PIELES PÁLIDAS. Por Rubén Risso.

23 Oct 2018
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Ilus de Gabriel Fix

Pieles pálidas

Feraud es habitué de Brahmá desde que tenía la edad de dieciséis años. El hotel se erige con discreción al costado de la ruta, dos kilómetros y medio más allá del la pileta del club de aviación “Ricardo Fortabat”, y de su existencia no hay más vestigio que un cartelito despintado en el que las letras pasan por manchas de óxido y el óxido se retuerce en formas que podrían confundirse con letras.

Desde que trabaja en la cerealera del pueblito, lleva visitado el albergue transitorio un poco más de una centena de ocasiones, a razón de una a tres veces por fin de semana, según su humor. Suele ir acompañado por aquel que llama su “Ejército del Amor”, un puñado de prostitutas jóvenes que le tienen un cariño especial. No obedece este cariño al número de veces que las convoca, ni tampoco el hecho de que todas se conocen y trabajen para el mismo proxeneta, a quien llaman Bilbo. Tampoco tiene él algo que las haga olvidarse de que la relación sexual es arancelada. Feraud se ha hecho la reputación él solo. Desdeña cualquier tipo de halago de plástico o personaje promiscuo. Feraud les dice lo mismo a todas, no quiere a una puta convencional, un producto, sino una compañía. Y algunas se asustan de esto; a más de una le han dicho que los psicópatas buscan ofuscarlas, confundirlas, hacerles bajar la guardia. Por eso, de las chicas que regentea Bilbo, tan solo un puñado están dispuestas a trabajar con Feraud.

La primera que, en el solitario hombre, logró hallar a un amigo más que a un cliente se llama Noelia. O ese es su nombre artístico, así como el de las demás. Con Noelia, Feraud tuvo tardes y noches de risas, soda y algún que otro chocolate antes de abandonarse a las pasiones que el hombre tenía que sopesar.

Otra de las chicas se llama Carolina, y con Feraud comparten la pasión por el fútbol y otra sarta de deportes televisados. Ambos se toman más tiempo del que es necesario; miran finales de copas, amistosos, clasificatorias. Feraud no solo abona el arancel de la sesión, sino que también el tiempo extra, aquellas dos horas de partido, o las que fueran necesarias. Putean, abuchean, alientan. Todo eso lo hacen juntos, hasta tal punto que otros ocupantes de habitaciones aledañas han emitido quejas y, en más de una ocasión, se han visto abandonados de la inspiración necesaria para continuar con su empresa interrumpida.

Luego está Rocío, una muchacha tierna pero estructurada. No ha sabido cómo hacerle entender a Feraud que, para ella, no existe el trabajo mezclado con la amistad. Si el hombre quiere una amiga, paga por una hora de amistad; si quiere una puta, paga por sexo. No hay puntos medios, por más que el precio pueda considerarse el adecuado. Y Bilbo parece respetarla en este punto, lo cual habla, según cree Feraud, muy bien de su persona y profesionalismo. Es por eso que las sesiones con Rocío son profundas, y aunque ni una prenda se le caiga, Feraud sabe cuándo debe llamarla y cuándo no. Por dentro cree que, si todo sale bien, algún día la chica saldrá de su cascarón.

Por último, Feraud ha estado convocando mucho a la misteriosa Rita, una muchacha menuda y de ojos como abismos de aguamarina. La descripción es original del mismo Feraud.

Rita escucha mucho a su cliente. A diferencia de Rocío, se abstiene de iniciar cualquier conversación al respecto. Rocío no se contenta con ser receptora de los dramas del cliente, a cada uno de ellos sabe responder con soltura y la pericia de quien se encuentra lo suficientemente experimentada como para otorgar un punto de vista novedoso e impensado. No así Rita. Rita ha sido motivo de obsesión del turbado Feraud durante los últimos meses. La muchachita lo escucha con atención, desnuda, envuelta solo en la palidez de su piel, con su menudo cuerpo encorvado hacia adelante. Sus ojos refulgen bajo las luces rojizas que no están allí para iluminar. En sus pupilas hay entendimiento, empatía y aprehensión, pero no dice nada. Feraud ha acudido muchas veces a ella para desahogar su pecho acongojado y poblado de historietas que en este relato no tienen lugar alguno. A todas responde con la misma moneda: palabras suaves, inefectivas, salidas de algún diccionario impersonal, y una inclinación leve hacia adelante, seguida por la humedad de sus labios y la entrega del servicio que el cliente contrató en todas las de la ley. Pero Feraud podría jurar que sus modos son más frágiles, más cuidadosos, como si ajustara la vara a la situación. Ya lo tiene hablado con las demás, y todas condicen su teoría: Rita es de otro mundo.

Feraud también ha encontrado un nuevo hábito en el transcurrir de estos últimos meses; desde que la obsesión por la joven prostituta comenzó a echar raíz en su mente intranquila, se vio arrastrado como en un sueño hacia la ruta en más de una ocasión con el objetivo de pasar en Brahmá un rato solo.

