismísimo infierno ¿no?—le dijo Bob, que volvió a cubrirse la boca con la mascarilla.

  

—No es el ácido. Es como olor a animal muerto—dijo Richard, que se metió la mano al bolsillo y le pasó el dinero que faltaba cuando Bob lo alcanzó—Pero no me hagas caso. Es solo que este lugar me pone muy nervioso.

 

—Tranquilo—le dijo Bob—Esta maravilla sirve para borrar cualquier rastro. Yo mismo lo fabrico— y le entregó el recipiente con  cuidado.


  —El puto perro del vecino desaparecerá. Si que desaparecerá—dijo Richard.

  

  Ambos cerraron el trato con un apretón de manos cuando estuvieron fuera del basural.

Richard se apresuró a alcanzar su coche estacionado en el callejón y Bob tuvo que regresar por la camilla que había olvidado.


   Retrocedió el vehículo para salir del callejón y vio que Bob, que venía  empujando el armatoste en dirección a la morgue, le hizo señas para que se detuviera. Pero no le prestó atención y aceleró; lo único que quería era olvidarse de ese lunático y de aquel molesto hedor que parecía haberse impregnado en su ropa.


 Durante  el camino de regreso condujo en silencio por la carretera hasta que llegó a su casa.  No podía dejar de pensar en lo que había visto y menos, en esa aberración con cola que por la distancia, no pudo distinguir qué era. Posiblemente  se sentía aterrorizado por lo que estaba a punto de hacer o simplemente, era un cobarde, y eso, lo estaba haciendo desvariar.


  Cuando estacionó  y se bajó del coche, se olvidó de todo el plan que tenía en su cabeza;  fue solo mirar las ventanas de su casa para darse cuenta que algo no andaba bien; varias luces  estaban encendidas, aunque recordaba haberlas apagado todas antes de salir.

  

  Entró y cerró despacio la puerta  para no hacer ruido. En la sala, no había nadie y tampoco había señales de visitantes inesperados. Avanzó por el pasillo cauteloso y entró al baño. Fue entonces, que encontró que el cuerpo de su esposa, que había dejado sin vida en la  bañera, no estaba; al parecer, la cantidad de veneno no había sido suficiente y de seguro se había despertado y había escapado. El cadáver de su vecino, Luis, en cambio. Sí estaba sumergido en la bañera, boca abajo.


  Salió de ahí, entró a su habitación y se quedó tumbado sobre la cama; sabía que ya no podía hacer nada; Trató de recordar la cantidad de veneno para ratas que le había echado al té de su mujer, pero estaba tan nervioso, que no pudo hacer memoria. Quizá ella no se lo había tomado del todo, aunque la había obligado a hacerlo después que ella le mordió la mano.


  Eso por lo menos lo tranquilizaba de alguna manera; así no lo acusarían de doble homicidio. Sin darse cuenta, por el cansancio, se quedó dormido.

  Dos horas más tarde, se despertó asustado. Para su mala suerte, su esposa no estaba dormida a su lado como esperaba y su situación no era más que una horrible pesadilla hecha realidad. El olor repugnante estaba dentro de la casa y escuchó un fuerte golpe que provino de la sala.


  Salió del cuarto y llegó al final del corredor. El ruido continuaba. Se asomó para ver si era su mujer, pero se dio cuenta que era la ventana que se había quedado abierta y golpeaba el marco de forma continua por el viento.


  Estiró su brazo para cerrarla, pero no pudo hacerlo; su mano pasaba de largo como si metiera su brazo en el agua. Era seguro que estaba alucinando.

  Regresó a su habitación para recoger algo de ropa y largarse de allí cuanto antes. Su sistema nervioso estaba colapsando o ,realmente, estaban pasando cosas extrañas desde que había vuelto de la morgue.


  No alcanzó a coger nada del cuarto; cuando estuvo bajo el marco de la puerta, vio que sobre su cama que había alguien cubierto con la misma manta que el cadáver de la morgue. A pesar de eso, se acercó y lo descubrió de un tirón.


  Fue entonces que abrió los ojos de golpe y se descubrió sudando sobre la cama. Pálido.  Estaba seguro que todo era una horrible pesadilla. Para comprobarlo se giró, pero su mujer no dormía a su lado.