Bañado por esa luz rojiza y demoníaca, Feraud llega a la conclusión de que algo no anda bien en su cabeza, y que parece presentarse solo cuando comparte tiempo con las chicas. En su trabajo no tiene mayores complicaciones, sus amigos le consideran un hombre de bien, paga las cuentas como un ciudadano hecho y derecho y su familia lo estima en gran medida. Si bien nadie conoce su pasatiempo cuestionable, no tiene pareja y vive por su cuenta, por lo que obra con total libertad.

Feraud está obsesionado con los grandes ojos de la joven prostituta y ha sentido deseos de extirpárselos. Está casi seguro de que, si hay algo malo en su cabeza, son precisamente esas ideas.

Por infortunio, Bilbo lo ha llamado para hacerle saber que Rita no se encuentra en condiciones de trabajar por el momento. No hay más información al respecto; Feraud ha intentado comunicarse por otros medios con la muchacha, pero encuentra mutismo por doquier y la frustración no lo deja dormir.

Pasa más días que nunca encerrado en la soledad carmesí de la habitación del Brahmá. Su habitación favorita. A través del ventanal puede ver con claridad la línea de silos que se erigen allí, a menos de un kilómetro de distancia. Mientras tanto, piensa que debe ser el único ocupante que corre las cortinas y mira hacia el exterior; la vista es tan sórdida como inquietante. Hay una serie de luces en fila india, siete en total. Atrás, el resplandor difuso que genera el casco urbano del pueblo y la sensación de que uno observa el mundo desde el marco de una pintura colgada en una galería. Es más de una ocasión lo hizo en compañía de las chicas, pero a ellas parece no importarles lo que hay afuera de la ventana. Con la misma impericia, hacen caso omiso del pasaje arbolado de ensueño que conecta la entrada con el hotel y ni se mosquean cuando, atragantadas de éxtasis, sus miradas recorren por mera casualidad esa línea exterior en la que las luces no son luces sino fantasmas lejanos. Pero Rita…

Con la única con la que fue capaz de compartir el disfrute fue con ella. En eso mismo piensa Feraud mientras otra lucecita, la de un auto tal vez, cruza ese horizonte negro de lado a lado. Recuerda, Feraud, la mirada gélida de esa muchacha al mirar al horizonte, por lo común luego de trabajar, aun dejando escapar jadeos discretos y quedos. Es una mirada de añoranza con matices de preocupación. Todo lo que acompaña a la chica lo hace en un halo de esta naturaleza. No existe en su conducta la más mínima señal de que se cuerpo le pertenezca, y por eso quizás Feraud pensó en quedarse con una parte.

Pero por más que la estudiara de pe a pa y hubiera sido capaz de escribir un tratado sobre su mundanidad, Feraud comprende, al fin, que es muy probable que no vuelva a verla jamás. Algo de mí la asusta, se dice de un momento al otro, como si se sintiera de la misma manera que ella pero sin la posibilidad de escapar.

Hasta que, comenzado el invierno, recibe una llamada que lo inunda de curiosidad y le quema el pecho.

—Lo extraño —clama la voz de Rita desde el otro lado del auricular.

La cita es agendada por ambos en el acto. No hay intermediarios ni proxenetas, este momento es de ellos.

Feraud pasa el resto de la semana haciendo rechinar los dientes de ansiedad. No está seguro de si es conveniente seguir adelante con su plan. Estas nuevas sensaciones lo han asustado lo suficiente como para pensar que Satanás existe y se encuentra interesado en arruinarle la vida. Y no le extraña, por un lado, que los impulsos reaparezcan en este momento; jamás sintió algo semejante a la sensación de estar con Rita. Y no solo el acto arancelado en sí, sino el extra. El extra lo hace morir por dentro.

Quiere saber si eso es amor, pero teme preguntarles a sus amigos. Tiene miedo de que le digan que de las putas uno no se enamora.

—Pero ella es de otro mundo —les diría para defenderla, si tuviera la valentía de hacerlo.

Pasa el resto de las noches en Brahmá. El dueño, de apellido Sancovsky, un tipo de su edad, es una de las personas más interesantes que ha conocido. El verlo llegar abandonado de compañía con inusitada asiduidad le ha llamado poderosamente la atención, y se atrevió a preguntarle si estaba teniendo problemas habitacionales. Feraud le comentó, ese día en el que se hicieron amigos, que vivía solo pero que su casa no tenía esa vista cuasi poética de la nada misma. Sancovsky, que ya cuenta con un poco más de un lustro en el negocio, jamás fue testigo de semejante devoción a un albergue transitorio, por lo que en confianza le tendió la llave y le pidió que la guarde, antes de revelarle que la misma no ha tenido otro ocupante que el mismo Feraud. Razones no pudo ni puede dar, pero los clientes parecen tener otras preferencias.

Algunas noches le cobra, otras no. Esa semana, antes de que volviera a ver a Rita, Sancovsky no le pide un peso. Feraud llega pasadas las ocho de la noche, saluda al dueño, le convida una empanada o porción de pizza, y sube a sus aposentos con naturalidad. A veces, según el día de la semana, escucha gemidos tras las paredes. Otras, escucha ruidos más potentes. Se hace mil preguntas pero se contenta con respuestas efímeras e hipotéticas.

El viernes llega y Feraud siente que no han pasado cuatro días sino cuatro años. Preparó todo para el momento crucial, el que trazó minuciosamente con Sancovsky, quien le aseguró le enviaría su mejor champagne.

Feraud se sube al auto y desaparece por la arboleda. Media hora más tarde, las luces de su Peugeot 306 vuelven a brillar tras la barrera de la entrada. Al tocar el llamador, nadie responde y la barrera les abre paso de manera casi automática.

El auto estaciona en el pequeño garaje de la habitación y Feaud no puede creer estar en ese lugar acompañado por el silencio de ultratumba de la menuda y raquítica Rita. No dijo palabra alguna desde el instante mismo en el que se hubo subido al auto; él eligió callar también. Durante todo el viaje la observó mirar por la ventana, iluminada su cara por las tenues luces de la noche pueblerina. Una vez que hubieran salido a la ruta y su silueta estuviera envuelta en penumbras, Feraud continuó dedicándole atisbos furtivos; Rita no se movió.

Pero una vez en Brahmá, la prostituta se baja del auto con gracia y naturalidad. La puerta de la habitación está semiabierta, abre paso a una serie de escalones que conducen hacia la pieza. De esta manera, cada habitación del hotel está situada en una especie de primer piso, suspendido sobre su garaje individual. El camino hacia la cama es de ensueño. Feraud siente caminar sobre algodón mientras la chica sube la escalinata.

Y en ese instante se apaga la luz.

A oscuras, Feraud da pasos ciegos y patea accidentalmente la pata del sillón de pana. El dolor es intenso pero corto, y pronto llega hasta su amada, que también camina a tientas y con reparo de no quebrarse una pierna. Ninguno emite sonido. Cuando encuentra su manito desorientada, no le lleva mucho trabajo atraerla hacia sí y tomar a la chica de la cintura. Entonces la besa, la besa como nunca besó a alguien. La oscuridad se desvanece para él y, alzándola, recorre el camino hacia la cama con seguridad. Afuera, todo el pueblo descansa en la oscuridad; del otro lado de la ventana, el mundo y la realidad se deshilachan.

Los dos se arrancan la ropa, se retuercen y revuelcan. Feraud puede ver su figura contorneada solo por la claridad de la luna, que se cuela por el ventanal. Ella ahora está sobre él, y su mirada parece tener brillo propio. Ese halo de luz mortecina la ha convertido en un espectro, pero Feraud no siente más miedo que placer. Casi podría jurar que ve los ojos aguamarina resplandecer, clavados en los suyos, de color olvidable.

Cuando el cénit del goce lo sorprende y le invade cada músculo en el cuerpo, la escena se ilumina aún más. Como está algo atontado, no comprende, en primera instancia cómo es posible. Tampoco hace mella del rugido atronador que se cierne sobre el ambiente. Es como el resonar de un cuerno de batalla, digno de una película épica, pero su tonalidad es profunda, ciclópea. Llega como una explosión.

Y el halo de iluminación recorre el contorno de la muchacha también, que se encuentra inmóvil, aún apresando el miembro de Feraud entre sus bambalinas. Y se apaga. Feraud se ve arrancado del colchón; sus piernas están inquietas. No encuentra, en primera instancia, a su amada.  Anda a tientas, una vez más guiado por la tenuidad de la iluminación lunar. No tiene que buscar mucho, un par de ojos aguamarina lo observan desde el sillón de pana.

Cuando el halo regresa, Feraud la puede ver con mayor claridad. Eso que está sentado ahí es muy parecido a Rita, pero no es Rita. Se encuentra agazapada, como si le temiese, pero su mirada no es la de una presa.

—Me tengo que ir —le dice, y Feraud no puede ignorar que en su vocecita hay una distorsión radiofónica.

Desnuda. Desnudo. No está seguro.

La ve bajar la escalerita con más gracia que nunca mientras él, con su cuerpo inerte, no puede hacer otra cosa que acercarse al ventanal una vez más. Afuera hay luz. Una luz que se pegotea a cada superficie con una suerte de iridiscencia monstruosa. Pero es de noche, una de las noches más oscuras de las que el pueblo jamás fue testigo. La irracionalidad del cuadro es el primer empujón que Feraud siente hacia la locura; el primero de muchos por venir.

Jamás ve salir a Rita. Una vez que la luminiscencia cesa y la electricidad regresa, a Feraud se le destapan los oídos. Es consciente, recién ahora, de que hasta hacía unos segundos solo podía oír un sonido binaural. La piel le escuece en todo el cuerpo, sobre todo en los genitales.

El hotel sigue a oscuras, pero las luces en el horizonte brillan en su lugar habitual. Solo que esta vez hay una menos.


Texto: Rubén Risso.

Ilustración: Gabriel Fix.

Narración: Jorge Guillermo Palomera.



Proceso de pintura, acompañado por la narración del cuento.

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