  Se levantó rápido y salió al pasillo a buscar el cuerpo. Tenía que encontrarlo por algún lado antes de volverse completamente loco.


   Echó un vistazo al baño. Pero recordaba haber  dejado a su mujer dentro de la tina junto al perro bastardo de su vecino, que continuaba flotando. Lo había visto en una película de terror, donde el hombre, al final, se salía con la suya. Quizá ella se había hecho la muerta para poder escapar. Eso no lo sabía.


  Cuando entró a la cocina lo mismo. Nada. Y cuando llegó a la sala, que estaba en absoluto silencio, de dio cuenta que todavía no amanecía y que estaba solo en casa; lo más probable era que su mujer se había escapado  para denunciarlo, o quizá peor aún, el veneno demoró su efecto y el cuerpo estaba tirado en algún lugar. Pero si era así, sería imposible encontrarlo.

  Salió al patio y rodeó la casa tres veces. Pero no tuvo suerte.

  Pensó en escaparse en el coche , aunque sabía que esa no era la solución; en su cabeza, albergaba una remota posibilidad que su mujer continuara viva.


  Abrió el vehículo y sacó la recipiente con ácido para guardarlo en un lugar seguro; si llegaba la policía con el cadáver de Marta, lo primero que revisarían sería su coche. A esa altura de su tragedia era una pérdida de tiempo deshacerse del cadáver de  su vecino, Luis.


  Rodeó por última vez la casa para asegurarse . Aunque no consiguió dar con el paradero de su esposa.

  Entró a la sala y se sentó en el sofá. Posó la botella a sus pies a la espera de pensar en un sitio seguro donde esconderla. Pero no volvió a moverse de allí; estuvo todo el día preocupado porque apareciera Marta con la policía; su estado mental empeoró con el pasar de las horas y el olor nauseabundo que no le dejaba en paz le calaba el cerebro.


  Fue así como se quedó muchas horas mirando la entrada de la casa, sin que nadie apareciera. Con el pasar de los días y sin saber nada de su esposa, además de no dormir por el miedo que sentía a que sus pesadillas volvieran, en un arrebato de estupidez, cogió el teléfono y llamó a la policía. Pero no tardó un en colgar el auricular de golpe; nadie le sacaba de la cabeza que su mujer estaba en algún lugar a la intemperie, debido al efecto tardío del veneno.


  El cadáver de su vecino, que continuaba en el baño  y que no había revisado después de todos esos días, debía de ser el festín de los gusanos.  

  Si alguien encontraba a Marta y daba aviso a las autoridades, ese sería su mayor problema.

  Continuó sentado en el sofá a la espera que alguien lo encontrara para alegar demencia. Sabía que sus planes habían fracasado y que no tenía opciones.

  Trató de abrir los ojos, pero el sueño se lo estaba comiendo. Sus párpados cayeron como dos puertas que se cierran de golpe, y de pronto, el teléfono sonó; sabía  que se trataba de la policía, pero aún así, contestó.

  — ¿Han encontrado a mi esposa? —dijo Richard, con una voz que apenas le salió.

  — ¿Has tenido pesadillas, últimamente?—era Bob, con una risa burlesca.

  — ¿Por qué diablos tienes mi número? —le dijo Richard, asustado.

  —Tranquilo. Solo quería preguntarte si viste algo extraño hoy en la morgue.

  —¿Hoy? Pero qué dices. Si fue la semana pasada—dijo Richard, asustado.

—Que gracioso. —dijo Bob y se rió— Pero te entiendo. Deshacerse de cuerpo de tu esposa no debe ser fácil. Pero dos cadáveres, mucho más—y volvió a reír.

— Me estoy volviendo loco. Sí, eso debe ser. Mientras preparabas el cadáver en la sala. Vi que algo que nos espiaba  fuera de la morgue.

  —No puede ser, los cristales son espejo y no tengo ventanas. Tu mismo los viste. Solo se puede ver hacia afuera —se escuchó decir a Bob con una atragantada carcajada al final de sus palabras.

 — No creo en fantasmas —dijo Richard—Pero...

  —Hay algo que no te dije cuando estábamos en el  basural—le dijo Bob— También vi que alguien nos observaba. Al principio creí que era un sujeto cualquiera, pero cuando vi que tenía una larga cola, no dije nada.

—Espera un momento ¿Me estás diciendo que también viste a Walter?

  —No—dijo Bob—Ese no era Walter—y el silencio en la línea telefónica se volvió eterno.

  — ¿Cómo qué no era Walter?— preguntó Richard, asustado— ¿Es una broma, verdad?

  —No. Como te dije, no se trata de Walter—dijo Bob—Te tengo malas noticias, amigo.

  — ¿Me estás tomando el pelo?

  —No. Revisé mis viejos libros y…

  — ¿Quieres extorsionarme?—dijo Richard, enfadado— ¿Es eso? ¿ Quieres sacarme dinero?

  — ¿Notaste la cicatriz que llevo en la cabeza, verdad?—dijo Bob, y soltó una leve tos—Me la hizo una de esas criaturas hace años.


—Tengo que colgar, sabes. Eres un lunático—dijo Richard.


— Cuando los cadáveres llevan varios días en la morgue, sueltan una sustancia que...—Richard colgó.


  De pronto, el crujido de la puerta de entrada lo despabiló. Se levantó del sillón y sonrió atemorizado;  su mujer entró a la sala y se quedó de pie frente a él, sin decir una sola palabra.


  Richard no daba crédito a lo que sus ojos veían; Marta había regresado, pero sabía que algo en ella no estaba bien; sus ojos estaban blancos  y su piel tenía un color morado, como si estuviera podrida por dentro. Además, hacía un extraño movimiento con su nariz, como si estuviera disfrutando del putrefacto olor que saturaba la casa.

    Cogió el envase con ácido del piso y se quedó perplejo;  Ella se acercó. Sin pensarlo demasiado le lanzó el ácido a la cara; sabía que no era su mujer; su rostro comenzó a desfigurarse y  debajo de la piel, que se achicharraba por el ácido, comenzaba a asomarse el semblante de un hombre que no tardó en reconocer, como Walter.

  Aquella aberración se dejó caer al piso, posó sus manos sobre la madera y comenzó a gatear por la sala. Su rostro era deforme y le colgaban las carnes mientras se le derretían las mejillas.

  Richard, que no podía creer lo que estaba viendo, comenzó a gritar.


—¡Quiero despertarme maldita sea!— y reaccionó a lanzarle el resto del ácido en el cuerpo. Pero fue para peor; la piel de la criatura se derritió aún más  y su apariencia se deformó por completo.

 

   Enormes garras, que se superponían sobre sus dedos humanos, emergían podridas y filosas.


  Richard se miró la venda completamente ensangrentada y el dolor había desaparecido. Pero eso era lo de menor importancia en ese momento. Aquella aberración  era la cosa más horrible que había visto jamás en su vida y por lo visto estaba hambrienta.También los huesos le tronaban a la bestia y le desgarraban la piel a medida que  deformaban su interior. Dejando al descubierto su verdadera apariencia.


  Trató de escapar corriendo por el pasillo, pero se encontró otro callejón sin salida; otra criatura salía del baño y por los restos de piel humana, que aún se le veían en el rostro, supo que se trataba de su vecino.


  La bestia de un zarpazo el abrió el pecho a Richard. La otra criatura también le atacó por la espalda y le  arrancó de una mordida el brazo herido. La sangre que salió, bañó el piso de la sala. El teléfono comenzó a sonar. Trató de ir a cogerlo. Pero resbaló en su propia sangre. Sin embargo, el pitido se detuvo cuando la contestadora se activó.

 —Solo una última cosa Richie. Cuando te largaste de la morgue, esa cosa te siguió—dijo Bob, serio— Traté de decírtelo.


  Richard en el piso, sobre un charco de sangre que se extendía, quiso prestar atención a la voz en su agonía. Pero en un último espasmo se apagó, como quien apaga una televisión antes de irse a dormir.


  —¡Los he visto aquí fuera por las noches, Richie!  Siempre son dos. La hembra y el macho con quien se aparea—dijo Bob, y comenzó a atragantarse mientras se reía— Aparecen cuando los cadáveres sueltan esa sustancia—dijo Bob—Esa puta sustancia.



Texto: Dan Aragonz. Ilustración: Diego Ferrer

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